XI
HE AQUI QUE VENGO PRONTO
Apoc. XXII, 7
Es doloroso para nuestro
espíritu humano que siempre trata de apoyarse sobre realidades concretas tener
que resignarse a abandonar lo conocido, la tierra firme, para reconocerse
vencido y decir: "no sé, no comprendo, pero, someto mi juicio y renuncio a
penetrar más adelante".
Los faroles de los
automóviles deslumbran en el camino obscuro. Igualmente los faros de los misterios
futuros nos ciegan por su luz demasiado intensa, a menos que por la pureza de
la mirada pongamos todo nuestro cuerpo bajo la acción de la luz divina (Luc. XI,
33-36). Y aún así seguiremos siendo unos pobres hombres.
Entre los misterios que nos deslumbran y nos ciegan a la vez está
"el misterio del tiempo" del cual vamos a tratar de balbucir alguna
cosa.
¿Cómo explicar que
aparentemente los evangelistas, los apóstoles Pedro, Pablo, Santiago, Judas
Tadeo y Juan parecen creer inminente la vuelta del Señor Jesús? Cuatro veces en
el Apocalipsis, hablando Jesús de sí mismo, dice a Juan: "He aquí vengo pronto"[1] y esta es la última palabra
de esperanza del Esposo a la Esposa, la suprema palabra alentadora: "¡Sí,
vengo pronto!".
Esta espera de los Evangelistas que a primera vista parece errada,
coloca a la mayor parte de los cristianos en el campo de los "burlones"
de que habla San Pedro: "Vendrán impostores burlones que, mientras viven según sus propias
concupiscencias, dirán: “¿Dónde está la promesa de su Parusía? Pues desde que
los padres se durmieron todo permanece lo mismo que desde el principio de la
creación” (II
Ped. III, 3-4). Pensamos a menudo como ellos ¿no es verdad?
Entonces los exégetas
recurren a numerosas explicaciones para justificar la enseñanza de Jesús y de
los apóstoles sobre este punto.
Después de haber meditado
mucho sobre los textos que anuncian la Parusía, daremos aquí algunas de nuestras
conclusiones.
Cuando San Pablo dijo a los tesalonicenses: "Nosotros, los vivientes
que quedemos hasta la Parusía del Señor" (I Tes. IV, 15), habló como lo hicieron por ejemplo nuestros
abuelos, testigos de los desastres de 1870[2]. "Reconquistaremos —decían— la Alsacia
y la Lorena. Su edad avanzada no les permitía pensar que participarían en una
revancha muy próxima, pero la veían, sin embargo, realizada en esperanza. El
"Nosotros" era toda la Francia que hablaba por ellos. El
"Nosotros los vivientes", de San Pablo, es la Iglesia terrestre.
Cuando Jesús venga, habrá personas vivas y a estos vivientes se refiere el
Apóstol. Pablo como cristiano se
incorpora a la Iglesia de todos los tiempos, exactamente como un francés habla
en nombre de la Francia de todos los tiempos: ¡Nosotros los vivos!... ¡Nosotros
los franceses!
Ahora si los apóstoles
hablan de la vuelta de Jesús como próxima, San Pablo pone en guardia a los
tesalonicenses contra toda falsa interpretación.
Dice el Apóstol:
"Pero, con respecto a la Parusía de nuestro Señor Jesucristo y nuestra
común unión a Él, os rogamos, hermanos, que no os apartéis con ligereza del
buen sentir y no os dejéis perturbar, ni por espíritu, ni por palabra, ni por
pretendida carta nuestra en el sentido de que el día del Señor ya llega. Nadie
os engañe en manera alguna, porque primero debe venir la apostasía y hacerse
manifiesto el hombre de iniquidad, el hijo de perdición"
(II Tes. II, 1-3).
En realidad los apóstoles
consideraban que después de la Ascensión y de Pentecostés los únicos acontecimientos
importantes de esperar eran el advenimiento de Jesús y la resurrección de los
cuerpos por el complemento del misterio de Cristo.
Hicieron, pues, de estas
dos promesas: Retorno y resurrección de entre los muertos, las bases de su
confianza y de sus epístolas. Habían comprendido que el primer acto del gran
drama de la Redención anunciada en el Edén, había concluido. Quedaba el segundo
acto. Entonces toda su preocupación era iniciar a los cristianos de todos los
tiempos en seguir su desarrollo del cual la conclusión será el nuevo "Ecce vengo", "He aquí que vengo".
Pero lo que nos abisma y
nos descorazona es el misterio del tiempo.
Cuando dirigimos nuestra
mirada, ora sobre los siglos transcurridos, ora sobre los siglos que han de
venir, sentimos que hay un abismo infranqueable entre el hombre finito y Dios
infinito.
Moisés en su oración trata
de poner al alcance de la inteligencia humana el tiempo fuera del tiempo. Nos dice que para Dios "mil años
son a sus ojos como el día de ayer cuando ya pasó y como una vigilia de la
noche" (Sal. XC, 4).
San Pedro citará este
texto en su segunda epístola a propósito de la paciencia del cristiano al esperar
el retorno de Jesús (II Ped. III, 8).
Si para Dios mil años son
"como una vigilia de la noche", 4.000 años son como una noche, puesto
que la noche romana tiene cuatro vigilias.
