Bien. Estas fueron las siete
autoridades citadas por Jerónimo para probar que ya había venido el Mesías. Los
Rabinos impugnaron al principio las dos últimas como no auténticas, si bien más
adelante reconocieron la última.
Ahora bien, reconocidas las
autoridades citadas, la única opción que tenían era darle otra interpretación,
que fue exactamente lo que hicieron; pero puede surgir aquí una duda y es ¿cómo es posible que los judíos hayan
mantenido como auténticos tantos testimonios que claramente iban en contra de
sus creencias?
La respuesta del P. Pacios
nos parece del todo exacta y luminosa y en razón de su importancia, esperemos
el lector sepa disculpar si la damos por entero[1]:
“Muy
pocos reparos podrán ponerse a la argumentación de Jerónimo en cuanto a la
discusión del significado de las autoridades y las conclusiones que de ellas se
deducen. El único punto oscuro es si la
parte hagádica del Talmud obligaba o no al judío como Ley oral. La respuesta
negativa que, tras muchos titubeos, dieron a esto los rabinos, no parece
sincera, sino más bien de circunstancia.
Pero
aun supuesto que no pertenezcan a la Ley oral, que sean opiniones personales,
excesos oratorios o “palabras para edificación”, como alegaron los rabinos, nos
hallamos ante el hecho siguiente:
La mayoría de las autoridades se refieren, de un
modo u otro, a Elías, quien, según Malaquías (IV, 5) y el Eclesiástico (XLVIII,
10), debía venir como precursor del Mesías (en su segunda venida, según el
cristiano; en la primera y única, según el judío[2]): como tal, era la fuente más autorizada que podía alegarse cuando se
trataba de determinar el tiempo de la venida del Mesías.
Provengan
o no en realidad de Elías (el mismo Jerónimo se guarda bien de afirmarlo: sólo
dice que, según el Talmud, que para ellos es Ley oral, provienen de este
profeta), esa atribución indica la antigüedad del dicho. Y ésta aún se confirma
más si se tiene en cuenta que fueron compiladas en un tiempo en que, según las
autoridades, el Mesías debía ya haber venido.
No iban ellos a ponerlas de
propia cuenta, viendo que la realidad era evidentemente contraria a lo que
ponían. ¿Cómo, entonces, las pusieron? No queda otra explicación que el
haberlas recibido por tradición, adulterada o no; y el respeto a esa tradición
y, sobre todo, al nombre de Elías a que iba vinculada, les obligó a ponerlas,
arbitrando después medios para explicarlas.
Esa tradición tenía que estar
muy extendida: si sólo algunos la hubieran conocido, lo más prudente y natural
es que la hubieran pasado en silencio, ahorrando así dificultades a su fe. Esto
nos lleva a la conclusión de que era creencia entre los doctores talmudistas
que el Mesías había venido misteriosamente hacia el tiempo de la destrucción
del templo, o que, al menos, era entonces el tiempo en que debía venir. Esta
creencia había sido heredada, por los motivos dichos y, por consiguiente, puede
establecerse que la creencia de los judíos contemporáneos de Cristo de que
aquel era el tiempo de la venida del Mesías, estaba basada en motivos tan
fuertes que no fué capaz de desarraigarla después ni aun el hecho de haber
pasado tres o cuatro siglos sin venir: la creencia pudo más que el hecho
evidente que la contradecía.
¿Cuáles eran, pues, esos
motivos tan fuertes? No se pueden hallar otros que el conocimiento de que así
estaba revelado: si no hubieran sido más que opiniones humanas y tenidas como
humanas, las hubieran abandonado como tales, al ver que la experiencia de
varios siglos atestiguaba lo contrario. Creyéndolo, en cambio, revelado, no les
era fácil separarse de la exégesis y del sentir tradicional: hubieran sido
tachados de herejes. Para no escandalizar, era mejor consignar la tradición y
luego explicarla como pudieran, al modo como lo intentan
hacer en esta controversia, aunque la explicación fuera insostenible para un
espíritu instruido y exento de ideas preconcebidas.
Este
razonamiento prueba que, por más que digan los judíos que esas autoridades no
les obligan, y sea lo que sea de la autoridad jurídico-religiosa que para ellos
tengan los diversos elementos del Talmud, el
signo más claro de que los talmudistas tenían por revelada esta doctrina del
tiempo de la venida del Mesías es el que esa doctrina se oponga precisamente a
su fe. La vestidura con que la envuelven y disfrazan podrá ser de ellos; la
doctrina que reviste, como contraria a su experiencia de que el Mesías no había
venido, jamás pudo salir de ellos: hubo de ser recibida como herencia, y herencia
que no se puede rechazar; esto es, herencia de fe.
Si
esta creencia la tenían por revelada, ¿dónde estaba revelada? ¿Por qué medios
les constaba su revelación? Sólo por dos medios podía constarles: o por los
textos de la Escritura, o por la tradición oral de revelaciones tenidas por
todos como auténticas. Lo segundo no es fácil, porque una revelación no escrita
difícilmente podía engendrar en todos, persuasión de su autenticidad. Además,
los mismos doctores, como Rabí Abon (o R. Bunj en la autoridad del árabe), alegan
la Escritura.
