Su puesto en la Iglesia.
Si
el estado religioso no es sino la profesión exterior de la renuncia perfecta,
que es la esencia de la santidad cristiana, por sus mismas raíces entra dentro
de la nota de santidad de la Iglesia.
Por este estado profesa la Iglesia públicamente la santidad a que quiere
elevar a todos sus miembros. En efecto, a esta Esposa inmaculada de Jesucristo
le conviene hacer esta profesión ya desde la vida presente en aquellos de sus
miembros que son como su parte superior por la excelencia de su virtud o por la
dignidad de su vocación; y por esto el episcopado, como el estado religioso,
está llamado a un estado de perfección y obliga especialmente a la santidad, es
decir, a la perfección de la caridad[1].
El
estado religioso, así considerado en las relaciones que tiene con la santidad
misma de la Iglesia, no es, por tanto, en ella un mero accesorio y como un
vestido de lujo del que puede privarse la Esposa de Jesucristo.
Este estado es la Iglesia misma en su parte más excelente; es la
Iglesia, que comienza en sus elementos más nobles lo que se realizará un día plenamente
para toda la multitud de sus hijos en la gloria del cielo, donde no tendrán ya
«más que un corazón y un alma» en la sola voluntad divina, donde toda la
posesión de los bienes perecederos habrá pasado con la figura de este mundo, donde
todos no tendrán más que un solo tesoro en las riquezas inagotables de la
divinidad. Así el estado religioso, lejos de ser un mero accidente superfluo,
es, por el contrario, lo que hay de más sustancial y de más acabado en la
sustancia de la Iglesia.
Así pues, atacarlo en la doctrina o con la violencia no es atacar a
algunas ramas inútiles para la vida del árbol plantado por Jesucristo; no es,
como han osado decir algunos, fortificar el tronco y las ramas principales
enviándoles una savia que de lo contrario se extravía, sino que es atacar a la
Iglesia misma y atacarla en el corazón; es querer obstruirle las vías públicas
y ordinarias de la santidad, que es la más excelente de sus notas esenciales.
El estado religioso así concebido forma hasta tal punto parte de la
esencia de la Iglesia, que naturalmente «comenzó con ella, o más bien ella
comenzó por él»[2].
Tal
es la enseñanza común de los doctores y de los Papas
Los apóstoles fueron los primeros religiosos[3], los primeros fieles, aprendiendo de ellos, se
elevaban a porfía a este santo y perfecto estado de pobreza y de renuncia, según
la medida de la gracia otorgada a cada uno.
La Iglesia naciente de Jerusalén ofreció al mundo, por algún tiempo, el
ejemplo del desasimiento perfecto de las riquezas terrenas, aunque sin hacerlo
obligatorio para cada uno de sus miembros (Act. IV, 32.34-37).
Ya
en aquellos tiempos primitivos el estado religioso, esa perfecta conformidad
con la persona misma de Jesucristo en su vida mortal, reproducida por los apóstoles como
por tantos fieles e imágenes vivas del divino Modelo, se propagó por el mundo entero
con las Iglesias que nacían por todas partes.
El
Espíritu Santo, que es el alma de la Iglesia universal, suscitaba en todas
partes las aspiraciones a la vida perfecta y los sagrados compromisos de
practicarla, sin que todavía formase el estado religioso un cuerpo distinto en
el mundo. Era en cada Iglesia como la levadura misteriosa que mantenía el vigor
de la caridad; era como el centro y el núcleo sustancial de aquellos astros
nacientes en el nuevo cielo de la Iglesia católica.
Siendo
ello así aparecía efectivamente la vida religiosa en el clero y en el pueblo, para
sostener y elevar al uno y al otro a la santidad.
Los
laicos que lo abrazaban, como hemos dicho en un capítulo precedente, eran llamados
ascetas y sin separarse del resto del pueblo formaban en las Iglesias «la parte
más noble de la grey de Cristo»[4].
Los
clérigos por su parte se esforzaban con santa emulación en practicar la vida
apostólica, de la que les habían dado ejemplo los primeros obispos, discípulas
de los apóstoles.
Las
palabras de san Pedro, cabeza del colegio apostólico: «Nosotros lo hemos dejado
todo» (Mt XIX, 27), no cesaban de resonar en los oídos de los pontífices y de
los ministros de la jerarquía como el tipo y compendio perfecto de la vida
eclesiástica. Ellos avanzaban más o menos por este camino. Gran número de los
mismos alcanzaban la cumbre; y si, debido a la flaqueza humana, no se imponía a
todos la perfección del desasimiento religioso, sin embargo, se les proponía
suficientemente, siendo la invitación más apremiante en los grados superiores
de la jerarquía clerical.
Las exigencias de una profesión exterior de los consejos evangélicos
eran, pues, naturalmente más rigurosas a medida que se elevaba uno en el orden
eclesiástico. El desprendimiento de los bienes de este mundo, con los derechos
a las limosnas de los fieles que daba este desprendimiento, crecían con el
rango; la obediencia era más extensa, y toda la actividad individual estaba más
ligada al servicio de Dios; finalmente, la castidad perfecta, aconsejada a
todos, se imponía más rigurosamente a los obispos, a los sacerdotes, a los diáconos
a los subdiáconos[5], y
en este punto los debilitamientos de la disciplina en Oriente no llegaron nunca
hasta afectar al episcopado: hasta tal punto es cierto que existe una secreta y
natural proporción y como una relación necesaria entre la jerarquía sacerdotal
y la profesión de los consejos evangélicos.
Cada
Iglesia conservaba, pues, en su seno desde los orígenes de la religión cristiana
y como la parte más sustancial de los discípulos de Jesucristo, a personas consagradas
a Dios bajo uno u otro título de ascetas o de clérigos, cosa que declaraba un
antiguo concilio con estas palabras: «las gentes de Iglesia, clérigos o
ascetas»[6].
Esta expresión de la antigüedad contiene en germen la célebre
distinción, que no tardaría en establecerse en el estado religioso plenamente
desarrollado, entre el orden canónico y el orden monástico. La religión de los
ascetas vino a ser el orden monástico, y
la religión de los clérigos vino a ser el orden canónico.
Conviene
seguir en la historia el desarrollo de una y otra de estas dos grandes ramas primitivas
del estado religioso.
[1] Santo
Tomás,
II-II, q. 184, a. 5; Opúsculo 18, Sobre la perfección de la vida espiritual,
c. 18.
[5] San
Siricio (384-399), Carta 1, c 7-B; PL. 13, 1138-1142. San
Inocencio I (402-417), Carta 2, a Victricio, obispo de Ruán; PL 20, 469-481. San León (440-461), Carta
14, a Anastasio, obispo de Tesalónica, 4; PL 54, 672. Id., Carta 167 a
Rústico obispo de Narbona, 3; PL 54, 1204, San Epifanio, Contra las herejías,
59, 4; PG, 41, 1022-1026.