II
PARA SER UN SIGNO DE CONTRADICCION
Lc. II, 34
Los magos fueron conducidos por medio de una señal al niño Rey, la señal de la estrella. Dios da a menudo
señales para hacer conocer su poder, hacerse adivinar bajo el símbolo. "Y para que puedas contar a tu hijo, y al
hijo de tu hijo, las grandes cosas que Yo hice en Egipto, y los prodigios que
obré en él, a fin de que sepáis que Yo soy Yahvé” (Ex. X, 2).
Jesús dió diez y nueve
señales de su Vuelta futura. Los apóstoles habían pedido una sola: "¿Cuál
es la señal de tu advenimiento?" (Mt. XXIV, 3).
Jesús dió varias señales,
y tanto éstas como las profecías deben ser consideradas atentamente si se
quiere penetrar los misterios que anuncian.
El Señor Jesús había
querido que sus contemporáneos tuviesen muy en cuenta las señales que El ofrecía: aquella de la serpiente de bronce para marcar su muerte, aquella de Jonás para figurar su entierro y
resurrección; aquella del Templo
demolido y reconstruido en tres días para anunciar su muerte y la transformación
de la Sinagoga. Ofreció también el signo
de su realeza comparándose a Salomón: "Y ved que hay aquí más que Salomón"
(Mt. XII, 42).
Pero todas estas señales a los ojos de los judíos sólo fueron señales de
contradicción. El Mesías será rey, pero no un crucificado colgado del madero como
la serpiente, o sepultado como Jesús.
Los magos también buscaban un rey, y ¡encontraron un niño pobre! ¡Qué
fuerza la del contraste! Su fe sincera sobrepasó las apariencias. Adoraron y
reconocieron en ese pequeño cuerpo humano: el hombre, el Dios y el Rey.
Fe profunda y robusta,
necesitaban los contemporáneos de Jesús, para guiarse en medio de semejante
dédalo de signos contradictorios.
La Virgen María fué la primera que recibió en lo más íntimo de su ser,
el choque del misterio de Cristo. El Ángel le había dicho
de su Hijo: “El Señor Dios le dará el
trono de David su padre, y reinará sobre la casa de Jacob por los siglos, y su,
reinado no tendrá fin” (Lc. I, 32-33).
Mas, he aquí que nace al
término de un viaje, sin casa y en la desnudez. ¡Qué señal de contradicción en
el primer día de la vida de Jesús! ¡Y en el último…! En la tarde del Gólgota,
sólo la inscripción de Pilatos podría recordar a la Madre las sublimes palabras
angélicas: "Jesús de Nazareth, Rey
de los Judíos". ¡Cruel enigma para el alma de María! Pero ella había
sido preparada por la profecía del justo Simeón: "Este es puesto para ruina y para resurrección de muchos en Israel, y
para ser una señal de contradicción – y a tu misma alma, una espada la traspasará"
(Lc. II, 34-35).
Y la Virgen María: "Conservaba todas estas palabras en su corazón"
(Lc. II, 51). Y primero que nadie pudo hacer la síntesis del doble aspecto que
revestiría su Hijo: sería un varón de dolores y blanco de la contradicción
(profecía de Simeón). Sería Rey (palabras
del ángel).
La Madre pudo entonces
percibir bajo la aparente contradicción de la vida de Jesús, el desarrollo del
misterio de la Redención.
El Mesías será primero EL CORDERO DE DIOS que quitó el pecado del mundo,
al venir una primera vez a la tierra; a su vuelta será el LEON DE JUDÁ;
levantará los sellos del libro y reinará. (Apoc. V, 5).
Los apóstoles participaban
de las ideas del Sanhedrín y de los Judíos en general, sobre el Mesías, Rey y
Jefe; y, al igual que ellos, rechazaban la señal de la humillación y del sufrimiento,
a pesar de las enseñanzas reiteradas de los profetas.
Acaso no es harto significativo
oírlos preguntar en la hora de la Ascensión: "Señor, ¿es éste el tiempo en que restableces el
reino para Israel?”
(Hech. I, 6).
No habían comprendido
todavía el sentido de la primera parte de la misión de Jesús: Salvador,
Servidor y Rey rechazado.
Natanael, al encontrar a
Jesús al principio del ministerio público le dice: Rabí,
Tú eres el Hijo de Dios, TÚ ERES EL REY DE ISRAEL”
(Jn. I, 49).
Para él también Jesús no
podía ser más que Rey.
