Nota teológica del autor
No hemos querido
interrumpir nuestra meditación de los textos de la Escritura para examinar el
grave problema que plantea el principio teológico bien conocido: "Todas
las veces que la Santísima Trinidad obra fuera de sí misma, ad extra,
las tres Divinas Personas obran per modum unius, por la única operación
de su única naturaleza divina." Teniendo esto en cuenta, ¿será siempre
posible admitir verdaderas relaciones del alma con una de las Divinas Personas?
Desde luego es evidente
que no puede ser el caso de encarar relaciones del alma con una de las
Personas, con exclusión de las otras. La Trinidad es una e indivisible.
Mas ¿sería posible tener relaciones objetivas con una Persona Divina, en
tanto cuanto se distingue de las demás?
No coloquemos sobre el
mismo plano dos órdenes de relaciones que existen entre Dios y su creatura:
1) El movimiento que nos
atreveríamos a llamar "de alto abajo", es decir de Dios a su
creatura.
2) El movimiento "de
abajo arriba", es decir de la creatura que sube hasta Dios.
En el primer movimiento,
no cabe duda alguna de que tales relaciones son posibles. En tanto cuanto un
acto dimana de la causalidad divina, tiene por principio la naturaleza
divina común a las tres Personas. Por ejemplo, la adopción es obra de la
Trinidad Santísima. Si llega, pues, el caso de atribuir tal perfección, tal
operación a una de las Personas, queda bien entendido que usamos del
procedimiento que en el lenguaje teológico se llama la apropiación.
Pero no queda agotada la
cuestión cuando se ha considerado un acto desde el punto de vista de su causa.
Hay que considerar en seguida el efecto producido en la creatura por el acto
divino, analizar la nueva relación que por él se establece en el alma con
respecto a Dios. La Encarnación es ciertamente la obra de una acción común a
las tres Personas. Con todo, en el término de la operación, como resultado de
esta acción, la naturaleza humana de Cristo queda unida solamente a la Persona
del Verbo.
Ahora bien y precisamente,
¿de qué modo se opera el movimiento de vuelta de la creatura hacia su Dios?
¿Acaso no es por medio de Jesucristo, Verbo encarnado, "uno de los
Tres", el Hijo por naturaleza, que asumió nuestra naturaleza humana y se
entregó por nosotros a fin de conferirnos el poder de llegar a ser, por gracia
de adopción, los hijos de Dios? Por una comunicación de su propia vida de
gracia, de esa gracia santificante que adorna su alma de Hijo y que es el
principio de la caridad que tiene para con su Padre, Cristo nos une a Sí y
quiere llevarnos hasta su Padre para hacernos entrar bajo sus auspicios, pero
como hijos adoptivos, en el movimiento de vida que en el seno de la Trinidad
lleva al Hijo por amor hasta el seno del Padre.
"Por Él es por quien tenemos cabida unos y otros con el Padre, unidos en
un mismo Espíritu" (Efesios, II, 18), en "ese Espíritu del Hijo que
clama en nuestros corazones; ¡Padre!" (Gálatas, IV, 6), para hacernos
"conformes a la Imagen del Hijo" (Romanos, VIII, 9) según el designio
eterno del Padre.
(Ver los artículos del
señor Catherinet en el "Ami du Clergé", del 12 de mayo de 1932
(crónica de Teología Ascética y Mística) y en "La Vie Spirituelle",
del 19 de mayo de 1934.)
*
El carácter técnico de la
Nota anterior pudiera dar lugar a que algún lector se imaginase que Dios no ha
obrado sino en cuanto esencia divina, siendo que el magisterio de la Iglesia, a
la luz de las Sagradas Escrituras, nos descubre en su tratado teológico de las
Misiones divinas el admirable concierto de operaciones exteriores que se
realizan por las Tres Personas en orden a la salvación del hombre. Esto se ve
claro en la encarnación redentora, la cual aparece como "obra de la
voluntad del Padre por la cooperación del Espíritu Santo" (Canon de la
Misa), y asimismo al tratarse de la efusión de la gracia por parte del
Espíritu Santo, en orden a la santificación del cristiano.
La elevación del hombre al
orden sobrenatural ha exigido de Dios Padre el envío sucesivo de las otras dos
personas divinas, como lo considera el magisterio en el
referido tratado teológico. Allí queda establecido que "las misiones
siguen el orden de las procesiones", con lo cual contemplamos asombrados
cómo el misterio de la redención y santificación del hombre hunde sus raíces en
la vida íntima de la Augusta Trinidad. Y así hemos de creer, de acuerdo con
el magisterio infalible:
Que el Padre envió
a su Hijo, y que nos lo da; que el Hijo no puede ser enviado ni dado por ningún
otro que no sea Aquel de quien procede, es decir, El que lo engendra de toda
eternidad; que el Padre no puede ser enviado, porque no procede de ningún otro,
siendo como es ingénito, innascible, Principio sin principio; que el Espíritu
Santo no puede enviar a otra persona, porque no es principio de ninguna de
ellas, y que tiene, en cambio, misión del Padre y del Hijo, pues procede de ambos.
(Ver Suma Teológica, 1° parte, cuestión 43.)
Toda esta enseñanza
del magisterio eclesiástico nos muestra que la distinción de Personas es
elemento fundamental de la piedad cristiana, como lo profesa la Iglesia en su
culto, dirigiéndose al Padre, por el Hijo, en la unidad del Espíritu Santo. El
Prefacio de la Trinidad nos llama a distinguir en las Personas sus respectivas
propiedades.
Está definido por el
magisterio infalible contra los albigenses (IV Conc. Lat.; Denz. 431) que no
puede atribuirse a la divina esencia una acción que no sea la que ejercen las
Divinas Personas, porque eso equivaldría a creer en un cuarto Supósito, que no
fuese ni el Padre, ni el Hijo, ni el Espíritu Santo. (N. del T.)