Los
Requisitos para una Definición Pontificia Infalible
según
la Comisión de Pío IX
Nota del Blog: La siguiente traducción está tomada del American Ecclesiastical Review, 115 (1946), pp. 376-384.
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Hace
cien años llovían los pedidos a la Santa Sede para que se definiera la doctrina
de la Inmaculada Concepción como dogma divinamente revelado. El movimiento se
había vuelto poderoso durante el reino de Gregorio XVI, que murió el 1 de junio
de 1846. Continuó y creció bajo el pontificado de Pío IX, quien sucedió
en el trono papal el 16 de junio del mismo año. Poco después de su elección, el
nuevo Pontífice pidió a veinte prominentes teólogos, tomados tanto del clero
diocesano como del regular, que estudiaran la doctrina de la Inmaculada
Concepción y que le sometieran por escrito sus pareces individuales con
respecto a la posibilidad de su definición. Luego, el 2 de febrero de 1849
desde Gaeta, a donde se había retirado a causa de la sedición en Roma, escribió
a los Obispos de la Iglesia Católica que establecieran su enseñanza y la
creencia de su rebaño sobre la Inmaculada Concepción. Después que mucho
más del noventa por ciento del episcopado confirmó su creencia y la de su
rebaño en esta prerrogativa de Nuestra Señora, Pío IX designó una comisión
especial, elegidos de entre los teólogos que ya habían sido consultados sobre
la Inmaculada Concepción, para que investigaran el tema incluso con mayor
profundidad que antes.
El Cardenal
Fornari fue designado presidente de esta comisión especial. Debajo suyo
estaban Próspero Caterini, quien pronto iba a ser elevado a la dignidad
cardenalicia, el canónigo Audisio, los Padres Perrone, Passaglia y
Schrader, Jesuitas, el P. Spada O.P, y Fr. Juan Bautista Tonini
O.F.M., Conventual. Fr. Tonini murió antes que empezaran las sesiones, y
su lugar fue tomado por su cofrade, Fr. Ángelo Trullet.
La
Comisión se reunió por primera vez el 8 de mayo de 1852 donde se trató temas
relacionados con la organización y los procedimientos. En la segunda y tercera
sesión (19 de mayo y 8 de junio de 1852), la comisión se dedicó a expresar los
principios que gobiernan la definibilidad de cualquier doctrina como dogma
católico revelado, afirmando primero lo que no es necesario, y luego lo que se
debe tener como suficiente para una definición pontificia infalible. Teniendo
en cuenta que la posición de la Iglesia con respecto a la doctrina de la
Asunción de Nuestra Señora es hoy en día casi la misma que la que había sobre
la Inmaculada Concepción en 1852-1853, estos pronunciamientos sobre la
naturaleza del progreso dogmático deberían ser de un gran interés para nuestros
sacerdotes y seminaristas.
En
su segunda sesión el 19 de mayo de 1852, la comisión se puso de acuerdo
unánimemente en la exactitud de cuatro principios, declarando las
cualidades con las que una doctrina no necesita contar a fin de ser definida
como un dogma católico revelado.
1) El hecho de que en el pasado haya habido
enseñanzas opuestas sobre este tema dentro de la Iglesia Católica o que no haya
habido acuerdo hasta hoy, no hace que la doctrina sea incapaz de ser definida[1].
La
traducción latina del resumen italiano de las Acta de la comisión llevada a cabo por el Obispo Agustín de
Roskovány deja en claro que los miembros adujeron el ejemplo de la
controversia sobre la repetición del Bautismo para defender la tesis. También
señalan que ambas partes en una controversia generalmente expresan su
disposición de someterse a una decisión de la Iglesia, y expresando así su
creencia de que la Iglesia Católica puede pronunciarse y definir incluso en un
tema que hasta entonces ha sido discutido libremente dentro de sus propias
escuelas.
2) El hecho de que escritores autorizados se
citen como oposición a una enseñanza, no hacen que sea incapaz de ser definida.
Los
miembros de la comisión afirmaron que se puede mostrar que este principio es
válido a través del examen de la historia de casi cualquier dogma definido.
Sin embargo, señalaron en particular el ejemplo del Concilio de Trento, que
proclamó la creencia de la Iglesia en la absoluta inmunidad de Nuestra Señora
de todo pecado actual e imperfección ante la negación de esta verdad incluso
por parte de Padres y Doctores de la Iglesia.
3) A fin de que se pueda definir una doctrina,
no es necesario que haya un testimonio explícito o incluso implícito de esta
doctrina en las Sagradas Escrituras, dado que es cierto y claro que el ámbito
de la revelación es más amplio que el de las Escrituras.
En
defensa de este principio, los miembros de la comisión apelaron a los dogmas
del bautismo de los infantes, a la presencia real y completa de Nuestro Señor
en cada una de las Especies Eucarísticas, y en la Procesión del Espíritu Santo
del Padre y del Hijo como de un solo principio.
4) A fin de mostrar que la doctrina que se
quiere definir pertenece a la tradición, no es necesario aducir una serie de
Padres y otros testigos hasta los tiempos apostólicos.
La
“Tradición” a la que se referían los miembros de la comisión piana era la
Tradición divina Apostólica que, junto con las Sagradas Escrituras, es la
fuente de la revelación pública sobrenatural. Al formular este cuarto
principio, los miembros de la comisión tuvieron en cuenta que los antiguos monumentos
de la tradición, entre los que se enumeran los escritos patrísticos, no exponen
todo el contenido del mensaje divino que los apóstoles entregaron a la Iglesia.
[1] En este artículo he seguido, por lo general, la
versión latina del resumen italiano de las Actas
de esta comisión publicado en el libro del Obispo Agustín de Roskovány, Beata Virgo Maria in suo Conceptu Immaculata
ex Monumentis Omnium Saeculorum Demonstrata (Budapest, 1874), VI, 13-19. Breves
resúmenes de estas tesis se encuentran también en The Vatican Council and its Definitions, del Cardenal Manning; A Pastoral Letter to the Clergy (New
York: D. and J. Sadlier, 1871), pp. 240 ss; en L`Immaculée Conception de la Vierge Marie, considérée comme dogme de
foi, (Bruselas, 1857), pp. 351 ss del Obispo Malou y en el brillante
artículo del P. Carlos Balic, “De definibilitate assumptionis B. Virginis
Mariae in coelum” en Antonianum, XXI,
1 (Ene. 1946), 20 ss.