Ahora trataré de ver, de
caracterizar y explicar, en cierta medida, la vocación de León Bloy.
Aunque era muy afecto a la Edad Media, no podríamos imaginar a Bloy
contemporáneo de san Bernardo y de santo Tomás de Aquino, sino más bien de Tertuliano
y de Orígenes; pues parecía un cristiano del siglo II, perdido entre los
hombres de la Tercera República. No habiéndole sido
posible convencerse de la real existencia de sus contemporáneos, ¿cómo hubiera
podido no echar sobre ellos algunas sombras ingratas? Las prerrogativas del cristiano y las del poeta convivían en él como en
estado primitivo, fuera del clima de la razón. Quiero decir que las llevaba
como desentendidas de la humana razón, con cierto desdén de las precisiones filosóficas
y a los consejos de la prudencia. En cambio, las virtudes teologales y los
dones del Espíritu Santo hallaron clima favorable en un alma profunda e
intuitiva, en un espíritu hambriento de la visión de Dios. Y así vivió su pobre
corazón de hombre, oprimido por el genio, sujeto a todo el orden sobrehumano de
las exigencias divinas y al divino despotismo del arte. En aquel siglo de
violencia y de pasión, el misticismo áspero de Bloy fué como una tormenta sobre
una tierra impenetrable. Su imaginación, muy ardiente, dió esplendor a la
manifestación de aquel deseo imperioso que nunca pudo satisfacer en esta vida:
ver los signos sensibles y tangibles de la gloria de Dios. Fué así como el
sentimiento genuinamente cristiano de las exigencias absolutas de Dios,
recibido en inteligencia mística, pasó a informar la obra del poeta. Pero
la intuición del misterio, tan pura en Bloy, se mantenía lejos del mundo de
figuras e imágenes que el artista gobierna. De ahí las discordancias entre un
saber muy alto y un decir demasiado dependiente del orden material.
En el acto de ejecutar las
cosas ordinarias, las almas obedientes a la intención divina dan lugar a una
especial acción de Dios, que determina el modo peculiar de cada una. Percibir
con exactitud ese modo en la realización de obras extraordinarias, es el principal
objetivo poético de Bloy.
Y así se explica la
romántica grandiosidad de algunos personajes, como el llamado Caín Marchenoir, sobrenombre
del mismo Bloy en su novela Le Désespéré.
La pretensión de traducir en actos y palabras imaginarios el modo oculto de la
acción de Dios en sus almas, constituye una falla venial. Pero esa misma
deficiencia es el reverso de una virtud incomparable: la de hacer que el
corazón humano se vuelva hacia el propio misterio y lo contemple; la de
arrancar a los hombres de la vida habitual de los sentidos, y conducirlos,
mediante lo sensible, a la admiración del orden inteligible.
Para complemento de esto
que acabamos de decir acerca de su misión, señalemos un rasgo característico de
la obra de Bloy: no escribía para los
justos, para los que no están necesitados de penitencia, sino para los
pecadores y los rebeldes. Por eso se complacía en repetir: No escribo para los católicos; escribo para la canalla. Lo cual
significa que escribía para todos nosotros, hipócritas lectores, como nos llama
Baudelaire: "lector hipócrita, mi semejante, mi hermano". Bloy era
todo lo contrario de esos hombres que esconden tantos crímenes bajo el estuco
recompuesto de sus virtudes. Era una catedral calcinada y ennegrecida por
fuera, con la blancura adentro, en el tabernáculo.
Tenía conciencia imperiosa
de su vocación y de su misión.
Tengo,
la convicción profunda e inquebrantable, escribía, de haber sido reservado
para testigo de Dios, para ser el amigo fiel del Dios de los pobres y oprimidos
y de que, al llegar la hora, nada prevalecerá contra el cumplimiento de esta
elección. Tengo el honor incomparable y milagroso de ser necesario a Aquel que
de nadie necesita; y he sido adobado con sal de dolor, como para hacer un largo
viaje. La literatura no es mi objeto, no vivo para ella; desde hace mucho
tiempo, y hasta que llegue mi día, es como un instrumento más de mi suplicio (Le Mendiant lngrat, 16 de enero de
1895).
¿Qué pensaríais de la caridad de un hombre que
permite que se envenene a sus hermanos, por temor de que, al denunciar el
crimen, arruine la estimación pública del envenenador? Yo creo que, en un caso
como ese, la caridad consiste en vociferar…
Nuestro Señor proclamó bienaventurados a los
que padecen hambre y sed de justicia; y el mundo, que tiene ganas de
divertirse, pero que detesta la beatitud, no ha querido admitir esa afirmación.
Si los que recibieron la investidura de
la Palabra, se callan, ¿quién hablará por los mudos, por los oprimidos y los débiles?
El escritor que no escribe por la Justicia, es un despojador de los pobres, y
su crueldad es tanta como la crueldad del mal rico (Le Désespéré).