miércoles, 23 de marzo de 2016

El Primado de San Pedro en la Epístola a los Gálatas, por el P. Bover (IV de IV)

III. SAN PEDRO Y SAN PABLO EN ANTIOQUÍA

El llamado incidente de Antioquía, con el discurso de San Pablo contra San Pedro a que dió lugar, parece a primera vista una grave dificultad contra el primado de San Pedro. No es, pues, de maravillar que los protestantes hayan querido sacar partido de esa dificultad, que han exagerado, contra la tesis católica del primado de San Pedro. Sin embargo, mirada de cerca, esa dificultad se desvanece; más aún, se convierte en argumento positivo, más eficaz todavía que los anteriores, en favor de la tesis católica. Vamos a demostrarlo. Mas antes será conveniente reproducir el pasaje en que habla San Pablo del incidente de Antioquía.

Dice el Apóstol:

Mas cuando vino Cefas a Antioquía, me opuse a él abiertamente, porque era culpable. Porque antes que viniesen ciertos [hombres] de parte de Santiago, comía con los gentiles; mas cuando vinieron, se retraía y recataba de ellos, temiendo a los de la circuncisión. Y le imitaron en esta simulación también los demás judíos, tanto que el mismo Bernabé se vió arrastrar a esta simulación. Mas cuando vi que no andaban a las derechas conforme a la verdad del Evangelio, dije a Cefas en presencia de todos: "Si tú, judío como vives a lo gentil, y no a lo judío ¿cómo fuerzas a los gentiles judaizar?"… (Gal. II, 11-14).


Antes de analizar este pasaje conviene notar dos cosas.

Primeramente, algunos antiguos pretendieron que el Cefas de quien se habla no era San Pedro, o bien que la actitud de San Pablo no fué de seria oposición, sino una especie de comedia convenida de antemano con el mismo San Pedro. Sin duda, estas hipótesis cortarían de raíz la dificultad. Pero no las admitirnos, ni nadie las admite hoy día. Supondremos, porque es evidente, que San Pablo habla con San Pedro, o, si se quiere, contra San Pedro, y que habla de veras.

Además, hablamos ahora de la autoridad de San Pedro, no de su infalibilidad. En absoluto, puede subsistir la autoridad sin la prerrogativa de la infalibilidad, como de hecho la tienen los jefes de los estados. Notemos, sin embargo, de paso, que San Pablo no ataca la doctrina de san Pedro, sino su proceder práctico. Más aún, desde el momento que ataca a San Pedro de inconsecuencia y de simulación, por el mismo caso da testimonio positivamente  de que San Pedro no erró en la doctrina; si erró fué precisamente porque no conformaba sus obras con su doctrina. Queda en pie la sentencia de Tertuliano: que el  error de Pedro "conversationis fuit vitium, non praedicationis" (De praescript., 23. ML 2, 42). O como alguien ha dicho modernamente, con un juego de palabras insinuado por San Pablo, el error de Pedro no fué de ortodoxia, sino de ortopedia.


Esto supuesto, examinemos ya el hecho de San Pedro y la actitud que enfrente de él toma San Pablo.

Estamos en Antioquía, cuya Iglesia estaba en su mayoría compuesta de gentiles. Poco después del llamado concilio de Jerusalén, donde se había definido la libertad de los gentiles respecto de la ley mosaica, llegó allá San Pedro, el cual, en conformidad con lo establecido en Jerusalén, no tuvo el menor reparo en vivir y comer con los gentiles, sin atenerse, por tanto, a las prescripciones de la ley relativas a la distinción de manjares. Mas he aquí que llegan de Jerusalén ciertos emisarios, verdaderos o supuestos, de Santiago; y Pedro temiendo a los de la circuncisión, se fué retirando del trato con los gentiles. El efecto de este medroso retraimiento fué desastroso. Todos entendieron, sin duda, que Pedro obraba no por convicción, sino por debilidad o por una mal entendida condescendencia. Su actitud era, como dice San Pablo, una simulación, o, según la fuerza de la palabra original una hipocresía, una especie de comedia. Y, sin embargo esta simulación arrastró a los demás judíos y, lo que más maravilló y dolió a San Pablo, al mismo Bernabé, su compañero de apostolado hasta entonces entre los gentiles, el que en Jerusalén tanto y tan bien había trabajado por libertar a los gentiles del yugo de la ley mosaica. Este retraimiento de Pedro, de Bernabé y de todos los judíos, además de ser sumamente doloroso para los gentiles, ponía en serio peligro la verdad del Evangelio y la paz y la unidad de la Iglesia.

