II
ES A MI A QUIEN RECHAZAN
PARA QUE NO REINE MAS SOBRE ELLOS
I Rey. VIII, 7
Dios, que por medio del don de la Ley preparó a su pueblo para recibir a
Cristo, quería también prepararlo para acoger el reino mesiánico.
El Mesías debía ante todo sufrir, y sin su rechazo por parte de los judíos
habría vuelto para reinar sin tardanza, después de la Ascensión. Es indudable
que en tiempo de la Ley, el Eterno quería regir sobre Israel, su pueblo,
gobernarlo como rey, ser su jefe militar y dirigir sus combates.
Por el desenvolvimiento
del poder teocrático, Dios se proponía formar a dicho pueblo, educarlo, para
que aceptara un día someterse a un rey visible: Cristo.
Si bien es cierto que Dios suscitó algunos jefes, como los Jueces, lo
hizo en el entendimiento de ser Él su único Rey. No quería de ningún modo que
el pueblo "escogido" fuera
semejante a las otras naciones que se dan un rey para que las domine.
Fácil es notar en algunos detalles la actitud psicológica del pueblo de
Dios, tan profundamente indisciplinado. Analizándola, comprenderemos mejor
cómo, muchos siglos después, rechazará a su Mesías-Rey. ¡Permanecía el mismo
espíritu, el del hombre caído, siempre ambicioso de arrancar a Dios sus
derechos y su autoridad!
La primera tentativa de
Israel, para establecer sobre él una realeza humana, se remonta a la época de
Gedeón.
Cuando éste volvió
victorioso de los Madianitas - victoria milagrosa debida únicamente al poder
divino - el pueblo lo aclamó y quiso hacerlo rey. Mas no aceptó, y guardando la
humilde actitud de un servidor delante del verdadero vencedor, dijo a la muchedumbre
que le oprimía: "No reinaré yo sobre
vosotros, ni reinará mi hijo sobre vosotros. YAHVÉ SEA QUIEN REINE SOBRE
VOSOTROS” (Jue. VIII, 23).
A la muerte de Gedeón, el
pueblo, deseoso de tener un rey, dió este título a Abimelec, un usurpador, que
inmediatamente lo aceptó. Entonces el hijo de Gedeón protestó. Para dar
autoridad a su voz, subió sobre el Garizim y exclamó: "Oídme, señores de
Siquem, para que os oiga Dios. Fueron una vez los árboles a ungir un rey que
reinase sobre ellos; y dijeron al olivo: “Reina tú sobre nosotros”. El olivo
les contestó: “¿Puedo acaso yo dejar mi grosura, con la cual se honra a Dios y
a los hombres, para ir a mecerme sobre los árboles?” Entonces dijeron los
árboles a la higuera: “Ven tú y reina sobre nosotros”. La higuera les
respondió: “¿He de dejar acaso mi dulzura y mi excelente fruto, para ir a
mecerme sobre los árboles?” Dijeron, pues, los árboles a la vid: “Ven tú y
reina sobre nosotros”. Mas la vid les respondió: “¿He de dejar acaso mi vino
que alegra a Dios y a los hombres, para ir a mecerme sobre los árboles?” Entonces
todos los árboles dijeron a la zarza: “Ven tú y reina sobre nosotros”. Respondió
la zarza a los árboles: “Si es que en verdad queréis ungirme rey sobre
vosotros, venid y refugiaos bajo mi sombra; y si no, salga fuego de la zarza
que devore los cedros del Líbano” (Jue. IX, 7-15).
Fácil es comprender el irónico símbolo de la zarza que reinando no tiene
nada que perder; nada que dar; que ofrece su sombra… ¡y que amenaza aún con
ahogar a los cedros del Líbano!
He aquí una imagen de una
realeza terrestre que se inspiraba sólo en el orgullo y que de buena gana se
cierne sobre los demás hombres.
El pueblo debería haber
aprovechado la lección, y renunciar a su petición de tener: "Un rey como las otras naciones".
Mas no fué así. Cuando Samuel envejeció, los ancianos se reunieron en Rama y le
dijeron: “Establece sobre nosotros un rey como en las otras naciones…”.
"Desagradó a Samuel
esta propuesta que le expresaron: “Danos un rey que nos juzgue.” E hizo Samuel
oración a Yahvé. Respondió Yahvé a Samuel: “Oye la voz del pueblo en todo
cuanto te digan; porque no te han desechado a ti, sino a Mí, para que no reine
sobre ellos. Todo lo que han hecho (conmigo)
desde el día que los saqué de Egipto hasta este día, en que me han dejado para
servir a otros dioses, lo mismo hacen también contigo. Ahora, pues, escucha su
voz, pero da testimonio contra ellos, y anúnciales los fueros del rey que va a
reinar sobre ellos” (I Rey. VIII, 6-9).
Dios como Rey supremo es arrojado por su pueblo, como lo ha sido por
Adán, como Jesús lo será por los judíos, como cada uno de nosotros lo rechaza
prefiriendo el ídolo del "yo" o del dinero, ese Mammón temible de los
últimos tiempos.
Entonces Dios ordena a
Samuel consagrar a Saúl y más tarde, después de la desobediencia de éste, le
ordena hacer rey a David.
Los planes de Dios parecen destruídos. La realeza del Eterno es
sustituida por una realeza humana que regirá a Israel en adelante. El hombre va
a dirigir sus miradas hacia el hombre, en lugar de elevarlas, cargadas de esperanzas,
hacia un rey divino.
Pero Dios no se deja vencer por el mal y frustra los designios perversos
de los hombres.
El rey David será el antepasado directo de Cristo.
Su raza será bendita porque Jesús será el "Hijo de David". "Yo soy — dirá — la raíz y el linaje de David" (Apoc. XXII, 16).
A David, pues, son conferidas las más magníficas promesas mesiánicas:
"Tu casa y tu reino serán estables
ante Mí eternamente, y tu trono será firme para siempre" (II Rey. VII,
16).
El ángel Gabriel confirmará a la Virgen esta profecía: "Se le dará el trono de David, su padre"
(Lc. I, 32).
Así, la organización de la
realeza humana, contraria al principio a la voluntad de Dios, llegó a ser la
figura de aquella de Cristo, raíz y posteridad de David.
Desde ese momento se puede
presentir el reino glorioso y futuro de Jesús, del cual el de Salomón fué la
impresionante figura.
La historia del pueblo de
Israel se desarrolló en función del Mesías.
Pero a la realeza de
David, Dios debía agregar un nuevo poder: el ministerio profético.