Entonces, si Jesús hace
esperar todavía 2.000 años su venida, este tiempo que tan largo nos parece, ¡será
menos de una noche para Dios!
Metáfora maravillosa para
hacernos comprender la estupidez de nuestro espíritu cuando discutimos sobre
los tiempos y las cosas de Dios. ¿No mereceríamos acaso la invectiva de Jesús a
los discípulos de Emmaús: "¡Oh necios!", "pues Dios llama las cosas
que no son como las que son" (Rom. IV, 17). Para Él, el tiempo no es nada;
tampoco lo es para Jesús-Dios: "Antes de que Abrahán fuese, yo soy"
(Jn. VIII, 58).
Pero interroguemos ahora a
la ciencia moderna ¿Qué piensan los geólogos respecto de la antigüedad del
hombre?
Si se supone que el hombre
existía ya desde el principio de la era cuaternaria, en la cual estamos
todavía, — y esta hipótesis es a veces admitida, —sería preciso tomar en cuenta
los cálculos obtenidos según la concordancia de los datos geológicos y las leyes
de la radioactividad. La era cuaternaria cuenta ya a lo menos con un millón de
años, a lo más, un millón y medio.
Pero atengámonos a la
opinión más corriente sobre la aparición del hombre: su existencia cuenta a lo
menos con 50.000 años, si no con 100.000. Para no ser tachados de exageración,
quedamos en esta cifra de 100.000 para la creación del hombre. Estamos lejos en
todo caso de los 4.000 años de la creencia popular.
La cronología bíblica no
se altera por esto, pues no puede ser establecida más que a partir de Abrahán.
Hasta él, da solamente las grandes etapas de la humanidad designadas por los
nombres de los primeros patriarcas.
Si el hombre tiene 50.000
años de existencia, consideremos que los más antiguos documentos de la historia
no se remontan más allá de cuatro o cinco mil años antes de Jesucristo.
Sin embargo, a primera
vista, la civilización egipcia nos parece bastante lejana. Pero esto es para
cálculos de hombres de puntos de vista limitados; de hecho, para los geólogos,
somos contemporáneos de la Esfinge ¿Qué son, en efecto, con relación a los
orígenes de la humanidad, algunos miles de años?
Permítasenos una comparación
para representarnos mejor los tiempos transcurridos después de Adán en relación
a los tiempos transcurridos después de Jesucristo.
Tomemos un libro. Convengamos
que cada hoja represente mil años. Comencemos por abrirlo en la última hoja.
Esta última hoja nos hace llegar al año mil; demos vuelta la precedente y estaremos
en los tiempos de Jesucristo. Volvamos dos hojas más y nos encontraremos con
Abrahán; después dos hojas o tres y habremos alcanzado el límite de las más
antiguas civilizaciones conocidas. Pero nos será preciso dar vuelta todavía 43
hojas más para llegar a la creación de Adán.
¿No podemos decir,
entonces, que el ''Yo vengo luego" está bastante próximo a nosotros? ¡Fué
dicho en la penúltima hoja de nuestro libro!
Cualquiera que sea el
número de siglos transcurridos, entre la promesa del Salvador en el Edén y la venida
de Cristo, será siempre aquella espera la vigilia larga. La nuestra no será
nada comparada con aquélla.
Y aún más, si después de
habernos preguntado la edad del hombre nos preguntamos la de la tierra, ¿qué
aprenderemos sobre el tiempo?
Aquí los geólogos dan como
unidad el millón de años. Ellos dicen: "Los Alpes son de ayer" porque
no tienen sino un poco más de un millón de años, mientras que el Macizo Central
o las Cadenas son "montañas antiguas", pues se han formado hace más
de 260 millones de años, según cálculos aproximados.
Delante de semejantes
cifras la conclusión se impone ¿Qué somos nosotros para querer contar los
tiempos? Job quiso, al principio, "comprender"
estos misterios terrestres, pero él también se debió declarar vencido…
“He hablado temerariamente
de las maravillas superiores a mí y que yo ignoraba… Por eso me retracto y me
arrepiento, envuelto en polvo y ceniza” (Job XLII, 3-6). Así llegó Job al conocimiento
de su nada con relación a Dios.
Asimismo, el tiempo es
nada delante de Dios: "Es la sombra que se alarga" (Sal. CII, 12).
El tiempo, cosa preciosa
para el hombre, pues le permite glorificar a su Creador, que es su fin último,
desaparece delante de ese mismo Creador. Dios, con un solo acto, abraza la
formación del cielo y la tierra hasta los nuevos cielos y la nueva tierra. Para
Él, todos los momentos de la vida del mundo no son más que un momento, hasta la
hora en que "no habrá más tiempo" (Apoc. X, 6).
Todo se confunde en una
sublime ciudad, todo es un solo acto de amor, ya sea que se le mire como acto
creador, conservador, redentor o remunerador. El tiempo ha huído delante del
Amor, delante del acto puro, del cual todo sale y en el cual todo ter-mina. El
que dijo a Moisés "Yo soy el que soy" (Ex. III, 14) siempre puede
decir "Sí, vengo pronto" (Apoc. XXII, 20), porque para Dios "
las cosas que (aun)
no son como si (ya) fuesen"
(Rom. IV, 17).
[2] Recuérdese que la autora es francesa (N. del
T.).