3. LA SOLUCIÓN HOMOLÓGICA
Los partidarios de esta
solución discurren una manera de continuidad
entre el neomosaísmo y el cristianismo. Entienden por neomosaísmo el
mosaísmo renovado durante la restauración postbabilónica, informado de un
espíritu de piedad más acendrado que nunca, y de una diametral repugnancia a la
idolatría, nunca hasta entonces sentida en Israel. Una tal renovación del mosaísmo, con un espíritu nuevo, que constituye
ciertamente el alma de aquella restauración, se presenta a la mente de estos
exégetas como un avance del cristianismo en el que históricamente habría de
culminar, según el orden de la providencia.
Esa providencial
ordenación del mosaísmo al cristianismo salvaría la unidad dialéctica del
vaticinio en ese espíritu nuevo, que es el meollo de las grandes profecías
mesianas, pues depositado como un germen
del seno del mosaísmo Esdrino, había de florecer luego en el cristianismo
integral, que sería así como su natural culminación. Y ese y no otro sería
también aquí el pensamiento de San Pablo, plastificado en la figura del niño y
del adulto en I Cor. XIII y Gal. IV.
La verdad es que en I Cor., con la figura del niño y del
adulto no quiere plastificar la diferencia del judío al cristiano, sino el
diferente grado de desarrollo en la vida misma del cristiano como tal, y así no
hay caso. En la epístola a los
Gálatas ya quiere con tal figura significar el diferente modo de ser del judío
y del cristiano, pero estos diferentes modos de ser, si externamente tienen
alguna analogía, lo cual basta para justificar la figura, en realidad son dos
modos antitéticos y no homólogos, cual es el del siervo y el del hijo, según
este otro texto más explicito de Rom. VIII: "No recibisteis el
espíritu de esclavitud, para obrar de nuevo por temor, sino que recibisteis el
espíritu de filiación, en virtud del cual clamamos: ¡Abba! (esto es), Padre”. (Rom. VIII, 15).
En esa adopción de hijos tenemos, a no dudarlo, el espíritu nuevo de las
profecías mesianas, con que se excluye a todas luces el espíritu mosaico en la
mente del Apóstol.
La supuesta culminación del mosaísmo en el cristianismo, sin solución de
continuidad del uno al otro, es ciertamente contraria al pensamiento de San
Pablo, así como al de San Juan, cuando razona, "porque la Ley fue dada por
Moisés, pero la gracia y la verdad han venido por Jesucristo" (Jn. I, 17).
A la verdad, en uno y otro
Testamento hay elementos indiferentes y elementos característicos de uno o de
otro. Al negar aquí el desarrollo vital del Viejo al Nuevo Testamento, no nos
referimos a los elementos comunes o indiferentes, sino a los peculiares y
característicos de cada uno, que son cabalmente los que entran en juego en los
vaticinios de signo babilónico.
A menudo se nos anuncia en ellos, particularmente en los tres primeros
grandes profetas el establecimiento de un nuevo pacto que ha de suplantar al
antiguo, y si otras veces se nos promete con la vuelta del cautiverio la vuelta
de realidades anteriores, con los incisos tantas veces repetidos "de
nuevo", "como antes", "como al principio", etc., eso
no es más que la expresión de la parte corporal, pero ese cuerpo ha de ser
vivificado por la infusión de un espíritu nuevo, que no es por cierto una
renovación o intensificación del antiguo; y bajo este aspecto, que es el
característico, ha de resultar necesariamente una realidad nueva (Rom. VI, 4;
VII, 6; XII, 2; II Cor. V, 7; Gal. VI, 5; Ef. IV, 24; Col. III, 10) y no el
desarrollo gradual de la antigua.
Cuando Cristo Nuestro
Señor, en el sermón de la montaña, establece que no vino a destruir la Ley,
sino a cumplirla puntualmente (Mt. V, 17
s.), esto debe entenderse en primer lugar de los elementos comunes a ambos
Testamentos, como se ve en el desarrollo que de su afirmación hace
inmediatamente; y en un sentido más profundo, sin duda quiso decir que a la
sombra de la Ley sucede la luz del Evangelio, que es una realidad viviente (Jn. I, 4), presagiada en tantos signos.
Como a la idea del artífice corresponde la obra, en que aquella se
consuma, así lo que Dios planeó y de tantos modos y maneras nos manifestó en el
Antiguo Testamento (Hebr. I), por palabras proféticas, y aun por hechos e
instituciones históricas, pronósticos del porvenir, eso es lo que Cristo vino a
cumplir y a hacer cumplir en todos sus pormenores. Pero entre la revelación y
su cumplimiento, por más adecuados que ellos sean, no hay más que relación de
analogía, que nunca se podrá traducir en identidad o sucesión continua, como
parece suponer el modo de ver que combatimos. El signo y lo significado
pertenecen a dos órdenes diferentes, sin posible transición gradual del uno al
otro.
El viejo y el nuevo Testamento, como realidades de dos órdenes
distintos, hubieron de tener una formulación conceptual también distinta, y por
consiguiente, no pudieron caer bajo una misma expresión profética unitaria. Un
tal homologismo es imposible. Si el alegorismo rompía la unidad dialéctica del
discurso, el homologismo, en cambio, nos brinda una unidad absurda de
conceptos.