Terrible fué, sin duda, el conflicto creado por la simulación de Pedro. Pero nos preguntamos: ¿qué fuerza tan avasalladora tenía esa simulación de Pedro para arrastrar en pos de sí a todos los judíos y al mismo Bernabé? Vale la pena de reflexionar un poco sobre fenómeno a primera vista tan extraño, pues su examen nos dará una de las pruebas más eficaces y convincentes del primado de San Pedro, reconocido y acatado por todos, así judíos como gentiles.

La Iglesia de Antioquía estaba compuesta principalmente de gentiles, gozosos con el reciente decreto del concilio de Jerusalén. Ya la presencia de Pedro en esta Iglesia de gentiles no deja de ser significativa. Entre ellos, al principio, Pedro se porta como uno de ellos, sin preocuparse de las prescripciones mosaicas. Y como Pedro, los demás judíos que habitan en Antioquía. En semejantes circunstancias, la tímida simulación de Pedro, si Pedro hubiera sido simplemente uno de los apóstoles, hubiera suscitado los enojos, las protestas, las reclamaciones de los gentiles, y nada más. A Pedro le tocaba entonces retirarse no  ya del trato con los gentiles, sino de la ciudad. Y, sin embargo, pasa todo lo contrario. Los gentiles callan; los judíos le imitan; Bernabé se desmiente a sí mismo. Además, Pedro no había pronunciado una sola palabra para exhortar a los demás a que siguiesen su ejemplo; no amenazó con anatemas; no defendió su modo de proceder. Sólo su ejemplo, negativo, tímido, simulado, contradictorio, reprensible, fué, como dice San Pablo, una coacción moral, que forzaba a todos a judaizar. Ya otros, antes del concilio de Jerusalén, habían hecho lo que ahora hace Pedro, y su ejemplo se despreció. ¿Cómo ahora el ejemplo de Pedro arrastra a todos? Y Bernabé, el amigo íntimo de Pablo hasta entonces, el de carácter tan fuerte e independiente, que poco después se apartó de Pablo, el que veía comprometido su apostolado entre los gentiles, ¿por qué cedió tan fácilmente a la simulación de Pedro? ¿Es que no se le ocurrió siquiera oponerle el decreto del concilio? ¡El ejemplo indeciso de Pedro hace más fuerza que el decreto de un concilio! Algo debía haber en Pedro para que su solo ejemplo avasallase de tal manera. Este algo no eran sus dotes personales. Humanamente, San Pablo superaba de mucho a San Pedro. Lo que daba tal fuerza al ejemplo de Pedro no era, ni podía ser, sino su autoridad suprema y universal, reconocida y acatada por todos. Su ejemplo no era imitable, mas la autoridad del que le daba pesaba más que los decretos de un concilio apostólico.

Ante el conflicto creado por la debilidad o condescendencia de Pedro, ¿qué actitud tomó Pablo? El mismo lo dice. Vió que Pedro, inconsecuente con sus principios, no procedió en este caso conforme a la verdad del Evangelio, y era, por tanto, culpable y reprensible. Por esto se le opuso abiertamente. A esta actitud leal y decidida responde su maravilloso discurso, con el cual se propuso solucionar el peligroso conflicto. No nos interesa ahora la apreciación moral de la actitud de San Pablo, si bien pudiéramos notar la moderación y respeto con que habla a San Pedro. Lo que nos interesa son las consecuencias que se desprenden de la actitud y de las palabras del gran Apóstol de los gentiles.

