domingo, 5 de octubre de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. Las operaciones Jerárquicas en la Iglesia Particular. Cap. XI (I Parte)

Naturaleza del estado religioso.

Y en primer lugar, ¿qué es el estado religioso?
El estado religioso es una profesión exterior de la perfección cristiana.
Sustancialmente no es de otra naturaleza que el cristianismo; únicamente es su perfección.
No rebasa los compromisos del bautismo; únicamente es su cumplimiento total y perfecto.
El estado religioso es, por tanto, propiamente un estado de perfección y de santidad cristiana.
Ahora bien, ¿qué es la santidad en la Iglesia?
Es el comercio de la perfecta caridad establecido entre Dios y el hombre por el misterio de la redención; es la perfección del amor en la perfección del sacrificio. Sobrevienen el sacrificio y la muerte, y la santidad de la Iglesia es su fruto. Dios amó al hombre hasta la muerte. Se entregó a la muerte por el hombre.
Al hacerlo fue el primero en amar (cf. I Jn IV, 9-10; Rom V, 8). Era como una provocación del amor infinito, amor que fue hasta el fin, pues morir es la última consumación del amor (Jn. XIII, 1).
La Iglesia, a su vez responde a esta provocación del amor con «una respuesta de muerte». Ama a su vez hasta la muerte, y toda la santidad, en que se expresa el amor, se consuma en la muerte. Es, por tanto, necesario que la Iglesia dé esta respuesta de muerte en todos sus santos. Lo hace primeramente en los mártires. Lo hace luego por un martirio incruento en los santos confesores. En efecto, sólo llegan a la santidad los que mediante una muerte espiritual se separan del mundo y de todo objeto terrenal y perecedero.
Ahora bien, como todos los cristianos están llamados a la santidad, el bautismo, en el que se sumerge la Iglesia entera, entraña el compromiso de esta muerte para todos los fieles y contiene su misterio en una sepultura mística (cf. Rom VI, 1-14).
La profesión religiosa, que no es sino un estado de perfección del cristianismo, no va más allá de este compromiso, puesto que en el amor no hay nada que vaya más allá de la muerte; no rebasa la vocación divina del bautizado a la muerte del hombre viejo, y por ella a la vida de la nueva humanidad, que es la vida de Jesucristo en cada uno de sus miembros; pero es el cumplimiento perfecto de esta vocación, cumplimiento al que obliga al hombre ya en esta vida presente.
La santidad es, por tanto, en cierto sentido idéntica con el estado religioso; en efecto, la esencia de éste consiste en ser una profesión exterior de santidad, y la Iglesia, que es toda santidad, está toda entera llamada en este sentido a este estado al que toda entera ha de llegar un día (cf. Ap. XXI, 2).
Efectivamente, el estado religioso es la profesión de la castidad perfecta. Por la obediencia es la adhesión perfecta, exclusiva y definitiva a la voluntad de Dios en todo y en todas partes. Por la pobreza es la renuncia total a los bienes de este mundo y a la propiedad particular.
Ahora bien, en el cielo todos los elegidos son consumados en este estado de una manera sobre-eminente.
Entrando en participación de las nupcias virginales del Cordero, gozan de una pureza eterna, y allí ya no tiene lugar el estado del matrimonio, tan honorable acá abajo: «En la resurrección no se toma mujer ni marido, sino que se es como los ángeles en el cielo» (Mt. XXIII, 30).
En el cielo no tienen ya los elegidos propiedad alguna en los bienes de este mundo, destinado a perecer por el fuego. Lo tienen todo en común, y su tesoro, que es la riqueza de Dios, les pertenece sin partición.
En el cielo no tienen ya los elegidos otra voluntad que la voluntad de Dios, percibida en la clara visión de su corazón y abrazada con la plena y total adhesión de la caridad consumada. Así están todos fundidos en uno sin tener «más que un corazón y un alma» (Act. IV, 32) en esa adhesión a la única voluntad.
La vida religiosa es, en el tiempo presente, un comienzo y una anticipación en algunos del estado común a todos los elegidos en la eternidad. Los padres nos muestran a los religiosos buscando en la vida futura el modelo de su vida presente[1]. Por la castidad entran en las nupcias eternas; por el desasimiento y la santa pobreza ponen su haber en Dios, son sus herederos y, por un feliz trueque, entran en alguna manera en posesión de la herencia. Fijan en Él su voluntad por la obediencia. Finalmente, la estabilidad de su profesión imita, en cuanto es dado al hombre en este mundo, y comienza el reposo inmutable en la posesión del soberano bien.
Pero como en la flaqueza presente se administran al hombre las cosas divinas bajo signos y velos, el estado religioso se mantiene en esta condición de la Iglesia de aquí abajo; hay como sombras en las luces, por lo cual la unión de las voluntades con la de Dios en la obediencia religiosa, que es el fundamento principal de este estado, se efectúa mediante una sumisión a esta voluntad significada exteriormente, y esta voluntad divina se da a conocer, como en un sacramento, por los elementos sensibles de las reglas y de las órdenes de los superiores.
El estado religioso, anticipación imperfecta del estado de consumación de los elegidos, reposa, pues, sobre este fondo común del cristianismo; en efecto, el bautismo va hasta ahí, puesto que contiene el misterio de nuestra santificación, y la Iglesia no llega a la santidad en todos sus miembros sino elevándolos hasta ahí.
¿Qué son, en efecto, las divinas leyes del bautismo, en el que ha entrado la Iglesia entera? La Sagrada Escritura nos lo muestra como una muerte perfecta, una sepultura, una vida nueva y totalmente celestial (Rom. VI, 3-13).
Dios, sin embargo, teniendo consideración con las condiciones de la Iglesia en este mundo, con las necesidades del estado presente, con la flaqueza de los hombres, por divina condescendencia no impuso la vida religiosa durante la vida presente a todos los fieles bautizados, reservando para la vida futura la coronación de esta obra. Pueden, por tanto, quedarse de este lado de la meta con tal que no renuncien a avanzar hacia tal término y a alcanzarlo un día. Porque, por lo menos a la hora de la muerte, deberán todos abrazar la obediencia perfecta y la renuncia perfecta a los bienes de este mundo. En la muerte recibirán los frutos de su bautismo, y para llegar a la revelación de los hijos de Dios que entonces tendrá lugar no deberán ya distinguirse de los religiosos en la perfección de los sacrificios y de las separaciones; y si todavía quedan algunas huellas demasiado profundas de apego temporal a las cosas de la tierra, si el alma se ha contaminado en alguna manera al contacto con los bienes terrestres, los sufrimientos del purgatorio vendrán a consumar la obra purificadora de la muerte para presentarlos dignos y acabados a la bienaventurada profesión de la santidad eterna en el seno de Dios.
Así el estado religioso se esfuerza desde la vida presente por acercar a la santidad futura los que Dios, con una elección de predilección, ha escogido para esta bienaventurada anticipación[2].
Pero ¿no puede haber, incluso ya en esta vida, santidad o perfección cristiana fuera de este estado?
Ciertamente no puede haber santidad propiamente dicha o perfección fuera de las renuncias perfectas que son el objeto de esta excelente profesión.
Pero una cosa es la profesión exterior de estas renuncias, que constituyen el estado religioso, y otra es la renuncia misma. Ésta puede tener lugar en las profundidades del alma aun fuera de la profesión exterior, que es un compromiso público contraído frente a la Iglesia. O, si se quiere insistir en esta comparación[3], así como la teología distingue a propósito de la Iglesia católica entre el cuerpo de la Iglesia formado por los que le pertenecen por la profesión exterior, y el alma de la Iglesia, que abraza a todos los que le están unidos en la fe y en la caridad, así esta parte más excelente de la Iglesia, esta tropa bienaventurada que practica la renuncia perfecta por amor, que abraza generosamente los consejos evangélicos y forma en ella el estado de la perfección cristiana, tiene también como un cuerpo y un alma.
El estado público de religión es como el cuerpo, y los santos que no son religiosos por la profesión exterior pertenecen, por decirlo así, al alma de este estado de renuncia y de perfección. Porque, según las divinas exigencias de la santidad y de esta bienaventurada muerte espiritual, realizan la palabra del Apóstol; poseen como quien no posee; compran sin poseer; están en el estado del matrimonio como sin estar en él; usan de este  mundo como sin usar de él, por la disposición interior de sus almas (l Cor. VII, 29-31). Y así son pobres en las riquezas, están ligados a la voluntad de Dios en la independencia aparente de su estado, y siendo libres se hacen esclavos de Cristo. Así observan perfectamente los consejos a la manera que conviene a los designios de Dios sobre ellos; no están divididos entre Dios y el mundo como los seglares imperfectos y pertenecen invisiblemente al estado de renuncia perfecta, del que no hacen profesión exterior.
Y hasta nos atrevemos a decir, llevando más adelante nuestra comparación: así como los malos cristianos, infieles a su bautismo, pertenecen al cuerpo de la Iglesia sin pertenecer a su alma, as también — desgraciadamente — ciertos religiosos son imperfectos en un estado público de perfección; pero como los malos cristianos serán repudiados en el juicio final y verán cómo los elegidos ocultos de la gentilidad ocupan los puestos abandonados por ellos, así estos religiosos verán cómo oscuros seglares les preceden en la gloria porque acá abajo les habrán precedido en los caminos de la perfección y de la santidad.





