miércoles, 30 de septiembre de 2015

La Devoción al Papa, por el P. Faber (I de III)

La Devoción al Papa

Nota del Blog 1: Dedicamos esta traducción, como signo de piedad filial y devoción, a Pío XII.

Nota del Blog 2: El texto original puede verse AQUI mientras que el interesante Blog Alexandria Católica ya había publicado la traducción portuguesa AQUI, la cual hemos tenido en cuenta en más de una oportunidad.


II Parte y III Parte


P. Faber

Pedro se hallaba, pues, custodiado en la cárcel, mas la Iglesia hacía sin cesar oración a Dios por él”. – Hechos XII.

Sermón pronunciado por el P. Faber en la Fiesta de Epifanía de 1860 en el Oratorio de Londres.

Al Reverendísimo Edward Hearn, Vicario general de la Diócesis de Westminster, el autor le dedica este tratado en reconocimiento de tanta amabilidad, y como signo de respeto y afecto.

Las siguientes páginas son la sustancia de un sermón predicado en la Iglesia del Oratorio de Londres con ocasión de la Exposición Solemne del Santísimo Sacramento por la intención del Papa, en primer día del Año Nuevo en 1860.


La Devoción al Papa.

El Año Nuevo comienza con una fiesta de Jesús y esa fiesta conmemora el primer derramamiento de su Sangre. Esto es algo así como una especie de toda la vida cristiana. Cristo vive en nosotros, y nosotros, a su vez, vivimos su vida.
La vida del hombre redimido está tan entrelazada con la gracia y acción del Redentor que no la podemos concebir separada de Él. Está mezclado en todo lo que hacemos, en todo lo que somos, en todo lo que sufrimos. No tenemos una alegría o tristeza que no sean tan suyas como nuestras. Son suyas porque son nuestras.

Él es el fin, la fuerza y el sentido de toda vida santa. Él hace suyas todas las cosas, incluso aquellas que menos parecen pertenecer a sus intereses. Su jurisdicción se extiende al mismo tiempo a todo el conjunto y a los menores detalles. Es parte de su amor que nuestros pequeños intereses sean grandes intereses para Él.
El Año que pasó termina con su Nacimiento, como si quitara toda tristeza que inspira el tiempo transcurrido por medio de ese recuerdo tan dulce de la eternidad. El Año Nuevo comienza con su dolor, como si hiciera más seria toda veleidad de alegría y moderara toda impetuosidad de acción.

La mismísima descripción de nuestra vida es que Jesús está en todo lugar y en todas las cosas. Conforme crecemos, sus atracciones absorben más poderosa y exclusivamente nuestras vidas. Así como fue desde toda la eternidad el pensamiento maestro de Dios, de la misma manera su pensamiento debería dominar en todo momento todos los demás pensamientos nuestros.
Vivimos solamente para adorarlo. Fuimos predestinados solamente porque Él lo fue primero. Es el primogénito de toda criatura; fuimos hechos conforme a Su imagen y para Él. Cada uno de nosotros tiene para hacer una obra especial para Él, algún oficio especial que llenar en su corte, alguna vocación peculiar que debe proporcionarle alguna gloria peculiar.

Ese es el sentido de nuestra vida. No somos nada sin Él; pero para Él somos al mismo tiempo estimados e importantes. Hace de nosotros grandes cosas y es nuestra sabiduría como así también nuestra felicidad, hacerlo todo en todas las cosas para nosotros.
No sólo es cierto que Jesús es nuestra vida, sino también que su vida es nuestra vida, y esto es cierto de muchas maneras, desde la augusta realidad del Santísimo Sacramento hasta la influencia que cada uno de los misterios de Nuestro Señor ejerce sobre nuestras oraciones y nuestro carácter.

En toda la creación de Dios, fuera del mundo de los ángeles, nada hay tan maravilloso como la vida humana. Ha habido millones de ellas que tuvieron cada una su propia maravilla individual. Van a existir incontables millones más de estas diversas creaciones. Pero una Vida es la verdadera vida de todas estas vidas, una Vida más maravillosa que lo que puede ser cualquier vida angélica. Es la vida de Nuestro Señor y Salvador Jesucristo, Dios y Hombre.
Vivió treinta y tres años sobre la tierra. Su vida fue una ininterrumpida serie de misterios. Sus méritos infinitos y sus satisfacciones infinitas son los tesoros con que enriqueció la pobreza del mundo. Su vida humana suplió los medios de nuestra expiación, al mismo tiempo que adornó, con sus ejemplos, el modelo de toda santidad humana. Nuestras vidas deben ser modeladas por la suya.

El amor de Jesús y la semejanza con Jesús son las cosas que hacen a toda santidad. Toda la historia real del mundo, todo lo que de ella nos concierne en cuanto a la salvación se encuentra en la narración de los cuatro Evangelios, en el decurso de los treinta y tres años.
Pero ésta es solamente una parte de la verdad. La vida de Nuestro Señor no es solamente un ejemplo externo. Es un poder, una gracia, una eficacia cuya inmortal energía se transmite a las edades más remotas, tanto en las operaciones de los Sacramentos como en las gracias de la contemplación. En otras palabras: los treinta y tres años no han terminado y nunca acabarán. Continúan en la Iglesia hasta el fin de los tiempos.

