miércoles, 8 de junio de 2016

El que ha de Volver, por M. Chasles. Segunda Parte: Reinará (I de X)

"Venga tu Reino" Mt. VI, 10

"El Señor Dios le dará el trono de David su padre, y reinará sobre la casa de Jacob por los siglos, y su, reinado no tendrá fin" Lc. I, 32-33


I

ES MENESTER QUE EL REINE

I Cor. XV, 25

A Dios solo pertenece el reino como creador del mundo, de la tierra y de los cielos: "Fijado está tu trono desde ese tiempo; Tú eres desde la eternidad" (Sal. XCIII, 2). “Tuyos son los cielos y tuya es la tierra, Tú cimentaste el orbe y cuanto contiene" (Sal. LXXXIX9, 12).

Dios creó los animales después de los seres inanimados, y por fin al hombre para que fuese el jefe de esta creación maravillosa. Dió a Adán una especie de investidura divina y lo hizo depositario de una parte de su autoridad: "Sed fecundos y multiplicaos, y henchid la tierra y sometedla; y dominad sobre los peces del mar y las aves del cielo, y sobre todos los animales que se mueven sobre la tierra" (Gén. I, 28). El Sal. VIII canta: "Tú lo creaste poco inferior a Dios, le ornaste de gloria y de honor. Le diste poder sobre las obras de tus manos, y todo lo pusiste bajo sus pies".

El hombre fué pues, establecido rey de la creación; debía someter la tierra, debía dominar a los animales, todas las cosas fueron puestas bajo sus pies… Era pues Adán quien debía reinar. Sin embargo, Dios para señalar su autoridad puso límite al poder del hombre sobre todas las cosas. Se reservó un árbol. Y esta reserva fué signo de su autoridad suprema. Desde el Paraíso quedó en salvo el principio de la soberanía divina. La obediencia está puesta en la base de las relaciones del hombre con Dios, y a Adán podría aplicársele la del Faraón a José: "Tan sólo por el trono seré más grande que tú" (Gén. XLI, 40).

Adán soportó mal la restricción absolutamente justa que Dios le puso. Dios le daba todo gratuitamente por puro amor; ¿no podía acaso pedir en cambio un gesto libre de amor de su creatura al reconocer su suprema soberanía? Conocemos la triste historia: la tentación artera del maligno, la curiosidad de Eva, la debilidad de Adán, y la acusación que él echó sobre la mujer. Con este gesto de independencia Adán sobrepasaba sus derechos buscando en cierto modo arrebatar el reino de Dios para hacerse rey él mismo y por él mismo. Después de la sublevación del ángel, Adán dice a su manera: Ni Dios, ni Señor. El ángel caído obró del mismo modo; no pudo aceptar su subordinación a Dios. “¡Como caíste del cielo, astro brillante, hijo de la aurora! ¡Cómo fuiste echado por tierra, tú, el destructor de las naciones! Tú que dijiste en tu corazón: «Al cielo subiré; sobre las estrellas de Dios levantaré mi trono… subiré a las alturas de las nubes; seré como el Altísimo”[1].


El hombre ha seguido el ejemplo del ángel orgulloso en su revuelta; ni el uno ni el otro comprendieron que la autoridad correspondía a Dios solo. Esta autoridad es tal que Jesús mismo se somete a ella. Al entrar al mundo exclama: "He aquí que vengo… a hacer tu voluntad; tal es mi deleite, Dios mío" (Sal. XL, 8-9).

Cristo obediente viene al mundo a restaurar el reino angélico y el reino terrestre cuyos jefes perdieron la posesión por su insubordinación a Dios.

Pero esta restauración fué sólo parcial en su primera venida; no se realizará plenamente sino después de su vuelta, con el establecimiento de su Reino. "En nombre de su aparición y de su Reino" (II Tim. IV, 1).

Efectivamente, este reino no será instituido sino en “los tiempos de la restauración de todas las cosas, de las que Dios ha hablado desde antiguo por boca de sus santos profetas", como dice San Pedro (Hech. III, 21). Entonces Dios juntará en una "reunirlo todo en Cristo, las cosas de los cielos y las de la tierra " (Ef. I, 10).

Esta maravillosa concentración se hará después de la resurrección de los justos. San Pablo nos describe de este modo la sucesión de los acontecimientos:

"Porque como en Adán todos mueren, así también en Cristo todos serán vivificados. Pero cada uno por su orden: como primicia Cristo; luego los de Cristo en su Parusía; después el fin, cuando Él entregue el reino al Dios y Padre, cuando haya derribado todo principado y toda potestad y todo poder. Porque es necesario que Él reine “hasta que ponga a todos los enemigos bajo sus pies" (I Cor. XV, 22-25).

Si Jesús tiene que entregar a su Padre un reino, es pues, preciso que El tenga un reino, un reino claramente establecido.

¿Se ha realizado este reino?