El descontento de los discípulos, cuando el Maestro
rehusó la elección de la masa, después de la multiplicación de los panes,
encuentra su explicación en la esperanza fallida de la realeza inmediata. Y
creemos que fué esto lo que determinó el primer deseo de defección del
ambicioso Judas, y su primera duda. El Mesías, pensaba él, sería de la
posteridad de David; este hombre rehúsa la realeza, no es, pues, él, quien debe
venir.
Un día que Jesús anunciaba
su muerte ignominiosa, las bofetadas y los esputos, Pedro exclamó: “Esto no te sucederá por cierto” (Mt. XVI, 22).
Pedro dió un desmentido
formal a Jesús, pues, evidentemente, para él que creía en el Mesías-Rey, esta
muerte era inaceptable ¡El Mesías es el Jefe y no un crucificado!
Con ocasión de otro
anuncio de la Pasión por parte de Jesús, la madre de Santiago y de Juan dijo a
su vez: "Esto no sucederá". Ella no creía tampoco en esta muerte anunciada,
pues luego solicita los tronos situados a la derecha y a la izquierda de Jesús
para sus hijos, "en tu Reino" (Mt. XX, 21).
Cuando llegó la hora de la Pasión, la contradicción surgió por todas
partes. Esas horas trágicas marcaron un gran conflicto entre los tres aspectos
de Jesucristo: una humanidad
paciente, una divinidad omnipotente,
pero escondida, y una realeza futura,
muy gloriosa, pero más recóndita todavía. ¡Los Judíos y los testigos del gran
drama son sorprendidos por lo inexplicable! Oyen a Pedro que había vivido con
Jesús, decir: "No conozco a ese hombre"
(Mt. XXVI, 72).
Oyen a Jesús afirmar delante del gran sacerdote que El es el Hijo de
Dios (Mt. XXVI, 64). Y sobre la cruz lo oyen gritar: "Dios Mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?" (Mt. XXVI,
46). ¡Extraña contradicción!
Oyen todavía a Jesús declarar: "Mi
reino no es de este mundo"[1] (Jn. XVIII, 36), y a Pilatos que le
preguntaba, ciertamente con ironía: "¿Tú
eres el Rey de los Judíos?", respóndele: Tú lo has dicho, soy Rey, Yo para esto nací (Jn. XVIII, 37).
Entonces los judíos se
burlaban de este Rey coronado de espinas y vestido de púrpura: "Salve, Rey
de los judíos". Y venían a Él, y decían: "Dios te salve, rey de los
judíos; y le daban de bofetadas" (Jn. XIX, 3).
Pilato hizo escribir,
siempre por ironía: "Jesús Nazareno,
rey de los Judíos" (Jn. XIX, 19).
El ladrón oraba:
"Acuérdate de mí Señor, cuando hayas llegado al reino tuyo" y Jesús
responde señalando su omnipotencia:
"Hoy estarás conmigo en el Paraíso"
(Lc. XXIII, 42).
En el momento de morir, Jesús afirma su autoridad y su poder de salvar.
Esta es una última señal de contradicción, pues no se ve en él sino al seductor
de las masas, al usurpador del título de Hijo de Dios, menos todavía, a un
desecho humano colgado de un madero, a un objeto de maldición:
"Maldito de Dios el colgado en un
madero", se decía desde Moisés (Deut. XXI, 23 y Gál. III, 13).
¿Cómo reconocer en él a un
Rey? El enigma es demasiado violento. Los sacerdotes se volvieron una última
vez contra él para reclamar por la inscripción de Pilato que, sin quererlo, fué ese día un gran profeta. Se negó éste
a acceder a lo que le pedían y les respondió: "Lo que he escrito, escrito
está" (Jn. XIX, 22). Y dejó escrito: "Jesús Nazareno, rey de los judíos".
Es preciso notar aquí que las "señales" que
tienen tanta importancia para reconocer la huella del Señor pueden también
conducir al error al espíritu que se asila en ideas preconcebidas.
Los judíos no pensaban más
que en una cierta realeza mesiánica, no en aquella que Jesús les ofrecía;
entonces rechazaron a su rey. Dejaron en la penumbra las señales y las
profecías de la humillación, del dolor y de la muerte. Porque, no lo olvidemos, el "misterio de Cristo" es complejo.
¡Plegue a Dios que "podáis comprender con todos los santos, cuál sea su
anchura y longitud, altura y profundidad"! (Ef. III, 18).
[1] Ver más adelante el significado de estas
palabras en el capítulo: "Soy rey, he nacido para esto".