miércoles, 6 de mayo de 2015

La Perspectiva Escatológica, por Ramos García (IX de XIV)

3. LA SOLUCIÓN HOMOLÓGICA

Los partidarios de esta solución discurren una manera de continuidad entre el neomosaísmo y el cristianismo. Entienden por neomosaísmo el mosaísmo renovado durante la restauración postbabilónica, informado de un espíritu de piedad más acendrado que nunca, y de una diametral repugnancia a la idolatría, nunca hasta entonces sentida en Israel. Una tal renovación del mosaísmo, con un espíritu nuevo, que constituye ciertamente el alma de aquella restauración, se presenta a la mente de estos exégetas como un avance del cristianismo en el que históricamente habría de culminar, según el orden de la providencia.

Esa providencial ordenación del mosaísmo al cristianismo salvaría la unidad dialéctica del vaticinio en ese espíritu nuevo, que es el meollo de las grandes profecías mesianas, pues depositado como un germen del seno del mosaísmo Esdrino, había de florecer luego en el cristianismo integral, que sería así como su natural culminación. Y ese y no otro sería también aquí el pensamiento de San Pablo, plastificado en la figura del niño y del adulto en I Cor. XIII y Gal. IV.
La verdad es que en I Cor., con la figura del niño y del adulto no quiere plastificar la diferencia del judío al cristiano, sino el diferente grado de desarrollo en la vida misma del cristiano como tal, y así no hay caso. En la epístola a los Gálatas ya quiere con tal figura significar el diferente modo de ser del judío y del cristiano, pero estos diferentes modos de ser, si externamente tienen alguna analogía, lo cual basta para justificar la figura, en realidad son dos modos antitéticos y no homólogos, cual es el del siervo y el del hijo, según este otro texto más explicito de Rom. VIII: "No recibisteis el espíritu de esclavitud, para obrar de nuevo por temor, sino que recibisteis el espíritu de filiación, en virtud del cual clamamos: ¡Abba! (esto es), Padre”. (Rom. VIII, 15). En esa adopción de hijos tenemos, a no dudarlo, el espíritu nuevo de las profecías mesianas, con que se excluye a todas luces el espíritu mosaico en la mente del Apóstol.

La supuesta culminación del mosaísmo en el cristianismo, sin solución de continuidad del uno al otro, es ciertamente contraria al pensamiento de San Pablo, así como al de San Juan, cuando razona, "porque la Ley fue dada por Moisés, pero la gracia y la verdad han venido por Jesucristo" (Jn. I, 17).
A la verdad, en uno y otro Testamento hay elementos indiferentes y elementos característicos de uno o de otro. Al negar aquí el desarrollo vital del Viejo al Nuevo Testamento, no nos referimos a los elementos comunes o indiferentes, sino a los peculiares y característicos de cada uno, que son cabalmente los que entran en juego en los vaticinios de signo babilónico.

A menudo se nos anuncia en ellos, particularmente en los tres primeros grandes profetas el establecimiento de un nuevo pacto que ha de suplantar al antiguo, y si otras veces se nos promete con la vuelta del cautiverio la vuelta de realidades anteriores, con los incisos tantas veces repetidos "de nuevo", "como antes", "como al principio", etc., eso no es más que la expresión de la parte corporal, pero ese cuerpo ha de ser vivificado por la infusión de un espíritu nuevo, que no es por cierto una renovación o intensificación del antiguo; y bajo este aspecto, que es el característico, ha de resultar necesariamente una realidad nueva (Rom. VI, 4; VII, 6; XII, 2; II Cor. V, 7; Gal. VI, 5; Ef. IV, 24; Col. III, 10) y no el desarrollo gradual de la antigua.
Cuando Cristo Nuestro Señor, en el sermón de la montaña, establece que no vino a destruir la Ley, sino a cumplirla puntualmente (Mt. V, 17 s.), esto debe entenderse en primer lugar de los elementos comunes a ambos Testamentos, como se ve en el desarrollo que de su afirmación hace inmediatamente; y en un sentido más profundo, sin duda quiso decir que a la sombra de la Ley sucede la luz del Evangelio, que es una realidad viviente (Jn. I, 4), presagiada en tantos signos.

Como a la idea del artífice corresponde la obra, en que aquella se consuma, así lo que Dios planeó y de tantos modos y maneras nos manifestó en el Antiguo Testamento (Hebr. I), por palabras proféticas, y aun por hechos e instituciones históricas, pronósticos del porvenir, eso es lo que Cristo vino a cumplir y a hacer cumplir en todos sus pormenores. Pero entre la revelación y su cumplimiento, por más adecuados que ellos sean, no hay más que relación de analogía, que nunca se podrá traducir en identidad o sucesión continua, como parece suponer el modo de ver que combatimos. El signo y lo significado pertenecen a dos órdenes diferentes, sin posible transición gradual del uno al otro.
El viejo y el nuevo Testamento, como realidades de dos órdenes distintos, hubieron de tener una formulación conceptual también distinta, y por consiguiente, no pudieron caer bajo una misma expresión profética unitaria. Un tal homologismo es imposible. Si el alegorismo rompía la unidad dialéctica del discurso, el homologismo, en cambio, nos brinda una unidad absurda de conceptos.