Evidentemente no. Si su reino estuviera establecido, no diríamos "¡Venga tu Reino!" y San Pablo no habría señalado el reino de Cristo como algo que acaecerá después de su vuelta. "En nombre de su aparición y de su reino".

Actualmente Jesús participa del trono de su Padre. "Al presente, empero, no vemos todavía sujetas a Él todas las cosas” (Heb. II, 8), pero es preciso que su reino sea un reino personal durante el cual dominará todas las cosas.

Pero volvamos al triste estado de decadencia del hombre para comprender que Adán necesita un substituto. Si él por su orgullosa sublevación, abandonó la corona real y el imperio del mundo ¿no deberá ser reemplazado un día — sobre la tierra — por el verdadero rey, Jesucristo?

Adán — lo mismo que el Ángel rebelde — por su usurpación del poder, deja de ser un investido y se hunde en el acto, pierde su cetro, la corona, el traje de la inocencia y se le cierran las puertas del jardín en donde vivía en la presencia de Dios. Arrojado sobre la tierra desolada se encuentra frente a aquél que expatriado del cielo trataba de reconstruirse un reino terrestre, sobre el engaño del hombre.

Adán tendrá pues, que habérsela con Satanás. La identidad del pecado de orgullo del uno y del otro los acerca, — a veces se unirán contra Dios — pero al mismo tiempo serán eternamente enemigos. Asistiremos desde el Paraíso hasta el fin de los tiempos a la lucha encarnizada de Satanás contra el hombre caído.

Satanás, el de las “profundidades" (Apoc. II, 24), sabe que el hombre no está irremediablemente perdido y empleará toda su astucia y su mentira, como que es el padre de la mentira, para arrastrar al hombre tras sí; arrojará la cizaña a manos llenas justamente donde Dios ha plantado el buen grano. Construirá la Babilonia terrestre, la gran prostituta de la cual nos habla en términos impresionantes el Apocalipsis. Poseerá "el imperio de la muerte" (Heb. II, 14). Se constituirá en "príncipe de este mundo".

Sin embargo, desde el Paraíso, Satanás, el aparente vencedor de Dios, ha oído el anuncio de su derrota, en la promesa de Aquél que quebrantará su cabeza substituyéndose a Adán caído (Gén. III, 15).

Después de la caída inicial, seguirán las otras; Caín mata a su hermano y el mal se agranda en el corazón del hombre: "La tierra estaba entonces corrompida… y llena de violencia" (Gén. VI, 11). Entonces Dios decide exterminar la raza humana a excepción de Noé y de los suyos, el agua realizará la obra destructora y actúa la venganza de Dios. La humanidad entera desaparece, salvo ocho personas asiladas en el Arca.

Pero después del diluvio los hombres se pervierten nuevamente y Dios se ve obligado a constituir un pueblo aparte. Separa a Abrahán de en medio de los paganos de la Mesopotamia, para llevarlo al país de Canaán. Coloca el sello de su autoridad sobre el hombre fiel y le exige la circuncisión. Abrahán promulga esta ley de parte de Dios en señal de alianza, en señal de "santificación" del elegido de Dios.

Abrahán, Isaac y Jacob formarán la maravillosa trilogía patriarcal, que recibirá en su seno después de la muerte al pueblo escogido del Eterno; el seno de "Abrahán, de Isaac y de Jacob". Dios mismo se llamará el "Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob". Hombres de fe, llevan en sus almas la esperanza de la salvación dada al mundo por el Ungido del Eterno (Heb. XI). Serán los coherederos de la promesa, porque de su posteridad saldrá Aquél que redimirá al hombre, "que destruyese a aquel que tiene el imperio de la muerte, esto es, al diablo" (Heb. II, 14), para restaurar el reino terrestre y entregarlo en seguida a su Padre. En tiempo de los patriarcas las promesas concernientes al Cristo son cada vez más precisas.

Pero he aquí a Moisés y a la Ley. Dios tiene piedad de su pueblo. Si aún no le envía a su "Hijo amado" para salvarlo, da una legislación a su pueblo para prepararlo a recibir al Mesías, a este pueblo a quien El mismo llama "su primogénito" y qué deberá ser una imagen de Jesús, Hijo de Dios.

La Ley pues prepara durante quince siglos la venida de Cristo: "Y de su plenitud hemos recibido todos, a saber, una gracia correspondiente a su gracia. Porque la Ley fue dada por Moisés, pero la gracia y la verdad han venido por Jesucristo" (Jn. I, 16-17).




[1] Estas palabras se aplican literalmente a la caída de Babilonia, pero puede hacerse una aplicación de ellas a Satanás, pues en el Apocalipsis, Babilonia es evidentemente el símbolo del reino satánico. En la época que precederá a la caída de la Babilonia mundial, el Anticristo u hombre de pecado, vendrá “según operación de Satanás" (II Tes. II, 9), querrá, asimismo "en el templo de Dios sentarse, probándose a sí mismo que es Dios" (II Tes. II, 4).