miércoles, 15 de junio de 2016

El que ha de Volver, por M. Chasles. Segunda Parte: Reinará (II de X)

II

ES A MI A QUIEN RECHAZAN
PARA QUE NO REINE MAS SOBRE ELLOS

I Rey. VIII, 7

Dios, que por medio del don de la Ley preparó a su pueblo para recibir a Cristo, quería también prepararlo para acoger el reino mesiánico. El Mesías debía ante todo sufrir, y sin su rechazo por parte de los judíos habría vuelto para reinar sin tardanza, después de la Ascensión. Es indudable que en tiempo de la Ley, el Eterno quería regir sobre Israel, su pueblo, gobernarlo como rey, ser su jefe militar y dirigir sus combates.

Por el desenvolvimiento del poder teocrático, Dios se proponía formar a dicho pueblo, educarlo, para que aceptara un día someterse a un rey visible: Cristo.

Si bien es cierto que Dios suscitó algunos jefes, como los Jueces, lo hizo en el entendimiento de ser Él su único Rey. No quería de ningún modo que el pueblo "escogido" fuera semejante a las otras naciones que se dan un rey para que las domine.

Fácil es notar en algunos detalles la actitud psicológica del pueblo de Dios, tan profundamente indisciplinado. Analizándola, comprenderemos mejor cómo, muchos siglos después, rechazará a su Mesías-Rey. ¡Permanecía el mismo espíritu, el del hombre caído, siempre ambicioso de arrancar a Dios sus derechos y su autoridad!

La primera tentativa de Israel, para establecer sobre él una realeza humana, se remonta a la época de Gedeón.

Cuando éste volvió victorioso de los Madianitas - victoria milagrosa debida únicamente al poder divino - el pueblo lo aclamó y quiso hacerlo rey. Mas no aceptó, y guardando la humilde actitud de un servidor delante del verdadero vencedor, dijo a la muchedumbre que le oprimía: "No reinaré yo sobre vosotros, ni reinará mi hijo sobre vosotros. YAHVÉ SEA QUIEN REINE SOBRE VOSOTROS” (Jue. VIII, 23).


A la muerte de Gedeón, el pueblo, deseoso de tener un rey, dió este título a Abimelec, un usurpador, que inmediatamente lo aceptó. Entonces el hijo de Gedeón protestó. Para dar autoridad a su voz, subió sobre el Garizim y exclamó: "Oídme, señores de Siquem, para que os oiga Dios. Fueron una vez los árboles a ungir un rey que reinase sobre ellos; y dijeron al olivo: “Reina tú sobre nosotros”. El olivo les contestó: “¿Puedo acaso yo dejar mi grosura, con la cual se honra a Dios y a los hombres, para ir a mecerme sobre los árboles?” Entonces dijeron los árboles a la higuera: “Ven tú y reina sobre nosotros”. La higuera les respondió: “¿He de dejar acaso mi dulzura y mi excelente fruto, para ir a mecerme sobre los árboles?” Dijeron, pues, los árboles a la vid: “Ven tú y reina sobre nosotros”. Mas la vid les respondió: “¿He de dejar acaso mi vino que alegra a Dios y a los hombres, para ir a mecerme sobre los árboles?” Entonces todos los árboles dijeron a la zarza: “Ven tú y reina sobre nosotros”. Respondió la zarza a los árboles: “Si es que en verdad queréis ungirme rey sobre vosotros, venid y refugiaos bajo mi sombra; y si no, salga fuego de la zarza que devore los cedros del Líbano” (Jue. IX, 7-15).

Fácil es comprender el irónico símbolo de la zarza que reinando no tiene nada que perder; nada que dar; que ofrece su sombra… ¡y que amenaza aún con ahogar a los cedros del Líbano!

He aquí una imagen de una realeza terrestre que se inspiraba sólo en el orgullo y que de buena gana se cierne sobre los demás hombres.

El pueblo debería haber aprovechado la lección, y renunciar a su petición de tener: "Un rey como las otras naciones". Mas no fué así. Cuando Samuel envejeció, los ancianos se reunieron en Rama y le dijeron: “Establece sobre nosotros un rey como en las otras naciones…”.

"Desagradó a Samuel esta propuesta que le expresaron: “Danos un rey que nos juzgue.” E hizo Samuel oración a Yahvé. Respondió Yahvé a Samuel: “Oye la voz del pueblo en todo cuanto te digan; porque no te han desechado a ti, sino a Mí, para que no reine sobre ellos. Todo lo que han hecho (conmigo) desde el día que los saqué de Egipto hasta este día, en que me han dejado para servir a otros dioses, lo mismo hacen también contigo. Ahora, pues, escucha su voz, pero da testimonio contra ellos, y anúnciales los fueros del rey que va a reinar sobre ellos” (I Rey. VIII, 6-9).

Dios como Rey supremo es arrojado por su pueblo, como lo ha sido por Adán, como Jesús lo será por los judíos, como cada uno de nosotros lo rechaza prefiriendo el ídolo del "yo" o del dinero, ese Mammón temible de los últimos tiempos.

Entonces Dios ordena a Samuel consagrar a Saúl y más tarde, después de la desobediencia de éste, le ordena hacer rey a David.

Los planes de Dios parecen destruídos. La realeza del Eterno es sustituida por una realeza humana que regirá a Israel en adelante. El hombre va a dirigir sus miradas hacia el hombre, en lugar de elevarlas, cargadas de esperanzas, hacia un rey divino.

Pero Dios no se deja vencer por el mal y frustra los designios perversos de los hombres.

El rey David será el antepasado directo de Cristo. Su raza será bendita porque Jesús será el "Hijo de David". "Yo soy — dirá — la raíz y el linaje de David" (Apoc. XXII, 16).

A David, pues, son conferidas las más magníficas promesas mesiánicas: "Tu casa y tu reino serán estables ante Mí eternamente, y tu trono será firme para siempre" (II Rey. VII, 16).

El ángel Gabriel confirmará a la Virgen esta profecía: "Se le dará el trono de David, su padre" (Lc. I, 32).

Así, la organización de la realeza humana, contraria al principio a la voluntad de Dios, llegó a ser la figura de aquella de Cristo, raíz y posteridad de David.

Desde ese momento se puede presentir el reino glorioso y futuro de Jesús, del cual el de Salomón fué la impresionante figura.

La historia del pueblo de Israel se desarrolló en función del Mesías.


Pero a la realeza de David, Dios debía agregar un nuevo poder: el ministerio profético.