Portada del volúmen 1 |
EL BESTIARIO DE CRISTO, El
simbolismo animal en la Antigüedad y la Edad Media,
por L. Charbonneau-Lassay, Editorial Olañeta,
2 vol., 2 ed. 1997.
Este formidable libro,
aparecido al comenzar la Segunda Guerra mundial, irrumpió como una potente voz
en medio de un siglo racionalista incapaz de ver más allá de los sentidos.
Se dice que el autor tenía
la intención de mostrarnos no sólo el simbolismo animal, sino también el de las
plantas, los fenómenos celestes, los símbolos geométricos, gráficos y litúrgicos,
la iconografía de los personajes mitológicos, paganos y bíblicos y por fin el
del Sagrado Corazón de Jesús.
Como se vé, el campo era
vastísimo y de haber podido dar a luz semejante proyecto hubiéramos tenido en
nuestras manos una verdadera obra monumental, pero los caminos de Dios, que no
son los nuestros, nos piden que nos conformemos solamente con el simbolismo animal.
El libro, alabado por el
mismísimo Pío XII, nos toma como de la mano y nos hace recorrer una tras otra
numerosas clases de animales señalándonos a cada paso la relación simbólica con
la persona adorable del Redentor.
La obra trasluce una
profunda piedad y una ortodoxia irreprochable.
A través de casi mil
páginas el autor, después de una introducción, nos lleva a contemplar las
maravillas del simbolismo primero en los cuatro Animales de Ezequiel y San Juan
y luego se detiene como de paso por algunas partes del cuerpo humano, para
continuar analizando, desmenuzando,
parte por parte, los animales domésticos, salvajes y fabulosos; las
aves fabulosas, rapaces, de los bosques y
campos, de las aguas y ríos, domésticas y las partes del ave; los peces,
los reptiles, los insectos, las conchas, para terminar con los cefalópodos
y zoófitos.
En total, casi 140
capítulos que delatan a cada paso la maestría con que el autor maneja estos
temas.
Gracias a la publicación
de la Editorial Olañeta, los lectores de la hermosa lengua de San Juan de la
Cruz tenemos la posibilidad de tener en nuestras manos esta verdadera obra
maestra.
***
Nada mejor que finalizar
con estas palabras del autor apenas comenzado el libro:
He
aquí, pues, lo que la Iglesia cristiana católica nos dice de su fundador:
Cristo
está vivo.
Jesús,
el Cristo, que murió por todos nosotros, cuyo cuerpo fue crucificado en el
monte Gólgota, está vivo.
Su
cuerpo carnal desgarrado, completamente vacío de su sangre, reposó verdaderamente
muerto en el fondo del sepulcro y, sin embargo, naturaleza divina y naturaleza
humana, persona única, Cristo ha permanecido vivo.
Y
si su carne, nacida de la mujer bendita entre todas las mujeres, conoció la muerte,
Él, por otra parte, nunca tuvo nacimiento ni muerte; y la muerte que destruye
no lo alcanzará: Él es el Eterno. Él es principio y fermento inmortal de toda
vida, señor absoluto de la vida y de la muerte, y por eso su cuerpo, que había
muerto, recobró la vida cuando Él lo quiso, en la clara mañana del tercer día.
Cristo
vive.
Vive
con una vida deslumbrante más allá de las inmensidades y, en la tierra, con una
vida misteriosa y velada con las apariencias materiales de las especies
transubstanciadas de su Eucaristía. Nuestros ojos carnales no pueden verlo,
pues no han sido creados para percibirlo, pero las almas que lo buscan lo encuentran
a cada paso, lo reconocen y participan de su vida; pues Él vive en aquellos que
son de Él, que piensan y actúan conforme a su Espíritu.
Éstos,
a su vez, lo hacen vivir de otra manera en el culto que le rinden, en las virtudes
de sus almas, fruto de extraños combates, en las obras de sus inteligencias,
fruto de laboriosos esfuerzos. Vive incluso mediante aquellos que se alejan de
él y, rechazando su ley, lo combaten y se convierten así en agentes del mal. Y
ese gran muerto vivo ocupa entre nosotros un lugar más importante que los más
grandes de los vivos que pasan, corriendo de la cuna a la tumba.
Cristo
vive por siempre jamás.
Eso
es lo que dice la Iglesia.
Y todos
los símbolos, los emblemas y los atributos que el fervor de los siglos cristianos
consagró a ese Cristo bendito no expresan sino esa vida de Ser Eterno en su
doble naturaleza de Dios y Hombre, de Creador, de Redentor, de Iluminador, de
Purificador, de Doctor y de Guía de las almas; su vida sacramental en el altar;
su vida mística en las almas; su acción en y desde las que le están
consagradas, y también en aquellas que, rebeladas, combaten su espíritu, pues
tarde o temprano lo acabarán encontrando, según hayan sido sus obras, en forma
misericordiosa o como implacable justiciero.
Eso
es lo que expresa de maneras muy distintas la Simbología cristiana…