III
HE AQUÍ QUE VENGO
–ASÍ ESTÁ ESCRITO DE MÍ
EN EL ROLLO DEL LIBRO–
Sal. XL, 8
Los magos habían sido
conducidos a Jerusalén por la señal de la estrella; ahí vuelven a encontrar
otra fuente de conocimiento divino: la profecía.
Les fué revelada por la voz de los sacerdotes, y alumbrados los magos por estas dos sagradas manifestaciones: signo y profecía, llegaron a Belén y
descubrieron al Rey de los reyes.
Si la profecía para los
magos tuvo una importancia tan grande, — los condujo a Jesús, — ¿acaso no tuvo
también en el curso de la vida del Mesías un cumplimiento permanente? ¿No
podría decirse que todas las profecías bíblicas vienen a concentrarse sobre la
persona del Hijo de Dios? "He aquí que vengo
–así está escrito de Mí en el rollo del Libro– (Sal. XL, 8)[1].
Todo esto estaba escrito
para su primera venida y todo está escrito para el futuro.
Los profetas han sido los
depositarios de los secretos del Padre, referente a su Hijo: "Pues Yahvé,
el Señor, no hará nada sin revelar su secreto a sus siervos los profetas"
(Am. III, 7).
Ellos han escrito toda la
vida de Cristo: su vida pasada, su vida presente, su vida futura. Jesús ha desenrollado la primera parte
del rollo del Libro cumpliendo a la letra las profecías referentes a su primera
venida. Desenrollará el rollo hasta el fin al venir por segunda vez, para
cumplir, con no menos exactitud, las profecías referentes a su Vuelta y a su
Reino glorioso[2].
Podemos decir que los "secretos" de Dios, confiados
a sus servidores los profetas, están divididos en dos grupos proféticos.
El primero anunciaba el nacimiento del Mesías, su vida humillada, la revelación
de la ley de gracia, y sobre todo, las circunstancias precisas de su muerte
dolorosa. Jesús mismo ha puesto el sello sobre estas profecías y, a fin de
señalar su completa realización, sus últimas palabras, — notémoslo bien — sus
últimas palabras antes de su muerte, — fueron: "ESTA CUMPLIDO".
"Consummatum est". ¡Ya todo está hecho!" (Jn. XIX, 30). Los profetas habían escrito: ¡El Cristo ha
cumplido!
El segundo grupo profético anunciaba un Mesías glorioso y rey con todos
los grandes acontecimientos del fin de los tiempos: restauración de Israel y de
Jerusalén; vuelta gloriosa de Cristo para reinar con sus santos, día de
venganza de la justicia divina, después nuevos cielos y tierra nueva, un reino
sin fin.
Estas profecías del Antiguo
Testamento, han sido completadas por la enseñanza de los Apóstoles y sobre todo
por la "Revelación" — o Apocalipsis —hecha por Jesús mismo a San Juan
en la Isla de Patmos.
El Apocalipsis es el libro final que pone el sello sobre el segundo
grupo profético. Y si Jesús al morir decía: "Está cumplido",
dice a Juan para sellar su propia revelación: Estas palabras son ciertas y verdaderas... ¡HECHAS ESTÁN! (Apoc.
XXI, 6).
Constatamos, pues, que
Jesús confirma las profecías realizadas en Él, por su última palabra sobre la
cruz: “SE HA CUMPLIDO". Confirma que las profecías no realizadas todavía
se cumplirán y que entonces dirá: " HECHAS ESTÁN".
***
El Judío era un hombre que
miraba hacia adelante, hacia el Mesías. El cristiano, puede, a la vez, mirar
hacia un pasado realizado en Jesús y
también fijar sus ojos hacia una lejanía profética, esperando con alegre
esperanza que Cristo desarrolle el final del Libro.
Tratemos, pues, de evocar
la doble actitud del Judío de otro tiempo y la posterior del cristiano, frente
a la profecía.
