sábado, 11 de junio de 2016

León Bloy, por Jacques Maritain (III de XII)


León Bloy nació en Perigueux, el 11 de julio de 1846, segundo entre siete hijos. Su madre era de origen español, cristiana de gran corazón que él veneró siempre como a una santa. Su padre ejercía la profesión de ingeniero de puentes y caminos. Hombre honrado, deísta, con mentalidad de pequeño burgués, herméticamente mente cerrado a las cosas del espíritu y de la religión. Mucho sufrió Bloy a causa de ese estado de espíritu de su padre, que siempre tuvo presente en sus recuerdos. Tanto, que las nociones de ingeniero y de anticlerical incurable se habían asociado en su mente. Me acuerdo de la extrañeza y de la desconfianza con que recibió la primera carta del gran Termier, que después había de ser tan fiel amigo. La mención de "ingeniero de minas" que figuraba al pie de la firma de Pierre Termier, inquietó mucho a Bloy.

Pasó su infancia como adormecido, encerrado en su propia melancolía y en el presentimiento de su destino. Después de una incubación extraordinariamente larga, cumplidos ya los treinta años de edad, comenzó a revelarse su genio. A los quince años, había perdido la fe. Parece, además, haber ido bastante lejos en su aversión al cristianismo. "Hubo un momento, escribe, en que el odio a Jesús y a su Iglesia era mi pensamiento único". Abandonó a su familia y se fué a París; estuvo durante un año como ayudante de un arquitecto, y después inició estudios de pintura. Más tarde debía dedicarse a trabajos de miniaturista, y copió manuscritos con su admirable escritura de iluminador. A los veinte años tuvo su encuentro con Barbey d'Aurevilly, que fué de capital importancia para su vida. Barbey d'Aurevilly y Villiers de l'Isle-Adam constituyen realmente su familia literaria. Se convirtió a la edad de veintitrés años, en la Iglesia de Santa Genoveva. Decidió confesarse, después de una procesión del Santísimo Sacramento, y a partir de aquel día su fe de granito permaneció inmutable en medio de las peores tormentas.

Durante la guerra del 70 se enroló en las filas de Cathelineau; después de la guerra volvió a Perigueux y llevó una vida de tres años muy penosa, en casa de sus padres. Un conflicto profundo lo separaba de su padre, y le hacía la vida de familia extremadamente dolorosa. En 1873 volvió a París, donde le vemos conseguir con dificultad algunos empleos efímeros y aceptar tareas desconsoladoras. Bloy no puede adaptarse a la figura de este mundo. En 1877 está empleado en el Ferrocarril del Norte, y publica su primer libro. La chevalière de la Mort, consagrado a María Antonieta. Aunque más tarde manifestó desdén hacia la filosofía, en aquel momento recibió la influencia de algunos filósofos: Joseph de Maistre, Donoso Cortés, Bonnald y quizá de Blanc Saint-Bonnet. Durante ese mismo año de 1877 perdió a su padre y a su madre, y trató de ingresar en la Gran Trapa de Soligny. Un año después hizo una segunda tentativa de vida religiosa, igualmente vana. Fué entonces que conoció al abate Tardif de Moidrey, quien lo condujo a la Salette, donde le enseñó a entrar en el misterio de los Siete Dolores. Moidrey murió en la misma Salette, el año 1879.


Fué en los meses de febrero y marzo de aquel mismo año de 1877, que Bloy tuvo su encuentro con la pobre muchacha que figura en su libro Le Désespéré; con el nombre de Verónica. El verdadero nombre de aquella mujer arrancada por él a una vida de perdición, con peligro de su propia alma, es Ana María Roulet. Su aparición en la vida de Bloy fué de capital importancia. Llegó a ser una extraordinaria contemplativa; y se ofreció en oblación, para alcanzar los signos sensibles de la gloria de Dios, en espera de los cuales Bloy perecía de angustia y de impaciencia. No pudiendo resistir un estado de tensión excesiva, Ana María Roulet terminó por perder la razón. Hasta el momento de ese desenlace terrible, que ocurrió en 1882, transcurrieron cuatro años de miseria material y de vehementes oraciones. Bloy solía pasarse las mañanas enteras en San Sulpicio, oyendo todas las misas. Fué por entonces que recibió tantas gracias e iluminaciones sensibles, muchas de ellas por ministerio de Ana María, a cuyas palabras atribuía una gran importancia. Bloy vivió después, casi constantemente, en la noche de la pura fe; y así, en sus libros, no hizo más que amonedar los bienes recibidos durante aquella época.

