Nota del
Blog 2: No siempre hemos podido conseguir las mismas imágenes
que trae el autor, pero aún así hemos procurado que sean lo más parecidas
posible.
CAPÍTULO OCHENTA
EL PELÍCANO
EL VAMPIRO — EL MURCIÉLAGO
I. EL PELÍCANO EN LA NATURALEZA Y EN LA FÁBULA
ANTIGUA
El Pelícano, como el
Cisne, es al natural una gran palmípeda que alcanza a veces más de un metro de
longitud. En el agua, tiene todas las cualidades y toda la elegancia del cisne
en sus movimientos; es blanco, ligeramente tintado de color salmón, pero la bolsa
colgante que lleva bajo el larguísimo pico y sus alas caídas hacen que no sea,
en cuanto a belleza, más que el pariente pobre del cisne.
El pelícano de Europa, que
entró en la simbología cristiana a título de emblema de Cristo Jesús, es el que
los griegos llamaban Pelekos, de pelekus, el hacha, porque la abertura de
su desmesurado pico, que se ensancha en abanico, se parece al hierro del hacha
antigua donde cae en picado desde el cielo sobre los peces de superficie, que
constituyen su principal alimento. Los griegos antiguos lo llamaban también Onocrótalo porque encontraban extraño su
grito, krotos, parecido al rebuzno
del asno, onos.
El pelícano vive en la
Europa oriental, en el Asia sudoccidental y en el Norte de África. Dice Plinio
que en su época se encontraba en la parte de las Galias que da al Océano septentrional,
el Mar del Norte[1]. Algunos aseguran, y eso es
más probable, que a veces se encuentran pelícanos en las zonas mediterráneas de
Provenza y el Languedoc.
Hay una leyenda muy
antigua, relacionada con el Pelícano.
Dice
que a veces los polluelos de pelícano nacían tan débiles que parecían sin vida;
o bien que al regresar el ave a su nido encontraba que los había matado la
serpiente; otras veces, aquellas pequeñas aves recibían indignamente a su padre
cuando éste volvía y le daban picotazos y golpes de ala en la cabeza; y
entonces él, justamente enojado, les daba muerte allí mismo. Pero he aquí que,
tres días más tarde, viendo inanimados a sus pequeños —tanto si habían sido
víctimas de él como si no-, el pelícano sentía que se le partía su paternal corazón,
gritaba su dolor a los cuatro vientos, se inclinaba sobre los pequeños
cadáveres ensangrentados y, desgarrándose el pecho con el pico los rociaba con
su propia sangre. Entonces, bajo la tibia ablución de savia paterna, los pelícanos
muertos empezaban a estremecerse, volvían a la vida, agitaban alegremente las
alas y se acurrucaban amorosamente en el plumón del padre, a quien por partida
doble debían la vida (Fig. I).
Fig. I. |
[1] Cf. PLINIO, Historia Natural,
Libro X, LXVI.