4. LA SOLUCIÓN SINCRÉTICA
Aquí hemos dado
desglosados varios sistemas de interpretación, pero en realidad a menudo se
entrecruzan en un mismo intérprete y en una misma exposición. Tal vez no
formulan en términos precisos esas distintas posiciones, pero ahora la una,
ahora la otra, están presentes y palpitantes en la exégesis de muchos
vaticinios, como una especie de cómodo
achicadero por donde desaguar el desbordante contenido de los mismos.
Si bien o mal se encuentra
la ecuación de la profecía con la historia de Israel, ahí se paran, sin más
averiguaciones; pero si aquella rebasa, que es lo normal, la mezquindad de la
historia, entonces se pone en juego uno de los otros dos sistemas, con puerta
abierta hacia el mensaje evangélico, en que coincidirían y se darían la mano la
profecía y la realidad, sin preocuparse mayormente de la unidad dialéctica del
discurso, ya que el uno rompe la unidad del sujeto y el otro bastardea la del
objeto.
Resultado: el menoscabo de los grandes vaticinios
sobre el reino, y tras ese menoscabo el descrédito de la profecía. Como por tales sistemas de interpretación
no se lograba una adecuación satisfactoria entre la profecía y la historia, es
decir, entre el vaticinio y su cumplimiento, se ha ido asentando en la mente de
muchos que tales vaticinios hay que tomarlos así, cum mica salis, sin esa precisión, concreción y determinación, que arrojan las palabras, y
que a vueltas de infinitos ditirambos idealistas y rasgos nacionalistas de
poetas orientales, sería arbitrario el pretender descubrir en esos vaticinios
algo más que un común vago fondo
mesiano, como un substratum, nada más
que un substratum, de la nueva
economía.
Es pacífico que se llegue a esa conclusión, no
discurrimiento, a priori partiendo de
algún principio cierto de hermenéutica, que no existe, sino a posteriori, en vista del
incumplimiento, o cumplimiento inadecuado, de tales vaticinios según la letra,
sin sospechar siquiera, que se pudo errar en la aplicación de ellos a un tiempo
que no era el suyo, y que lo que no se ha cumplido hasta hoy, se podría cumplir
algún día. "Distingue tempora et concordabis jura", decían los
juristas romanos: "Distingue tempora et concordabis vaticina",
decimos y repetimos nosotros. Lo que no se ha cumplido aún, se cumplirá algún
día, lo cual no quiere decir que no se haya de cumplir en Cristo y su Iglesia,
pues "Jesucristo es el mismo ayer y hoy y por los siglos" (Hebreos XIII, 18)[1].
Admitida la vigencia del sentido literal en toda la Escritura Santa, lo
mismo en la profecía que en la historia, y en vista del cumplimiento exacto de
tantos vaticinios, según es dado comprobar por las citas del Nuevo Testamento,
nosotros a la letra del sagrado texto nos atenemos universalmente, según el
principio básico de hermenéutica. Eso sí, a esa letra veneranda, unas veces la
tomamos en sentido propio y otras en sentido trasladado según las exigencias
del texto y del contexto, pero de una o de otra manera, en evitación de
arbitrariedades, hay que salvaguardar las exigencias de la letra, ya
gramaticales, ya retoricas, ya sobre todo lógicas, dentro siempre de la
analogía de la fe y de las orientaciones de la Iglesia.
Ninguna de las cuatro soluciones
dadas responde bien a tales exigencias. De ahí la necesidad de excogitar otra.
[1] Completamente de acuerdo con lo que dice el autor.
Agreguemos de
nuestra parte una pequeña observación.
Básicamente hay dos modos, además del literal
crudo, de interpretar las profecías no cumplidas:
a) La primera dice: “ésto no se ha cumplido literalmente en Israel (v. gr. las promesas de liberación), ergo,
se cumplieron alegóricamente de otra
manera (v. gr. en la Iglesia)”.
Lacunza dirige prácticamente toda su obra para refutar este tan extendido modo
de pensar, diciendo que el raciocinio debe ser: “ésto no se ha cumplido
literalmente, ergo se cumplirá literalmente”.
Sentido común.
b) El segundo, y un tanto más sutil, dice: “ésto no se ha cumplido ni hay posibilidad que se cumpla
literalmente (v. gr. la destrucción de Babilonia), ergo se cumplirá de otra manera (v. gr. con la destrucción de Roma o
alguna otra urbe dominadora de los pueblos)”.
Decimos que es
más sutil porque en el primer caso es fácil probar que las profecías que miran
a Israel tampoco se han cumplido en la Iglesia tal como está profetizado puesto que las mismas la rebasan por
completo; en cambio el segundo razonamiento, del cual no está exento Lacunza, tiene a su favor que admite la
literalidad de los vaticinios pero la aplica a otra realidad, más ajustada con el presente y por lo
tanto, el único recurso que queda para rebatir ese argumento es negar
absolutamente la imposibilidad del
suceso y apelar a la letra de la Revelación a
expensas de lo que ven nuestro ojos.
Sin dudas esto
equivale casi un salto al vacío, pero el estudio de las Escrituras nos ha convencido
de una rigurosa exactitud y literalidad en las palabras, y no solamente en lo
que concierne a las profecías, ¿por qué, pues, habremos de cambiar en esta
ocasión?