A
su vez, Jerónimo les hizo 12 preguntas:
Primera pregunta: ¿Cuál era el lugar asignado para el
nacimiento del Mesías?
Segunda pregunta: ¿Nacerá el Mesías milagrosamente o
bien naturalmente, como cualquier otra persona?
Tercera pregunta: El Mesías, ¿será solamente hombre o
bien Dios y hombre a la vez?
Cuarta pregunta: ¿Debía el Mesías venir para salvar las
almas para la vida espiritual o solamente los cuerpos para la vida temporal?
Quinta pregunta: ¿Fué el pecado de Adán remitido antes
de la venida del Mesías o no?
Sexta pregunta: ¿Debía o no padecer la muerte el
Mesías para purgar dicho pecado (de Adán)?
Séptima pregunta: ¿Deberá salvar el Mesías a alguna otra
nación además de aquellos que descienden de Israel?
Octava pregunta: ¿Deberá dar el Mesías una ley o
doctrina nueva?
Novena pregunta: Después de su venida, ¿habían o no de
continuar los sacrificios antiguos?
Décima pregunta: ¿Habían o no de continuar después de
su venida los preceptos ceremoniales de la Ley antigua, tales como las
leyes relativas a los manjares y el sacerdocio de la tribu de Leví y estirpe de
Aarón?
Undécima pregunta: ¿Cuál es la causa de la cautividad
tan larga en que yacen actualmente los judíos?
Duodécima pregunta: ¿Deberéis, cuando vuestro Mesías venga, poseer
de nuevo aquella misma tierra que poseyeron por primera vez los judíos
cuando fueron liberados de la cautividad egipcia y volvieron a poseer por
segunda vez al ser liberados de la cautividad babilónica, o bien poseeréis otra
distinta?[1]
Desde
la sesión 26 hasta la 45 las partes procuraron demostrar sus afirmaciones,
sobre las cuales hablaremos más a propósito más adelante.
Sesión 46-62
Las
dos siguientes sesiones sirvieron para que Jerónimo hiciera un resumen de la
discusión y la 48 se utilizó para ver cómo iba a proceder la disputa, pues tres
Rabinos quisieron continuar con la disputa, alegando que tenían nuevas
razones.
Del
campo teológico se pasó al filosófico, pero la cosa no fue mejor para los
judíos.
El
P. Pacios comenta:
“Dígase lo que se quiera de la brillantez y solidez
de las Memorias de esos tres rabinos, es lo cierto que, ante las
refutaciones de Jerónimo, en unas intervenciones que creemos de las más
brillantes que tuvo en toda la disputa, las conversiones se multiplicaron en
tal modo, que el edificio del judaísmo español pareció resquebrajarse. Tal
vez esas conversiones se hubieran realizado aún sin prolongarse la disputa;
pero lo cierto es que las Actas nos hacen notar cómo todos esos movimientos de
conversiones se producían a raíz del silencio judío ante las réplicas de
Jerónimo”[2].
A
medida que pasaban las sesiones, las conversiones se sucedían una tras otra: luego
de la sesión 52 pidieron el bautismo más de quince miembros de la familia
Caballería, una de las más nobles de entre los judíos y lo mismo tras la
sesión 58 y la 62, que fue la última en que se discutió.
Las
conversiones con ocasión del proceso fueron tan numerosas que ya antes de
terminar el proceso, Jerónimo podía hablar de más de tres mil, lo cual significó
un verdadero “desastre”, como lo confiesan los mismos judíos.
“A la magnitud del número de los convertidos por San
Vicente Ferrer[3]
vino a sumarse ahora la calidad de los que se convirtieron por la
Controversia de Tortosa.
“El judaísmo—dice Baer— sufrió un gran desastre (tébushá) en esta Controversia”.
Entre los convertidos ilustres merece especial
mención Fernando de la Caballería (Bonafós), D. Vidal de la Caballería,
hijo del famoso D. Benveniste ben Leví, poeta hebreo y uno de los jefes de la diplomacia
judía al principio de la Controversia, y el anciano poeta R. Shélomó de
Fiera. De la postración y abatimiento en que quedaron los judíos ante tales
conversiones son claro testimonio los fragmentos de las poesías de Shélomó
Bonafed, que inserta Baer en su Toledot.
Para muestra entresacamos sólo dos:
“Después de esto, se propagó la desgracia y se hizo
fuerte la mano de la conversión, y envié esta poesía al noble pariente mío
Nastruch Bonafed, estando como de luto por la separación de muchos y los más
nobles jefes de nuestras comunidades...”.
