II. SAN PEDRO, «APÓSTOL DE LA CIRCUNCISIÓN»
Para entender exactamente
el valor y significación del apostolado
de la circuncisión, que San Pablo atribuye a San Pedro, hay que leer la
relación que nos hace el Apóstol de su ida a Jerusalén para someter la
aprobación de su Evangelio a los jefes de la Iglesia madre. Recogeremos
solamente los conceptos más importantes para nuestro objeto.
Transcurridos catorce años —dice—, subí de nuevo a Jerusalén… Subí conforme
a una revelación. Y les expuse el Evangelio que predico entre los gentiles, y
en particular a los que figuraban, por si yo corría o había corrido en vano… Pues
bien: los que figuraban nada me impusieron, sino al contrario, viendo que me había sido confiado el
Evangelio de la incircuncisión, como a Pedro el de la circuncisión —pues el que
infundió fuerza a Pedro para el apostolado de la circuncisión, me la infundió
también a mí para [el de] los gentiles—, y reconociendo la gracia que me
había sido dada, Santiago, Cefas y Juan, los que eran considerados como
columnas, nos dieron las diestras [en prenda] de unión a mí y a Bernabé, de suerte que nosotros [evangelizásemos] a
los gentiles, y ellos a la circuncisión (Gal. II, 1-9).
Este pasaje, en que San Pablo parece equiparar su apostolado con el apostolado
de Pedro, frecuentemente ha sido presentado como una dificultad contra la
existencia de un primado de jurisdicción único y universal. No obstante,
examinado atentamente, lejos de ser una dificultad contra el primado, es un
argumento positivo en su favor. No será difícil el
demostrarlo.
Mas antes notemos brevemente que el apostolado de que
aquí se habla no significa, directamente a lo menos, potestad de jurisdicción,
sino más bien el ministerio de la predicación. Y la distribución o demarcación de este apostolado entre Pedro y Pablo
no es exclusiva y cerrada. Como San Pablo predicó con frecuencia a los judíos,
así también San Pedro predicó no pocas veces el Evangelio a los gentiles. Con
esta demarcación etnológica o geográfica sólo se señala el campo ordinario del ministerio evangélico asignado a los dos príncipes
de los apóstoles.
Previa esta declaración,
todo nuestro raciocinio se resume en estas afirmaciones:
a) Por una parte, San
Pedro, como Apóstol de la circuncisión, posee la autoridad suprema sobre la
Iglesia de los judío-cristianos;
b) Por otra parte, San
Pablo, el Apóstol de la incircuncisión, y con él toda la Iglesia de los
cristianos venidos de la gentilidad, está sometido a la jurisdicción del
Apóstol de la circuncisión.
c) Conclusión de estas dos
afirmaciones combinadas es que San Pedro era el jefe supremo de la Iglesia universal.
Procedamos por partes.
A San Pedro atribuye San
Pablo de un modo especial característico el apostolado de la circuncisión. El
apostolado en este caso, como ya hemos advertido, directamente sólo significa
el ministerio de la predicación evangélica. Es verdad. Pero preguntamos: ¿por qué razón semejante apostolado se
atribuye con especialidad, y aun con cierta exclusión, a Pedro? Porque, claro
está, no era Pedro solamente el que predicaba el Evangelio a los judíos. Por
tanto, si el ejercicio de este apostolado no era exclusivo de San Pedro, la
razón de atribuirlo especial y aun exclusivamente a San Pedro no puede ser otra
sino que San Pedro tenía el gobierno o dirección suprema de este apostolado.
Hay más aún. ¿Por qué título correspondía
a San Pedro el gobierno supremo de este apostolado? Porque San Pedro no era el
obispo de la Iglesia madre de Jerusalén, ni menos encarnaba en sus ideas, y en
su proceder la tendencia judaica. Estos dos títulos evidentemente correspondían
más bien a Santiago, el obispo de Jerusalén y que muchos consideraban como
el representante de la tendencia judaica. Y, sin embargo, no corresponde a
Santiago, sino a San Pedro, el apostolado de la circuncisión. El verdadero título de este apostolado,
distinto de los precedentes y superior a ellos, no es otro que la autoridad o
jurisdicción suprema que Pedro tenía, con exclusión de Santiago, sobre toda la
Iglesia de los judo-cristianos. Y semejante autoridad por lo mismo que no era
local, era necesariamente universal y sin esta autoridad suprema no se explica,
ni se concibe siquiera, que San Pablo y los mismos jefes de la Iglesia de Jerusalén
hubieran atribuído a San Pedro la dirección suprema del apostolado de la
circuncisión. San Pedro, por tanto poseía el primado sobre toda la fracción
judaica de la Iglesia.
Y de este primado judaico
se sigue necesariamente el primado universal. Antes de probarlo por el
testimonio de San Pablo en el pasaje que estudiamos, no serán inútiles algunas
observaciones de carácter más general.
En absoluto, Jesu-Cristo
hubiera podido fundar su Iglesia sin investir a sus enviados o representantes
de verdadera autoridad espiritual. Mas desde el momento que nos consta
positivamente la existencia de la autoridad de la Iglesia, sería un absurdo, contrario
a la voluntad de Jesu-Cristo y al testimonio de la Escritura, suponer la
coexistencia de varias autoridades independientes. La unidad de la Iglesia, que tan apretadamente recomendó el divino
Maestro y que tanto inculca San Pablo, aun en la misma Epístola a los Gálatas,
exige imperiosamente que el principio de autoridad existente en la Iglesia se
reduzca a la unidad. Por tanto, si Pedro tiene el primado sobre la Iglesia de
los judío-cristianos, fuerza es que lo tenga, igualmente sobre la Iglesia de
los fieles venidos de la gentilidad. De lo contrario, faltaría en la Iglesia la
unidad de régimen, tan necesaria en toda sociedad bien organizada.
