lunes, 15 de junio de 2020

El Patriarca José, hijo de Jacob, por Madeleine Chasles (II de II)

José se da  a conocer a sus hermanos, por G. Doré.


Un último episodio debe todavía retener nuestra atención. Su sentido simbólico, envuelto en misterio, es importante para considerar, pues prefigura toda la perspectiva del régimen social del Reino mesiánico.

Hacia el fin de la larga hambruna de siete años, el pan faltaba, incluso en Egipto. José, hábil administrador, fue entonces el primer partidario de la economía planificada y de las “nacionalizaciones”. Quiso estatizar, para el Faraón, los bienes de los egipcios. Todo pasó a ser posesión del Estado. Recogió el dinero, compró los rebaños, las tierras y las personas.

Todos los principios soviéticos están ahí. Por eso, los que juzgan los actos de José sin comprender sus sentidos proféticos son extremadamente severos[1]. Ahora bien, el Reino mesiánico en su pureza sin mezcla, en su simplicidad de vida, en su amor fraterno, realizará lo que el comunismo quiere edificar sobre la lucha de clases, la complicación administrativa y social, los principios marxistas.

El gobierno del Reino de Cristo será un estatismo fortalecido, una nacionalización completa, la entrega del dinero, de los bienes será total, pero en un amor común y verdadero.

Los primeros cristianos –el Reino está cerca, pues - habían intentado hacer realidad la comunidad perfecta[2]. Se hará progresivamente, durante el siglo futuro, una centralización plena en manos de los que representarán a Cristo, como hacía José para el Faraón, demasiado distante. Y al fin de esos tiempos, habiendo puesto Cristo todo bajo sus pies, toda dominación, toda autoridad, toda potestad, devolverá el Reino a su Dios y Padre, “porque es necesario que Él reine “hasta que ponga a todos los enemigos bajo sus pies” (I Cor. XV, 24-26).

Durante los misteriosos “mil años”, la redención alcanzará su plenitud; el rescate del hombre, el rescate del mundo animal y el rescate de la tierra que, actualmente “está bajo el Maligno” (I Jn. V, 19), serán obra de Cristo. Triple rescate que, sucesivamente, hizo José y que corresponde a la triple desposesión de Adán-Rey en el Edén, en favor de la serpiente antigua. Un desastroso acuerdo había sido concluido bajo el árbol del conocimiento del bien y del mal y había suscitado en la creación, puesta en esclavitud, una muda rebelión.

“Pues si la creación está sometida a la vanidad, no es de grado, sino por la voluntad de aquel que la sometió (el diablo); pero con esperanza, porque también la creación misma será libertada de la servidumbre… ahora la creación entera gime a una…” (Rom. VIII, 20-22).

¿Quién pondrá fin, pues, al suspiro de la creación animal, al suspiro de la tierra, al suspiro del hombre? Sólo aquel a quien le será dado el poder de rescatarlos por los derechos que Satanás no podrá cuestionar. Por lo tanto, por Cristo, el segundo Adán-rey.

“Hoy os he comprado para el Faraón, a vosotros y a vuestras tierras” (Gen. XLVIII, 23).

Por lo tanto, no os pertenecéis más a vosotros mismos, podría agregar. José, por su administración intachable, por el reconocimiento de Egipto y de su propia familia con respecto a su “salvador”, se había adquirido derechos contra los cuales no se podía levantar ninguna objeción.

Cristo adquirió los derechos de rescate por medio de su sangre.

“Fuisteis redimidos… con la preciosa sangre de Cristo, como de cordero sin tacha y sin mancha…” (I Ped. I, 18-20).

“Ya no os pertenecéis a vosotros. Porque fuisteis comprados por un precio (grande)” (I Cor. VI, 20).

Esa compra es proclamada por el cántico nuevo que Juan, en Patmos, oye cantar, pero será únicamente en el día del Señor que tendrá plena eficacia. No gozamos sino de las arras de la redención total.

“Y con tu sangre compraste para Dios (hombres) de toda tribu y lengua y pueblo y nación” (Apoc. V, 9).

“¡Comprado para Dios!”, exactamente como José compraba para el Faraón, pues tenía derecho para ello. Cristo Rey, nuevo Adán-rey, presentará sus derechos de comprador y romperá definitivamente los sellos del contrato que unía al primer Adán con Satanás. Alcanzará “para Dios” que el mundo animal no se despedace más (Is. XI, 6-8), que el mundo terrestre, portador de espinas se cubra con flores y frutos (Is. XXXV, 1-2; LV, 13), que el mundo humano no aprenda más la guerra y marche a la luz del Eterno (Is. II, 4-5), cuando se besen la justicia y la paz (Sal. LXXXIV, 11).





[1] O bien, como Daniel Rops, prefieren pasarlo bajo silencio, con esta sola mención: “Uno piensa en el usurero judío de la Argelia y en el antisemitismo del que es la causa”. Histoire Sainte, p. 53.

Nota del Blog: En realidad, lo mismo cabe decir en general de todos los casos análogos; parece ser algo así como una regla en las Escrituras (y un buen signo, a no dudarlo) que cada vez que encontramos allí algún acontecimiento extraño, sin (aparente) sentido, etc. sería porque estamos ante un misterio que se aclara a la luz de la tipología bíblica. Los casos se podrían multiplicar sin fin, pero basta con pensar en el sacrificio que Dios le pide a Abraham de su hijo primogénito: Isaac.

[2] Hech. II, 44-46; IV, 32-37; V, 1-11. La vida comunitaria en colectividad conventual tiende a este ideal que será realizado durante el Reino mesiánico. Nadie posee nada en propiedad, sino que todo es colectivizado.

Nota del Blog: Sólo una pequeña observación a estas justas apreciaciones de la Autora. Cabe recordar que esa “puesta en común” de los primeros cristianos tuvo lugar solamente en Jerusalén y en ninguna de las otras ciudades donde los Apóstoles fundaban comunidades. El diezmo, si se quiere, sería una leve figura de lo que sucedía en Jerusalén.