“Al ver yo que la fe se agotó y que muchos de los
hijos del destierro resbalaban sin esperanza...”.
El ambiente era propicio para estas conversiones,
gracias a los veinte años de predicaciones y milagros de San Vicente Ferrer.
Pero sería cerrar los ojos a la evidencia negar el influjo que ejercieron las
razones y argumentos de Jerónimo. En toda la Controversia no se observa
presión alguna sobre los judíos para que se conviertan. Los que lo hacen, lo
verifican espontáneamente, reconociendo muchas veces que lo que les mueve a dar
ese paso decisivo son las razones oídas en la Disputa. Las Actas anotan con
cuidado cómo las conversiones siguen al final de la discusión de cada cuestión,
y explican el derrumbe final por el derrumbamiento de la defensa judía, una vez
refutada la última Memoria de R. Ferrer. Las conversiones en masa no se
verificaron mientras los judíos mantuvieron la esperanza de que sus rabinos
pudiesen defender o explicar su fe. Sólo cuando todos ellos renunciaron a la
defensa, vino la conversión de comunidades enteras”[4].
A
renglón seguido, hace el P. Pacios unas más que interesantes observaciones
sobre la conversión en general y en este caso particular. Vale la pena leer
completo el párrafo.
“Con todo, conviene tener presente que las pruebas
no lo son todo, ni siquiera lo más importante, en materia de conversión. Esto
lo olvidan algunos que parecen achacar la no conversión de los judíos a que los
cristianos, después de tantos siglos, no han sabido aún probarles debidamente
su religión. Si alguno dio bien esas pruebas, fué Cristo Señor Nuestro, y no
le creyeron: Jesucristo los dio por inexcusables y, por lo tanto, ningún
cristiano los podrá excusar. Pero la fe no es sólo cuestión de inteligencia:
es también cuestión de voluntad, “obsequium rationabile” (Rom. XII, 1;
Conc. Vat. ses. 3, cap. 3, De fide; cf. Denz. 1790). Razonable, pero obsequio,
y obsequio libre, y por eso meritorio. Lo “razonable” es mera condición, bien
que necesaria; es un adjetivo del obsequio. No es precisamente la razón la
que suele hallar dificultades insuperables para creer, sino la voluntad. Es
ésta la que hay que disponer, despojándola de cuanto la retiene para no creer,
de cuanto la impulsa a cerrar sus ojos a la luz; y eso no es obra de razones
ajenas, sino de la gracia de Dios y de la cooperación propia. Por eso, ante las
mismas pruebas, unos se convierten y otros no. Entre los obstáculos que
detienen a la voluntad, es el orgullo el principal. Eso explica que rara vez
una polémica sea eficaz para convertir a los que polemizan: el orgullo se
siente herido y, si no es vencido por una profunda dosis de humildad, las
pruebas más claras se estrellan contra ese obstáculo. Es cabalmente lo que
observamos en esta Disputa: mientras los oyentes, sabios o ignorantes, reciben
las razones por vía de información, de instrucción, sin sentir su orgullo
herido, y se convierten en masa, los disputantes quedan reducidos al silencio;
pero esa misma humillación, no aceptada, les impide abrazar la fe. De ninguno
de ellos sabemos se convirtiera. Y es lo que sucedió también al mismo Cristo
con su predicación: mientras el pueblo que le escuchaba le admiraba y seguía,
los fariseos sentían crecer su odio a cada discusión: sólo los que de buena fe
y a escondidas buscaron la instrucción, como Nicodemo, llegaron a creer en El”.
Clarito.
Sesión 63-69
Estas
últimas sesiones fueron dedicadas directamente a atacar al Talmud, pues
como indica Benedicto XIII en la Bula con la que cierra la Disputa, y según su propia experiencia, corroborada por el
testimonio de los conversos, lo que impide a los judíos convertirse no es
otra cosa más que el Talmud.
Después
de una tibia respuesta, los Rabinos no supieron contestar las objeciones de
Jerónimo.
Las
dos últimas sesiones fueron dedicadas a la Bula “Etsi doctoris gentium” con la
que Benedicto XIII cerró la Disputa.
[1] I.67-68.
[2] I.73.
[3] “Abraham
ben Shélomó de Torrutiel calcula en ¡200.000! los judíos convertidos en
1412-1413 a causa de la predicación de San Vicente Ferrer. Así se
expresa en su Séfer ha-Oabbalá”.
[4] I.77-78.