Ana María fué su primer amor. Al mismo tiempo que el amor divino se adueñaba de su alma, el amor irreflexivo de la criatura se despertó en él por vez primera. A causa de la desproporción que hay entre la fuerza del amor de Dios y la miserable debilidad del corazón humano, confiesa el mismo Bloy, ese conflicto de los dos amores, que le halló desprevenido y le sumió en alternativas angustiosas. Desde el fondo del pecado en que a veces caía, descendía a un abismo de arrepentimiento más profundo que el de la culpa, pues siempre el amor de Dios era el más fuerte. Nunca dudó de la Misericordia; y por eso, reciamente experimentado en los dolores propios de la discordante condición humana, pudo entregarse, purificada su substancia, al ejercicio del amor divino.

Quisiera leeros lo que él dice de Verónica, de Ana María Roulet, siete u ocho años más tarde, en un precioso libro póstumo que publicó su esposa con el título de "Lettres a sa Fiancée":

Conocí a una muchacha muy pobre, llamada Verónica, completamente desprovista de ciencia; pero en su corazón ardía el fuego de todas las constelaciones. No sabía nada; en cambio tenía el conocimiento de su propia nada, y una obediencia irreflexiva como la que exige el puro amor. Por eso fué levantada a la contemplación de la gloria de Dios y recibió iluminaciones tan grandes, que me admiro y espanto al pensar en todo aquello.

En efecto, aún teniendo en cuenta la terrible conclusión y descontando lo que pudiera provenir de su condición enfermiza, Verónica había recibido dones de contemplación de una importancia indiscutible.

Referente a Verónica, os citaré otro texto de mucho interés. Está sacado del mismo libro, y dice así:

Tu buen consejo me ha dado una buena ocasión para mostrarte la mucha miseria de mi alma. No he dejado nunca de amar a Dios, y siempre me creí capaz, llegado el caso, de dar la vida por su gloria. Pero después de la catástrofe horrible de Verónica, me sentí abandonado por el espíritu de oración. Se abrió en mi pecho algo así como una úlcera dolorosa que otras desgracias han venido a ensanchar y corromper. Para que no faltara nada, fuí puesto en pugna con la codicia turbulenta de mi carne, y no pude recuperar aquella piedad de mis primeros años de obediencia, que era realmente extraordinaria. Desde entonces, muchas veces me he levantado contra Dios, reprochándole haberme abandonado, reprochándole el ser excesivo en el rigor con que trata a los que le aman. El dolor de sentirme aquí abajo como en un destierro, vino a sumarse a los otros dolores, agravándolos.

Bien sé que esto no es más que una crisis, aunque muy larga y espantosa, y que debe llegar algún día a su fin; y que tú has sido enviada para curar ese dolor. Lo creo firmemente, profundamente, y es necesario que tú también lo creas. Es para eso que he deseado tanto tu entrada en la Santa Iglesia.

Es preciso entender que hay en mí realmente dos hombres, muy separados, muy divididos. Soy, por excelencia, el hombre doble e inconstante en sus caminos, de que habla Santiago, aquel dulce Apóstol a quien llamaban hermano del Señor.

Mi razón siempre intacta, y siempre iluminada por la fe no ha vacilado ni un instante; pero mi corazón, mi pobre corazón…  ¿quién podría creer que el mismo hombre que vé con tanta claridad la gloria de Dios, el mismo que dice cosas capaces de reanimar a sus hermanos desesperados y que no podría hablar de la Santísima Trinidad sin llorar de amor, es librado todos los días al ataque de las tentaciones más violentas, y que en ningún momento es dueño de su corazón?


Amada mía, tú sabes que en otra época, hace ya muchos años, pedí la gracia de sufrir mucho por la gloria del Señor. Mis oraciones, casi continuas durante largos meses, fueron tan ardientes, tan apasionadas, que es imposible darte una idea exacta de la vehemencia de aquel deseo. Ya te había hablado de estas cosas, y así perdóname que vuelva sobre ellas. Pero este es el único acontecimiento que puede explicar mi vida. Dios, que nos conoce perfectamente, escucha con bondad nuestros ruegos, y en vez de darnos lo que pedimos, nos da lo que necesitamos. Este pensamiento debe ser el principio de toda resignación cristiana. Le pedí que me hiciera sufrir por mis hermanos y por El mismo, en mi cuerpo y en mi alma. Mas yo pensaba en sufrimientos muy nobles y muy puros, y hoy comprendo que tales como yo los deseaba hubieran sido un gozo. No pensaba en este sufrimiento infernal que me ha enviado y que consiste en retirarse aparentemente de mí, en abandonarme sin defensa en medio de mis enemigos más crueles. Cuando recibí en custodia el tesoro de aquel ser prodigioso a quien llamé Verónica, pude creerme exaudido pues tuve mucho que sufrir todos los días, continuamente angustiado por una extrema pobreza, de la cual aquel vaso de infinitas alabanzas debía ser preservado. Pero entonces no me faltaba el consuelo de revelaciones y alegrías celestes que los mismos ángeles hubieran deseado. Aquel no era todavía el verdadero sufrimiento. Lo conocí, realmente, cuando Dios vino a llevarse lo que El mismo me había confiado.