Pero ahora no debemos detenernos, aunque estamos tentados a hacerlo, en las dulces verdades e indecibles consolaciones con las que nos provee este hecho. Es suficiente con que tengamos en cuenta que la santidad consiste en que vivamos los años de Jesús en nuestros años, encontrando en su vida tanto nuestro modelo como el poder oculto que nos permita conformarnos con ese modelo.

Esto es lo que nos enseña la Iglesia en el año eclesiástico. No sólo tiene fiestas determinadas para conmemorar los determinados misterios de Nuestro Señor, sino que busca hacernos vivir sus treinta y tres años una y otra vez en cada uno de nuestros años.
Desde Navidad hasta Cuaresma pasamos a través de sus hermosos doce años de Infancia. La cuaresma nos mantiene con Él en el diserto, y nos purifica de la detallada versión de la Pasión que nos trae la Semana Santa tan abrumadoramente sobre nosotros.
El tiempo Pascual es su vida resucitada, y la fiesta de la Ascensión es incompleta sin la fiesta del Santísimo Sacramento, la fiesta triunfal de Corpus Christi. Desde aquí hasta Adviento nos alimentamos durante meses con los sermones, parábolas, y los incidentes de sus tres años de ministerio.
Mientras tanto, por lo bajo desta vida anual de Jesús está también la vida anual de María, que es también vida de Jesús. Su Inmaculada Concepción casi se confunde con su Expectación maternal. Celebramos su Purificación, pero un poquito antes celebramos la Tentación de Nuestro Señor en el desierto. La conmemoración de sus Dolores está cercana a la conmemoración de su Pasión. La Asunción es a las fiestas de María lo que la Ascensión a las de Jesús.

En todo ésto percibimos el constante y perdurable sentido de la Iglesia del hecho que la vida de Jesús es nuestra vida, el ejemplo de nuestra vida, y también su fuerza sobrenatural. Todo se resume en la simple e inagotable verdad de que los Cristianos son Cristos.

Así, es una manera común de nuestro amor por nuestro amadísimo Señor desear, con nuestro actual conocimiento y fe, haber estado con Él durante sus treinta y tres años en la tierra. Pensamos con cuánto amor lo hubiéramos servido. Imaginamos miles de incidentes en los cuales nuestro amor se hubiera desahogado ingeniosamente en artificios de reverencia y cariño.
Nuestros pensamientos expían las continuas reparaciones que debíamos haber hecho a su honor, cómo debíamos haber adivinado sus deseos mejor que los que estaban a su alrededor, cómo se hubieran acercado nuestras diligencias a la devoción entusiasta de los Apóstoles, y cómo, al igual que el ángel que lo confortó en Getsemaní, debimos haber estado aliviando por siempre con nuestro amor los sufrimientos de su vida. Desear estas cosas es parte de nuestros instintos cristianos.

Pero aquí estamos ante la gran maravilla de la vida cristiana. No es un mero deseo, un sueño romántico, un recurso ilusorio del amor. Los treinta y tres años no han terminado. Jesús está todavía con nosotros. Aquí y ahora, como en la antigua Judea, los ministerios reales, personales hacia Jesús son las acciones por las cuales nos hemos de santificar, las que deben al mismo tiempo inflamar y satisfacer nuestro amor. Jesús volvió a nosotros en el Santísimo Sacramento con este fin.
Habita entre nosotros en la tímida magnificencia del Tabernáculo. Muestra a nuestros ojos las franjas de sus vestidos blancos, se pone en nuestras manos, confía su impotencia a nuestra custodia. Reposa en nuestras lenguas y desciende a nuestros corazones en las incomparables realidades del poderoso Sacramento. Es más accesible a nosotros ahora que lo que pudo haber sido en sus treinta y tres años, nos dedica más tiempo y atención. Podemos tenerlo completamente para nosotros, podemos gozarlo más a nuestra voluntad y más en privado.

De aquí que el Santísimo Sacramento sea el centro de nuestras vidas. Difícilmente podemos imaginar nuestras vidas sin él, o muy alejados de su cercanía. ¡Oh Amadísimo Señor! ¡Qué bien sabía la manera en la cual habíamos de anhelar amarlo y cuán increíblemente satisfizo el anhelo!
El fin del Santísimo Sacramento es hacernos presente a Jesús, y multiplicar su presencia milagrosamente. Los Sacramentos, como los llama la teología, son las acciones de Cristo: el Santísimo Sacramento es el mismo Cristo vivo.

Así continuaron los treinta y tres años sobre la tierra, y continuó en miles de lugares al mismo tiempo, de forma tal que millones de almas son arrastradas dentro de su ámbito actual, y viven vida sobrenatural sobre el calor y la luz con los cuales los rodea la siempre presente Vida Humana de su Salvador .
¿Cómo podía el cielo intervenir más sorprendentemente para mostrar que el amor personal de Jesús es la esencia de la religión y que la presencia de Jesús era la necesidad de su vida y su amor?

A veces las grandes misericordias parecen maravillosas cuando las comparamos con otras menores; pero más a menudo las menores parecen especialmente maravillosas cuando las contrastamos con las más grandes. En otras palabras, la misericordia de Dios es más sorprendente en las pequeñas cosas, particularmente cuando parecen repeticiones y superfluidades de las grandes.
Jesús había satisfecho su amor inmenso y le había dado a nuestro amor el medio para volverse inmenso, al volver a nosotros en su Naturaleza Humana a través del Santísimo Sacramento. No puede imaginarse una continuación más asombrosa de sus treinta y tres años.