Significación del Fenómeno del Pentecostés Apostólico,
por Ramos García
Nota del Blog: El siguiente artículo del P. Ramos García está tomado de la Revista Estudios Bíblicos, vol. III (1944), pag. 469-493.
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INTRODUCCIÓN
Novedad única del místico fenómeno
Hay un fenómeno singular, con que se abre el libro de los Hechos Apostólicos, y es la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles y cuantos con ellos se hallaban reunidos en el Cenáculo el día de Pentecostés.
Conocéis el fenómeno: un gran ruido venido de lo alto, como de viento impetuoso, señal de la presencia del Espíritu Santo; la aparición de lenguas como de fuego sobre cada uno de los presentes, que quedaron henchidos del Espíritu divino; la manifestación de este mismo Espíritu en los Apóstoles, que de rudos quedan hechos sabios, etc., y comienzan a hablar en varias lenguas. La sustancia del fenómeno de Pentecostés está, pues, en una comunicación del Espíritu a los presentes, según que de maneras varias se manifiesta su presencia. Mas con ser tan misteriosa esa comunicación, no es eso lo que constituye la especial dificultad del fenómeno, sino la novedad nunca vista con que se le presenta. Trátase de una cosa enteramente nueva, término de una expectación secular, objeto perenne de muchas profecías.
Esta novedad solemne es la que tan altamente proclaman las palabras de San Pedro:
“Esto es lo que fue dicho por el profeta Joel: “Sucederá en los últimos días, dice Dios, que derramaré de mi espíritu sobre toda carne; profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas, vuestros jóvenes tendrán visiones y vuestros ancianos verán sueños. Hasta sobre mis esclavos y sobre mis esclavas derramaré de mi espíritu en aquellos días, y profetizarán, etc.” (Hech. II, 16-18; cf. Jl. II, 28 s.)
Y no sólo Joel, sino también Ageo (II, 6) y Ezequiel (XI, 19; XVIII, 31; XXXVI, 26-27) y antes que todos Isaías (XLIV, 3; LXIII, 11) anuncian el prodigioso evento, ni son éstas las únicas autoridades que aluden a este singular fenómeno, como propio y peculiar de los tiempos messianos.
Según se ve, el fenómeno se presenta como algo nuevo, singular, objeto de secular expectación, realización cumplida de antiguos vaticinios, algo sin duda muy importante y trascendente. Veamos, pues, en qué consiste la novedad, singularidad, importancia y trascendencia del fenómeno del Cenáculo, por todos admitida, aunque no explicada suficientemente.
I.- ¿DÓNDE ESTÁ LA NOVEDAD DEL FENÓMENO?
SUMARIO. — El Espíritu se daba antes de entonces. — El “nondum erat Spiritus datus" de San Juan. — Las repetidas promesas de Jesús. — El Espíritu recibe del Cristo; el hombre recibe del Espíritu. — Tesis Paulina de la justificación por la fe. — Contraste entre la Nueva y la Vieja Economía. — San Pablo y San Juan por la efusión del Espíritu en el A. Testamento. — ¿Son contrarios a sí mismos y a San Lucas? — De Caribdis a Escila. — La cuestión en toda su crudeza y el principio para resolverla.
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Fenómeno singular he llamado al fenómeno místico del Cenáculo. Mas ¿qué clase de singularidad es ésa que se resuelve en ensueños, visiones y profecías? Es verdad que todas esas son manifestaciones del Espíritu presente en el alma de los agraciados; mas ¿qué novedad implica esa presencia? ¿Por ventura el Espíritu Santo no se había comunicado hasta entonces a los hombres? Se da por averiguado que sí, y eso de muchos modos y maneras, unas para la santificación propia del sujeto y otras para utilidad de los demás.
Ese Espíritu de santificación es el que pedía David, cuando decía arrepentido:
“Crea en mí, oh Dios, un corazón sencillo, y renueva en mi interior un espíritu recto. No me rechaces de tu presencia, y no me quites el espíritu de tu santidad. Devuélveme la alegría de tu salud; confírmame en un espíritu de príncipe” (Sal. L, 12-14).
