CONCLUSIÓN DE LA PRIMERA PARTE
Como colofón a todo lo
expuesto pongamos de resalto el nudo central de todo este drama y su desenlace
fulminante.
El mundo todo estaba en
poder de Satán, a quien por eso se llama repetidas veces el "Príncipe de
este mundo" (Jn. XII, 31; XIV, 30;
XVI, 11; cf. Ef. VI, 12), y por
vivir con él en infame contubernio, especifica San Juan que "el mundo entero está
bajo el Maligno" (I Jn.
V, 19). Vino Cristo a deshacer ese
contubernio infame: "Para esto se manifestó el Hijo de Dios: para destruir las obras del
diablo" (I Jn. III,
8). Pudo condenar a ambos igualmente, mas optó por separarlos, dando al diablo
sentencia de expulsión del mundo, y al mundo un plazo de salud (II Pet. III, 15; II Corintios VI, 2
etc.), para que volviera a su Hacedor y Salvador: "Ahora es el juicio de este mundo, ahora el príncipe de este mundo será
expulsado y Yo, una vez levantado de la tierra, lo atraeré todo hacia Mí"
(Jn. XII, 31 s.; cf. Heb. II, 14). En el depósito de la fe
hay, pues, un hecho indubitable, y es la
sentencia de reclusión que pesa sobre el diablo, y la amenaza consiguiente
contra el mundo si no se da por entendido (cf. Jn. XVI, 8-11).
Desde la aparición de Cristo entre los hombres, el diablo no tiene sobre
el mundo más que un dominio precario, que se irá restringiendo poco a poco con
la acción constante de la Iglesia, mientras dura el pazo de gracia concedido al
mundo[1].
Pasado este plazo, a la obra lenta de
la Iglesia sucederá la obra violenta
del Señor en su parusía, "en llamas de fuego,
tomando venganza en los que no conocen a Dios y en los que no obedecen al
Evangelio" (II Tes.
I, 8), juicio inter vivos, de un carácter eminentemente
social, que según expusimos oportunamente, se desdobla en varios actos
sucesivos. Paralelos a éstos hay una serie de actos misteriosos, ordenados a la
expulsión efectiva del demonio, con que se le arroja primero del cielo a la
tierra (Ap. XII, 7-17) y luego de la
tierra al abismo (Ap. XX, 1-3), como
actualmente pide la Iglesia de continuo, y su oración no puede quedar
defraudada.
El cielo de que es
arrojado primeramente Satán, es el lugar simbólico de la Iglesia[2], donde aparece a San Juan la simbólica mujer
apocalíptica (Ap. XII), "mas la Jerusalén de arriba… que es nuestra madre"
(Gal. IV, 26), a tenor de estas
otras palabras del Apóstol "nuestra ciudadanía está en los cielos" (Fil. III, 20). Ahí vienen variamente
connotados los hijos de la libre. En la tierra, por el contrario, se simbolizan
los hijos de la esclava, "los hijos de Agar, que van en busca de la
prudencia que procede de la tierra" (Bar.
III, 23), o sea los poderes mundanos, más o menos hostiles a la Iglesia. Pero aun de ahí será excluido Satán, cuando
aniquilados los estados apóstatas, o renuentes, en el inicio universal de las
naciones, se le hunda, por modo de decir, la tierra bajo los pies, se le
precipite en el abismo, que es su propio lugar bien merecido.
Excluido Satán del cielo y de la tierra, ocupan felizmente su lugar el
Cristo vencedor y los santos vencedores (cf. Ap. II, 26 ss.; III, 21). A la
atmósfera maléfica, invisible, pero eficaz, del demonio y sus satélites (Ef.
VI, 12), se sustituye esta vez la atmósfera benéfica, invisible también y mucho
más eficaz, de Cristo Rey y de los santos correinantes, en un reinado, que por
razón de los vasallos, es aún de condición terrestre, limitado en el tiempo y
sujeto a ciertas vicisitudes humanas (Ap. XX, 7 ss.),
para continuar después del juicio final (Ap.
XX, 11 ss.) en un orden inmutable y eterno (Ap. XXI-XXII[3]).
[1] Énfasis nuestro. Realmente es increíble encontrar semejante afirmación
en este autor.
[2] ¿Hasta cuándo seguirán los exégetas aplicando literalmente el capítulo XII
del Apocalipsis a la Iglesia o a la Virgen?
[3] En realidad los capítulos
XXI-XXII no son posteriores al Milenio sino su descripción.