Enseña además San Pablo, también en la Epístola a los
Gálatas, que los judíos y los gentiles forman, es verdad, un solo cuerpo en
Cristo Jesús, mas no por títulos iguales. Que no son los unos y los otros dos
elementos homogéneos que se combinan por igual, ni menos los gentiles absorben
a los judíos sino al contrario, son los judíos los que incorporan a sí y como absorben
a los gentiles, para formar el Israel de
Dios, como hermosamente dice el Apóstol (Gal. VI, 16). Los judaizantes, a quienes combate San
Pablo en esta Epístola, pretendían que los gentiles, al convertirse al
cristianismo, recibiesen la circuncisión para entrar así a formar parte de la
descendencia de Abrahán. A esto responde el Apóstol negando la necesidad de la
circuncisión, pero concediendo y poniendo de relieve la necesidad de entrar a
formar parte de la descendencia de Abrahán, lo cual alcanzan los gentiles
mediante la fe y el bautismo en Cristo
Jesus. En virtud de esta ley providencial, tantas veces y de tantas
maneras proclamada pm San Pablo, síguese manifiestamente que los gentiles, al ser asociados a Israel,
han de reconocer igualmente la autoridad que en la nueva teocracia, en el
Israel espiritual, ha establecido el mismo Jesu-Cristo. De consiguiente, el
primado sobre la Iglesia de los judío-cristianos entraña en sí el primado de la
Iglesia universal.
Con estos principios
generales concuerdan los hechos. En ese mismo pasaje que estudiamos, San Pablo
declara noblemente su actitud respecto a San Pedro. El apostolado de la gentilidad y el apostolado de la circuncisión no
son dos apostolados independientes: necesitan ir de común acuerdo y al ponerse
de acuerdo, no entran con igualdad de derechos: el apostolado de la gentilidad
pide el reconocimiento y la aprobación del apostolado de la circuncisión.
Que el Apóstol de la
gentilidad quiere y necesita proceder de común acuerdo con el Apóstol de la circuncisión,
no exige demostración ni declaración; basta para convencerse la simple lectura
del pasaje. Notaremos, sin embargo, dos cosas.
Primera, que San Pablo, si se ve en la necesidad de
exponer su Evangelio a los personajes más caracterizados de la Iglesia de
Jerusalén, no lo hace porque dude de la verdad de su Evangelio: sabía él muy
bien, y nos lo asevera repetidamente, que su Evangelio lo había él recibido por revelación de Jesu-Cristo (Gal. I,
12 y 16). Y, no obstante, se ve en la precisión de exponerlo ante los jefes de
la Iglesia madre.
Segunda, que respecto de los judaizantes, que eran los
que de hecho ponían estorbo a su predicación, no sólo no trata de ponerse de
acuerdo con ellos, sino que se les opone denodadamente y les trata con dureza,
llamándoles falsos hermanos intrusos, que
se habían introducido solapadamente para espiar nuestra libertad, que tenemos
en Cristo Jesús, con el intento de esclavizarnos… A los cuales—añade—ni por un
instante cedimos, dejándonos subyugar, a fin de que la verdad del Evangelio se
mantenga incólume en orden a vosotros (Gal. II, 3-5). Esta diferente manera de portarse respecto de los judaizantes y de los jefes de la Iglesia
de Jerusalén es muy significativa: señal evidente de que San Pablo, al ponerse
de acuerdo con los jefes, no lo hace simplemente por bien de paz, sino por
conciencia y para asegurar el fruto de su predicación evangélica.
Pero hay más: el apostolado de la gentilidad y el apostolado
de la circuncisión, al ponerse de acuerdo, no entran en negociaciones con
igualdad de derechos. Que no son los de
la Iglesia de Jerusalén quienes acuden a Pablo, sino Pablo a ellos. El les expone
su Evangelio; ellos nada hallan que corregir ni añadir a este Evangelio; lo
aprueban plenamente. Ellos, además,
reconocen la misión divina de predicar a los gentiles confiada a San Pablo;
ellos le dan las diestras como prenda de paz y de comunión; ellos, talmente,
ratifican el acuerdo de que Pablo evangelizase a los gentiles, y ellos a la
circuncisión. No se trata, pues, de negociaciones entre dos partes iguales,
sino de pasos dados por San Pablo en orden a obtener el reconocimiento y aprobación
oficial de la Iglesia de Jerusalén. Y ¿para qué? El mismo Pablo nos lo dice:
para no correr o haber corrido en vano, esto es, para no comprometer el fruto
de su predicación evangélica. Notemos que se habla de la predicación de Pablo
entre los gentiles. Si el apostolado de la gentilidad no podía ejercerse fructuosamente,
ni siquiera por Pablo, que había recibido de Dios el Evangelio y la misión de
predicarle, sin la aprobación del apostolado de la circuncisión, señal es que
los fieles de la gentilidad reconocían la suprema autoridad del que por
antonomasia era considerado como el Apóstol de la circuncisión.
Por tanto, si por una
parte el apostolado de la gentilidad estaba sometido a la autoridad y dirección
del apostolado de la circuncisión, y, por otra parte, la suprema autoridad y dirección
de este apostolado de la circuncisión estaba en manos de San Pedro, síguese manifiestamente
que San Pedro, en calidad de Apóstol de la circuncisión, era el jefe supremo de toda la Iglesia.