De ese Espíritu estaba lleno José (Gen. XLI, 38), y Moisés (Num. XI, 25) y los profetas todos, que, inspirados por él, hablaron en su nombre (II Ped. I, 20-21). Y esa comunicación se les hacía a veces con toda la ostentación espectacular de los coros de profetas dirigidos por Samuel (I Rey. X, 10 s.; XIX, 23 s.). Ni se limitaba al pueblo de Israel, sino que este Espíritu de verdad y santidad se difundía sin distinción por las generaciones todas de los hombres, según estas palabras de la Sabiduría:
“El Espíritu del Señor llena el mundo universo” (Sab. I, 7).
“Se derrama por las naciones, entre las almas santas, formando amigos de Dios y profetas” (Sab. VII, 27).
¿Qué queda, pues, de la novedad y singularidad de la comunicación espiritual del día de Pentecostés? Queda toda en su integridad virginal, pues según San Juan Evangelista ni aun siquiera había habido una tal comunicación hasta entonces:
“Aún no había Espíritu, por cuanto Jesús no había sido todavía glorificado” (Jn. VII, 39).
Esto es realmente desconcertante. ¿Qué se hizo, pues, de lo que vino sobre María en la anunciación (Lc. I, 35) y sobre Jesús en el bautismo? (Lc. III, 22; Mat. Mc. par.). Y si se quiere que éstos sean casos de excepción, no se podrá decir lo mismo de Isabel y Zacarías (Lc. I, 41.67), de Simeón y Ana (Lc. II, 25.36) y de tantos otros, en quienes se continúa la tradición carismática de la Antigua Economía.
Y, sin embargo, Juan evangelista, con ser el postrero en la serie de los profetas (cf. Apoc. X, 7), que es decir de los hombres que a través de los siglos estuvieron en más estrecha comunicación con el Espíritu, parece ignorar todo esto, y afirma categóricamente que en vida de Cristo aún no había sido dado el Espíritu, porque Jesús no había sido aún glorificado; e introduce luego al Maestro, prometiéndonos una y otra vez el Espíritu consolador, Espíritu de verdad y santidad, sólo para cuando él se vaya a la gloria:
“Os conviene que me vaya; porque, si Yo no me voy, el Intercesor no vendrá a vosotros; mas si me voy, os lo enviaré” (Jn. XVI, 7; cf. XIV, 16.-17.26; XV, 26; XVI, 13 ss.).
Es que el Espíritu Santo ha de ser el gran repartidor de las riquezas de Cristo, - “tomará de lo mío” (Jn. XVI, 14-15)- y ese tesoro de que todos recibimos — Y de su plenitud hemos recibido todos (Jn. I, 16)— no estará completo sino con la pasión y muerte del Señor. Es preciso, pues, que el Cristo padezca, y así entre en su gloria (Lc. XXIV, 26), y sólo entonces estará en situación de mandarnos el Espíritu Santo y con él todos sus dones y gracias, que son también dones y gracias de Cristo, es decir, la gracia y la verdad, de que Cristo está lleno y es autor.
Y, primeramente, Cristo está lleno de gracia y de verdad o, lo que es lo mismo, tiene en sí la plenitud del Espíritu:
“Y nosotros vimos su gloria, gloria como del Unigénito del Padre— lleno de gracia y de verdad” (Jn. I, 14).
“Aquel a quien Dios envió dice las palabras de Dios; porque Él no da con medida el Espíritu” (Jn. III, 34).
Y así pudo afirmar de sí el mismo Cristo:
“Las palabras que Yo os he dicho, son espíritu y son vida” (Jn. VI, 63).
En segundo lugar, Cristo es el autor de la gracia y la verdad, en cuanto nos ha merecido su participación por el Espíritu, y sólo así la gracia y la verdad, o comunión con el Espíritu Santo, se presenta en San Juan como una cosa nueva y única, obra peculiar de Cristo Redentor, en oposición a la vieja Ley, que es la obra de Moisés:
“Y de
su plenitud hemos recibido todos, a saber, una gracia correspondiente a su
gracia. Porque la Ley fue dada por Moisés, pero la gracia y la verdad han
venido por Jesucristo” (Jn. I ,16-17).