De
todos modos, aunque así fuera, estando revelada y con autenticidad tan patente
como para convencer a todos, probaría la venida del Mesías. Y, sobre todo,
jamás se hubiera admitido si no concordara con la Escritura o se opusiera a ella.
Lo que prueba que, en los tiempos en que
aún no había prejuicios sobre la venida del Mesías, la interpretación normal de
la Escritura no era contraria al cómputo de ese tiempo, sino favorable. Y, por consiguiente,
todas las objeciones inventadas después contra los textos, no vienen de la
oscuridad de éstos, sino del prejuicio de los intérpretes.
Bajo
este aspecto, la argumentación a base de estas autoridades nos parece
excelente, como vía preparatoria que demuestra que la interpretación cristiana de los textos mesiánicos referentes al
tiempo de la venida del Mesías es la interpretación tradicional judía y
verdadera, de la cual se apartaron cada vez más los judíos posteriores,
impulsados por su ceguedad y por la necesidad en que se veían de ajustar los textos
y las tradiciones al retraso inesperado del Mesías que soñaban. De ahí su
recurso a que los pecados lo retrasaban, cuando, si no fuera por ellos, ya
habría venido (…)
De
modo que la situación es ésta: el tiempo
anunciado para la venida del Mesías ya pasó (y esto lo reconocen), pero como no
ha venido, y la palabra de Dios no puede fallar, hay que arbitrar medios para
explicar ese retraso.
Probada la irracionabilidad de esos medios, todo
el edificio con tanta fatiga levantado por ellos ha de venirse abajo, so pena
de decir que Dios nos ha engañado o se engañó. De ahí que su respuesta última
sea el silencio, para no verse obligados a confesar uno de los dos extremos.
Consecuencia de ello es que el sentido de los textos mesiánicos alegados en la
segunda parte de esta cuestión no puede discutirse: podrán buscarse medios o
sistemas para explicar cómo o por qué no se cumplieron, pero no podrá negarse
que señalaban el tiempo del Mesías en favor de la época para que se alegan.
Esta
persuasión judía del tiempo de Cristo se confirma por otras muchas vías: Al Bautista le preguntan si es el
Cristo, y esto una comisión de sacerdotes y levitas (Jn. I, 19-20); los
escribas dicen a Herodes el lugar donde ha de nacer, y nadie se atreve a calmar
su turbación diciendo que aún no es tiempo (Mt. II, 4-6); a Cristo mismo le
dicen: “Si tú eres el Mesías, dínoslo claramente” (Jn. X, 24). Los
contemporáneos de Jesús pusieron muchas objeciones a su mesianidad; pero jamás
la de que aún no fuera tiempo de venir el Mesías (Jn. VII, 41-43.50-52; IX, 16).
Los falsos Mesías se
multiplican en aquel tiempo, y, a pesar de que todos acaban lastimosamente,
siempre los que sobrevienen hallan el terreno dispuesto.
¿Cuál era la razón de esta
floración? Sólo la persuasión judía contemporánea de que en sus Escrituras
estaba anunciada para entonces la venida del Mesías puede darnos razón de esta floración
exuberante de impostores. Persuasión tan extendida que
de ella se hacen eco los mismos historiadores romanos, aunque aplicándola a su
manera.
Sólo cuando, con Adriano,
llegó el supremo y definitivo desastre —la diáspora completa, con la
prohibición de que ningún circuncidado entrase en Palestina, desastre a que les
había llevado su último Mesías Bar Kokeba, respaldado por rabí Aqiba, el doctor
más famoso de su tiempo—, se calmaron en el pueblo y en sus dirigentes los
fervores mesiánicos, revisaron con nuevo cuidado las Escrituras y, ya que no se
atrevieron a negar que señalaban el tiempo de la venida (esto fué tarea de los
rabinos posteriores), se esforzaron al menos en buscar razones y motivos de su
tardanza y retraso, achacándolo a los pecados del pueblo. Tal fuerza tiene la
opinión preconcebida, que, como dice Orígenes, se renuncia a la misma evidencia
antes que a ella. Así, el concepto que ellos erróneamente se formaron del Mesías
les cegó y les impidió ver la evidencia de los textos que anunciaban su venida,
prefiriendo desfigurar la Escritura antes que renunciar a sus propias ideas”.
Lapidario[3].
[1] I.236-240.
[2] Aquí está una de las verdaderas claves de toda la
discusión, como tendremos oportunidad de hablar más abajo.
[3] Sirvan estas palabras del P. Pacios como
respuesta a un comentario que hicieron a una entrada que nos publicaron en un
blog (ver AQUI).
Dicho sea de paso,
con respecto a la enseñanza del Zohar sobre la Santísima Trinidad en la antigua
Sinagoga, nos remitimos a una autoridad en el tema: el Rabino converso Paul
Drach en su magnífico De L`harmonie
entre l’Église et la Synagogue, vol. I, pag. 277-566; sobre la antigüedad
de este libro judío, ver pag. 155-156.