[1] San Ambrosio (339-397), De la virginidad, l. 1, c. 3, n. 11; PL 16, 202: "¿Cómo podría el espíritu humano comprender una virtud que está fuera de las leyes de la naturaleza? ¿En qué términos podría expresar la naturaleza lo que está por encima de ella? Al cielo fue la virginidad a buscar el modelo que imita en la tierra. No sin razón pidió al cielo su regla de vida, puesto que en el cielo halló un Esposo. La virginidad se eleva más alto que las nubes, que la atmósfera,  que los ángeles y que los astros; va a buscar al Verbo de Dios en el seno mismo del Padre y allí lo aspira a pleno pulmón... Finalmente, y no lo digo de mí mismo, "aquellos y aquellas que guarden la virginidad serán como los ángeles de Dios en el cielo" (Mt. XXII, 30). No se sorprenda nadie de oír comparar con los ángeles a almas que son las esposas del Señor de los ángeles. ¿Quién osará negar que tal género de vida viene del cielo...?".

[2] San Bernardo (1090-1153), Apología a Guillermo, c. 10, n. 24; PL 182 912: «Ningún orden es más semejante a los órdenes de los ángeles que el orden de los monjes y de los religiosos, ninguno se aproxima más a lo que será en el cielo Jerusalén, nuestra madre, tanto por razón del honor de la castidad corno por razón del ardor de la caridad.»

[3] Nota del Blog: aquellos que estén familiarizados con lo que hemos publicado de Mons. Fenton comprenderán que esta comparación es bastante imperfecta. De todas formas no deja de ser más que eso y está clara la mente del autor en cuanto a lo que quiere decir.