VIII
HELO AQUI AL ESPOSO QUE VIENE
Mt. XXV, 6
"No durmamos como los demás hombres, sino velemos y seamos sobrios"
escribía el apóstol San Pablo a los Tesalonicenses (I Tes. V, 6). "Sed sobrios y velad" decía todavía
San Pedro a fin de resistir fuertes en la fe, al diablo que ronda (I Ped. V,
8). Jesús no recomienda otra cosa en la
enseñanza de la última semana y las parábolas escatológicas pueden resumirse en
una sola palabra: "¡Velad! Yo lo
digo a todos: ¡Velad!" (Mc.
XIII, 35-37).
Esta palabra será una de las últimas dirigidas a los apóstoles en la
noche de la agonía, palabra de reproche a los tres íntimos que se
durmieron en Getsemaní. El Maestro entristecido les dijo: "¿No habéis podido, pues,
una hora velar conmigo? Velad y orad" (Mt. XXVI, 40-41).
Pedro, que supo lo que le
costó dormir en lugar de velar con Jesús, ya que este primer relajamiento le
condujo a la negación, estará siempre vigilando.
Después de la Ascensión de
su Maestro él enseñará la vigilancia a sus hermanos: ¿Acaso no deben ellos
probar su fe? Pedro escribe: "A fin de que vuestra
fe, saliendo de la prueba mucho más preciosa que el oro perecedero –que también
se acrisola por el fuego– redunde en alabanza, gloria y honor cuando aparezca
Jesucristo. A Él amáis sin haberlo visto; en Él ahora, no viéndolo, pero sí
creyendo, os regocijáis con gozo inefable y gloriosísimo, porque lográis el fin
de vuestra fe, la salvación de (vuestras)
almas" (I Ped. I, 7-9).
Los evangelistas nos han
referido muchas parábolas del Señor
Jesús, sobre la vigilancia y sobre la larga espera del Esposo, del Maestro y del
Rey.
La primera de estas
parábolas, aquella de las vírgenes
prudentes y de las vírgenes necias, fué propuesta por Jesús el martes antes
de su muerte, en el Monte de los Olivos.
Jesús, para despertar la
atención de sus discípulos, se sirvió de una semejanza, que aún hoy será
fácilmente comprendida en Oriente, pues las costumbres recordadas por el
Maestro están todavía en vigor.
Cuando una joven abandona su casa para contraer matrimonio, es conducida
por un cortejo de amigas a la presencia del esposo que viene a su encuentro.
Entonces el esposo introduce a la esposa y a su corte a la sala del festín.
Generalmente el encuentro se hace en la tarde, de ahí la costumbre de
proveerse de lámparas, de esas pequeñas lámparas de tierra o de
bronce, cuya falta de capacidad hace necesario llevar consigo un pequeño
depósito con aceite de reserva.
Cinco de las jóvenes
habían tomado este vaso de emergencia para alimentar sus lámparas en caso de
que el esposo se hiciera esperar un poco. Las otras cinco habían descuidado
esta prudente precaución.
Ahora, la espera fué larga; duró hasta la media
noche. Todas las vírgenes se durmieron. Parece que esta larga espera, que era muy anormal, debía, según el pensamiento
de Jesús, llamar la atención de los discípulos y sobre todo la nuestra. Jesús
el verdadero esposo de la Iglesia y de las almas tardaría en volver.
Esta espera, es pues la nuestra,
la de los cristianos que nos han precedido. Estos murieron; estos son los
dormidos que esperan en el polvo el despertar, a la voz del Arcángel (I Tes.
IV, 16).
Pero ¿acaso muchos de los
vivos no duermen también? ¡Es tan pobre su esperanza en esa hora suprema!
A media noche un grito
resuena: “¡He
aquí al esposo! ¡Salid a su encuentro!”.
Entonces todas las
vírgenes se despiertan, pero no todas están preparadas para la venida del
Esposo. Mientras que las necias corren al mercado para comprar óleo, pues sus
lámparas se extinguen, las que están preparadas entran con el Esposo en la sala
de las bodas. Y la puerta se cierra.
Encontramos aquí, en esta hora solemne, imagen del segundo Advenimiento,
una especie de selección, de segregación, de separación radical entre las diez
vírgenes. Jesús había recordado una distinción semejante hecha por Dios entre
los hombres, en tiempos de Noé. Los hombres que sucumbieron durante el diluvio
y los ocho salvados en el arca. Esta separación ha de renovarse a su Venida:
"Entonces estarán dos en el campo, uno es tomado y uno dejado, dos
moliendo en el molino, una es tomada y una dejada" (Mt. XXIV, 40-41).
Así también cinco vírgenes están preparadas y entran a las bodas, cinco se
retrasan y son desechadas.
Cuando estas últimas
llegan con las lámparas encendidas, llaman y gritan: "¡Señor, Señor, ábrenos!" y el Esposo responde: "No os conozco". ¡Palabra punzante
entre todas! y Jesús pone en guardia a los cristianos: “Velad, les dice, porque no
sabéis el día ni la hora" (Mt. XXV, 1-4). En efecto, Jesús no reconocerá a los negligentes, a
aquéllos que no desearon ni amaron su regreso, a aquéllos que entre los
burlescos decían: "¿Dónde está la
promesa de su Parusía?" (II Ped. III, 4).
¿Seremos nosotros menos
fieles que los creyentes del Islam? Porque digno es de notarse en el Corán la
fuerte preocupación del profeta acerca del día de la "venida inevitable": "Que
no se diga que este día es una mentira". "Para aquél que espera el gran día: Paz sobre ti. Es el día de la verdad
y aquel que lo quiere, estará cerca de su Señor; verá entonces lo que han producido
sus manos".
Y también: "los
creyentes deben poner su esperanza en el último día: ¡En cuanto a aquéllos que
le vuelven la espalda!...". La frase permanece en suspenso, y esto es mucho
decir[1].
[1] "El Corán". Trad. Motntet, Payot, Edit. Sourates 78-82.