La primera dificultad que
se encuentra cuando se habla de profecía — en cualquiera época que sea — es
relativa a los tiempos.
Generalmente el profeta,
que nos anuncia los acontecimientos futuros, ve estos acontecimientos a la
manera divina, es decir, sin planos sucesivos en el tiempo. Acerca a menudo
épocas alejadas unas de otras y las funde en un todo.
La palabra profética
franquea de un salto los siglos, que para Dios son como un día: entonces es
cuando le falta del todo la perspectiva y no puede ser registrada a la manera
de un hecho histórico.
Constatamos, por ejemplo,
cómo Jesús habla de la ruina próxima de Jerusalén, en la época romana, y del
fin del mundo actual, como de un mismo acontecimiento[3].
Cuando leemos el capítulo XXIV de San Mateo[4],
nos es preciso poner una gran atención en los términos empleados por Jesús al
referirse a uno u otro acontecimiento.
A veces, ciertas palabras
conciernen a los dos hechos indistintamente, pues, el primero, la toma de
Jerusalén, no debe ser más que un prototipo del segundo, que es el fin del
mundo presente.
Otra causa de error en la interpretación de las profecías proviene de la
falta de atención que se pone en la lectura de los textos y sobre todo, de que
se descuida establecer relaciones entre pensamientos semejantes. Es preciso saber
que la Biblia se ex-plica por la Biblia; lo divino se explica por lo divino.
"Quien quiere dar el sentido de la
Escritura, decía Pascal, y no lo toma
de la Escritura, es enemigo de la Escritura"[5].
"ninguna
profecía de la Escritura es obra de propia iniciativa"
(II Ped. I, 20).
Lo que falsea todavía, y gravemente el sentido de las
profecías, es la tendencia moderna a no explicarlas literalmente, sino de
manera simbólica o puramente espiritual. Volveremos sobre
esto.
En fin, es preciso temer la falta de libertad de ciertos espíritus que
sometidos en exceso a ideas preconcebidas están inclinados a leer, no lo que
está escrito, sino lo que quieren encontrar. Tal fué esencialmente el caso de
los Judíos.
Las profecías mesiánicas
eran numerosas y si los Judíos no se equivocaron en ellas, cuando fué preciso
indicar a los magos la ruta de Belén, al preguntar estos príncipes por "el Rey de los Judíos", fueron
incapaces, en cambio, de reconocer un Mesías venido para servir y morir. Leían,
sin embargo, el Salmo XXII y el capítulo LIII de Isaías, por no citar más que
estos dos textos que ofrecen una maravillosa síntesis de las profecías
mesiánicas: la vida paciente y humillada, la vida real y gloriosa. Pero el Judío que leía estas páginas no retenía más que el segundo aspecto
del Mesías, el Mesías Rey.
Leamos también nosotros
estos textos:
Contemplemos, en el Salmo 22 al varón de dolores
desamparado, a Aquél cuyos huesos se cuentan, aquél cuyas manos y pies están
traspasados, aquél cuya túnica se echó a la suerte, delante del cual se sacude
la cabeza en señal de desprecio: aquél que se compara "al gusano de la tierra", "al último del pueblo". Pero de repente,
al fin del mismo Salmo aparece la gloria prometida: "Recordándolo, volverán a Yahvé todos los confines de la tierra; y todas
las naciones de los gentiles se postrarán ante su faz. Porque de Yahvé es el
reino, y Él mismo gobernará a las naciones". Constatamos la misma síntesis
profética al leer el capítulo LIII de
Isaías. Después de haber hecho el más trágico, el más preciso, el más real
cuadro de la Pasión, a siglos de distancia — el corazón tiembla con esta
lectura de una realidad impresionante — el profeta narra la gloria de aquél que
ha llevado nuestras debilidades, nuestras heridas, la justificación de muchos
hombres por su sufrimiento; en fin, la gloriosa parte de su botín. El capítulo entero es la sorprendente
anticipación de las palabras de Jesús: "¿No era necesario que el Cristo sufriese así para
entrar en su gloria?”