4. LA SOLUCIÓN SINCRÉTICA

Aquí hemos dado desglosados varios sistemas de interpretación, pero en realidad a menudo se entrecruzan en un mismo intérprete y en una misma exposición. Tal vez no formulan en términos precisos esas distintas posiciones, pero ahora la una, ahora la otra, están presentes y palpitantes en la exégesis de muchos vaticinios, como una especie de cómodo achicadero por donde desaguar el desbordante contenido de los mismos.
Si bien o mal se encuentra la ecuación de la profecía con la historia de Israel, ahí se paran, sin más averiguaciones; pero si aquella rebasa, que es lo normal, la mezquindad de la historia, entonces se pone en juego uno de los otros dos sistemas, con puerta abierta hacia el mensaje evangélico, en que coincidirían y se darían la mano la profecía y la realidad, sin preocuparse mayormente de la unidad dialéctica del discurso, ya que el uno rompe la unidad del sujeto y el otro bastardea la del objeto.

Resultado: el menoscabo de los grandes vaticinios sobre el reino, y tras ese menoscabo el descrédito de la profecía. Como por tales sistemas de interpretación no se lograba una adecuación satisfactoria entre la profecía y la historia, es decir, entre el vaticinio y su cumplimiento, se ha ido asentando en la mente de muchos que tales vaticinios hay que tomarlos así, cum mica salis, sin esa precisión, concreción y  determinación, que arrojan las palabras, y que a vueltas de infinitos ditirambos idealistas y rasgos nacionalistas de poetas orientales, sería arbitrario el pretender descubrir en esos vaticinios algo más que  un común vago fondo mesiano, como un substratum, nada más que un substratum, de la nueva economía.

Es pacífico que se llegue a esa conclusión, no discurrimiento, a priori partiendo de algún principio cierto de hermenéutica, que no existe, sino a posteriori, en vista del incumplimiento, o cumplimiento inadecuado, de tales vaticinios según la letra, sin sospechar siquiera, que se pudo errar en la aplicación de ellos a un tiempo que no era el suyo, y que lo que no se ha cumplido hasta hoy, se podría cumplir algún día. "Distingue tempora et concordabis jura", decían los juristas romanos: "Distingue tempora et concordabis vaticina", decimos y repetimos nosotros. Lo que no se ha cumplido aún, se cumplirá algún día, lo cual no quiere decir que no se haya de cumplir en Cristo y su Iglesia, pues "Jesucristo es el mismo ayer y hoy y por los siglos" (Hebreos XIII, 18)[1].

Admitida la vigencia del sentido literal en toda la Escritura Santa, lo mismo en la profecía que en la historia, y en vista del cumplimiento exacto de tantos vaticinios, según es dado comprobar por las citas del Nuevo Testamento, nosotros a la letra del sagrado texto nos atenemos universalmente, según el principio básico de hermenéutica. Eso sí, a esa letra veneranda, unas veces la tomamos en sentido propio y otras en sentido trasladado según las exigencias del texto y del contexto, pero de una o de otra manera, en evitación de arbitrariedades, hay que salvaguardar las exigencias de la letra, ya gramaticales, ya retoricas, ya sobre todo lógicas, dentro siempre de la analogía de la fe y de las orientaciones de la Iglesia.

Ninguna de las cuatro soluciones dadas responde bien a tales exigencias. De ahí la necesidad de excogitar otra.




[1] Completamente de acuerdo con lo que dice el autor.

Agreguemos de nuestra parte una pequeña observación.

Básicamente hay dos modos, además del literal crudo, de interpretar las profecías no cumplidas:

a) La primera dice: “ésto no se ha cumplido literalmente en Israel (v. gr. las promesas de liberación), ergo, se cumplieron alegóricamente de otra manera (v. gr. en la Iglesia)”.

Lacunza dirige prácticamente toda su obra para refutar este tan extendido modo de pensar, diciendo que el raciocinio debe ser: “ésto no se ha cumplido literalmente, ergo se cumplirá literalmente”.

Sentido común.

b) El segundo, y un tanto más sutil, dice: “ésto no se ha cumplido ni hay posibilidad que se cumpla literalmente (v. gr. la destrucción de Babilonia), ergo se cumplirá de otra manera (v. gr. con la destrucción de Roma o alguna otra urbe dominadora de los pueblos)”.

Decimos que es más sutil porque en el primer caso es fácil probar que las profecías que miran a Israel tampoco se han cumplido en la Iglesia tal como está profetizado puesto que las mismas la rebasan por completo; en cambio el segundo razonamiento, del cual no está exento Lacunza, tiene a su favor que admite la literalidad de los vaticinios pero la aplica a otra realidad, más ajustada con el presente y por lo tanto, el único recurso que queda para rebatir ese argumento es negar absolutamente la imposibilidad del suceso y apelar a la letra de la Revelación a expensas de lo que ven nuestro ojos.

Sin dudas esto equivale casi un salto al vacío, pero el estudio de las Escrituras nos ha convencido de una rigurosa exactitud y literalidad en las palabras, y no solamente en lo que concierne a las profecías, ¿por qué, pues, habremos de cambiar en esta ocasión?