Nadie que conozca a San Pablo, aun cuando no fuese más que por haber leído la Epístola a los Gálatas, dudará de la perspicacia de su inteligencia en hacerse cargo de los hechos y de las personas, ni menos dudará de la noble franqueza y resolución en decir lo que siente. En tales circunstancias, veamos lo que San Pablo dice, y lo que no dice, en su discurso contra la simulación de San Pedro. No pudo escondérsele a Pablo que la razón de la eficacia que tuvo el ejemplo de Pedro era la autoridad que los demás daban a su persona.  En tal caso, si esta autoridad no hubiera sido legítima y verdadera, lo primero y aun lo único que debía haber hecho San Pablo era atacar esa autoridad. Y, sin embargo, San Pablo no ataca la autoridad de San Pedro. Y, en tales circunstancias, el no atacarla era reconocerla. Además, San Pablo en su discurso se las ha solamente con San Pedro; esto  basta para su intento. Faltan todos, Pablo habla sólo y se dirige a los demás para refutar a Pedro. Es que no consideraba suficiente para solucionar el conflicto convencer y enderezar a los demás, si no convencía y enderezaba a Pedro. O, mejor aún, pensó, sin duda, que no lograría convencer a los demás si de antemano no convencía al mismo Pedro. Sin esto no se arrancaba el mal de raíz. Por esto habla sólo de Pedro y sólo a Pedro. Ni tampoco menciona al concilio. Si él hubiera juzgado que la autoridad del concilio era superior a la de Pedro, el recurso más eficaz para desautorizar la conducta de Pedro hubiera sido apelar al concilio. Y San Pablo no apela al concilio, y concilio apostólico. ¿Qué hace, pues? Apela de Pedro a Pedro; de Pedro, que en un caso particular no obra conforme a la verdad del Evangelio, a Pedro apóstol y supremo depositario de la verdad del Evangelio; de Pedro vacilante e inconsecuente en el obrar a Pedro jefe supremo de la Iglesia. Grande osadía necesitó y grande osadía desplegó San Pablo al oponerse abiertamente a San Pedro; pero esta misma osadía de su actitud y de sus palabras es para nosotros la más segura garantía, de que San Pablo, al no atacar la autoridad de San Pedro, al apelar de Pedro a Pedro, reconocía, como todos los demás, aunque de contraria manera, la suprema autoridad jerárquica del Príncipe de los apóstoles. Tenemos, por consiguiente, que la actitud y las palabras de San Pablo, lejos de ser una negación práctica o una dificultad contra el primado de San Pedro, son su más espléndida confirmación. Pablo no opone a Pedro ni su propia autoridad ni la autoridad de los demás apóstoles reunidos en concilio: convencido de que el conflicto creado por la suprema autoridad de Pedro sólo el mismo Pedro, vuelto en sí, podía con su autoridad suprema solucionarlo.


CONCLUSIÓN


En la Epístola a los Gálatas, San Pablo hace su propia apología: defiende enérgicamente su autoridad de Apóstol de Jesu-Cristo, defiende la verdad de su Evangelio, defiende la santidad de su doctrina moral. Y al hacer su propia apología, Pablo hace la apología más brillante del primado de San Pedro. Pablo, además, se muestra noblemente autoritario. Su Epístola a los Gálatas no es sino un acto de autoridad apostólica. Y mientras reclama para sí la autoridad de Apóstol, combate resueltamente, sin ceder un solo punto, a los judaizantes, destituidos de autoridad. En cambio, respecto de Pedro se rinde a su autoridad. El visita a solo Pedro, él pide a Pedro la aprobación de su apostolado de su Evangelio, y aún cuando se opone a la debilidad de Pedro, lo hace apelando a la autoridad misma de aquel a quien se opone. Y juntamente da testimonio de que todos, lo mismo que él, se rinden a la autoridad de Pedro. Es que Pedro ha recibido de Jesu-Cristo una autoridad única, eminente, soberana y universal. Y al reconocer esta autoridad única, San Pablo confiesa y testifica el primado de San Pedro.