(Lc. XXIV, 26)[6].
Pero todas estas cosas habían quedado en la penumbra. Para los Judíos el
Ungido del Señor debía restaurar la casa de David (Hech. XV, 16-17), volver a
levantar su trono, sacudir el yugo romano y el de Herodes, a fin de libertar
para siempre a Israel.
Tal era la enseñanza
rabínica. Pero, de todas maneras, los Judíos, que no habían recibido la
plenitud del sentido profético antes del Mesías, hubiesen podido adquirirlo
cuando Jesús predicó y desarrolló la verdadera naturaleza de su reino, en su
primer tránsito sobre la tierra. ¿No tenernos acaso testimonios irrecusables de
la manera cómo Cristo quería hacerse conocer por el camino profético? El mismo
explica los textos que le conciernen.
En Nazaret al principio de
su ministerio público, Jesús estaba en la sinagoga, un día Sábado. La costumbre
mandaba que se leyese, después de la oración, un pasaje de los profetas. Cuando
un extranjero o una notabilidad asistía a la reunión, el Jefe de la sinagoga lo
invitaba gustosamente a hacer esta lectura en el rollo manuscrito de los profetas
y a comentarla.
Se entregó, pues, a Jesús
el rollo del profeta Isaías "y al desarrollar
el libro halló el lugar en donde estaba escrito: “El Espíritu del Señor está
sobre Mí, porque Él me ungió; Él me envió a dar la Buena Nueva a los pobres, a
anunciar a los cautivos la liberación, y a los ciegos vista, a poner en
libertarla los oprimidos, a publicar el año de gracia del Señor”. Enrolló el
libro, lo devolvió al ministro, y se sentó; y cuantos había en la sinagoga,
tenían los ojos fijos en Él. Entonces empezó a decirles: “HOY ESTA ESCRITURA SE
HA CUMPLIDO delante de vosotros” (Lc. IV, 17-21).
Importa mucho notar aquí que Jesús ha detenido su
lectura en la mitad del versículo 2 del capítulo LI de Isaías: "Él me ha
enviado a publicar EL AÑO DE GRACIA DEL SEÑOR", alusión al año jubilar, en
el cual todas las deudas eran perdonadas.
El Cristo ha vuelto para salvar, pagar la deuda de
Adán, rescatar la humanidad. Pero la continuación anuncia que si el año
favorable pasa… El vendrá entonces para Promulgar EL DIA DE VENGANZA DE NUESTRO
DIOS". Jesús no había leído este anuncio terrible; su realización
pertenece al siglo futuro.
Así, pues, en este solo
versículo segundo, los dos grupos de profecías están bien deslindados.
El Mesías ofrecía un año de gracia como Salvador, pero vendrá también en
"el día de venganza" como rey y juez.
"Estamos en el tiempo
de la paciencia" (Rom. III, 26). ¿No vendrá pronto el tiempo de la cólera?
(II Ped. III, 10). Estos dos tiempos están en el rollo del Libro que de Él está
escrito.
[1] Este versículo y los anteriores están citados
en Heb. X, 5-7.
[2] El
libro era enrollado; en lugar de abrirlo se le desenrollaba. Los judíos de
nuestros días, guardan la antigua costumbre del rollo en sus Sinagogas. Ver en
el Apéndice: el "Cuadro de las profecías".
[3] Nota del Blog: sobre esto ver en el lugar correspondiente del INDICE
nuestro estudio sobre el Discurso Parusíaco.
[4] Nota del Blog: el texto dice “capítulo XXIV de San Marcos”.
[5] "Pensées". Edit. Gazier, p. 154.
[6] El eunuco de la reina Candace leía el capítulo
LIII de Isaías cuando se encontró con Felipe, quien "comenzando por este
pasaje le anunció la buena nueva de Jesús" (Hech. VIII, 26-40).