Rahab, La
Cortesana, Ascendiente de Cristo
Una de las claves simbólicas de las que está lleno el Antiguo Testamento
es presentada de modo admirable en la historia de Rahab. A mi entender, ningún
exégeta cristiano parece haberla descubierto: es el episodio del cordón purpúreo. Se recordará que después de la toma de Jericó
por Israel, el signo de la salvación —el signo
eficaz, el símbolo realizador (es la
definición misma de sacramento, si la presencia del Espíritu Santo es lo que el
símbolo realiza)— es un cordón de hilo
trenzado: tiqva. En cuanto a su
color, es tóleath scháni, literalmente: un matiz de gusano brillante. Es
imposible, en este breve artículo, exponer, citando las fuentes indispensables,
la muy particular acepción que toman, juntas, estas dos palabras: tóleath y scháni (así como las diversas transcripciones fonéticas de estos
términos hebraicos). El "gusano
brillante" de que aquí se trata no es nuestro gusano fulgente, sino una
larva de cochinilla, de cochinilla del Buen Dios (las zoologías bíblicas
citan de ésta dos variedades). El color
así designado corresponde a dos matices del rojo: el escarlata y el purpureo,
que la expresión más arriba citada puede significar indiferentemente. En uno
como en otro caso, el hebreo alude a "larva de cochinilla" y por
tanto a "oruga". Se trata de una tintura de uso corriente desde la
época de Moisés, y que se obtenía aplastando con los pies los bichitos del
mismo nombre. Este término —tóleath scháni— se repite muchas veces en el
Antiguo Testamento como un leit-motiv. Es una neta alusión.
Para evitar perífrasis,
hablemos en adelante de un color "cochinilla", como se hablaría de un
matiz púrpura, granate o bermellón. Como sucede a menudo en hebreo, la
expresión sigue, en cuanto al sentido, una dirección dialéctica. El color cochinilla es, ante todo, el
símbolo del pecado. Dice Dios a los judíos, en Isaías: "Vuestros pecados
son como la cochinilla, Yo los haré blancos como la nieve". Más tarde, en
el Apocalipsis —renuevo cristiano del "primer brote", indudablemente
hebraico— el autor inspirado, adaptando a sus fines los temas ya clásicos de la
escatología judía, nos mostrará a la
Gran Prostituta toda envuelta en escarlata. Para Job, el hombre —inicuo,
nacido con mancha— "no es sino una cochinilla, y el hijo del hombre no es
más que cochinilla". Numerosas razones concurren sin duda a este
simbolismo: la Biblia menciona a menudo
el escarlata de la vergüenza; en los banquetes de los ricos, que casi siempre
se convertían en orgías, los vestidos escarlatas eran obligados; en fin, el
resplandor mismo de este color, lo señalaba, lo imponía a la vista como un
desafío (el paño rojo de la tauromaquia): Dios, frente a su pueblo, se
detenía ante la llama orgullosa, ostentadora, del pecado. Los grandes de
Israel, cuyos crímenes desencadenan sobre Jerusalén la cólera de Jehová, son
calificados muchas veces de "envueltos en escarlata" (en Jeremías,
por ejemplo). En las Lamentaciones ellos "se abrazarán al estiércol".
Pero se piensa en seguida en el Cristo,
envuelto en escarlata en el pretorio de Pilatos. Esto nos lleva a la
segunda acepción del término…
Pecador, es considerado
quienquiera que expíe, hasta el inocente, el justo. Todo el capítulo LIII de
Isaías trata de esta sustitución redentora. Para Dios todo es real, concreto;
nada tiene para Él valor convencional: si "justifica" es porque,
declarando justo, Él hace justo, así como cuando evoca los seres posibles, ya
están ahí. Paralelamente, si trata a un hombre de pecador, es que, por una
alquimia misteriosa, este hombre es pecador, no en sí mismo o por sí mismo,
sino en el pensamiento salvador de Dios que lo inhabita y constituye su fondo
más íntimo. A partir de aquí, Dios, en el que los valores opuestos son
complementarios (pax et justitia
osculatae sunt), tratará a este justo a la vez, y totalmente, como pecador
y como justo, (así, la fe, y sólo ella, al afirmar tan integralmente los
aspectos antagónicos de lo real alcanza la evidencia en el vigor mismo de su
paradoja: credo quia impossibile est
—en el plano de lo relativo— dirá Tertuliano). Cuanto más inocente es un ser, tanto más gratuita es la imputación realizadora de pecado— del estado de pecado, no del acto— y más absoluta,
más integralmente es pecador. Se empobrece para que nosotros nos enriquezcamos.
Se identifica a la rebelión para que nos identifiquemos a la obediencia.
"Aquél, que en nada conocía el pecado, dice San Pablo, ha sido hecho por
Dios (más que pecador accidental) pecado, a fin de que en Él (lugar geométrico
en que el bien hace resplandecer el mal, abandonándose a él) lleguemos a ser
justicia de Dios". También el Cristo es la Cochinilla por excelencia. El
pecador puede "revestir el Cristo" porque el justo ha revestido la tóleath scháni. Es por lo que en
el Salmo XXI (Heb. XXII) —que la Iglesia canta durante la Semana Santa— el Mesías no exclama, "No soy sino un
gusano" cual si se tratara de una lombriz, sino "No soy más que una
Cochinilla" y más adelante: "y me has echado al polvo de la muerte".
Pero Él es el mismo que, "magnífico
en su manto de escarlata, en el día de la venganza, y de la redención, ha
pisado con furor a los pecadores, ha salpicado sus vestiduras con la sangre de
las cochinillas, que manchó entera su túnica". Se ha vuelto Cochinilla ante
Dios, a fin de que ellos sean ante este mismo Dios "salvados en todas sus
angustias" (Isaías cap. LXIII). Es con su propia persona que los aplasta,
que los pisa con furor, que los extermina como pecadores. Y así, el color cochinilla, símbolo, primero, del
ultraje a Dios, del pecado, se torna en el de la expiación substituidora y
redentora.
Los ritos sacrificiales del Levítico, así como las ceremonias de
purificación, prefiguraban proféticamente la expiación mayor, sus aplicaciones
y sus frutos. He aquí por qué —en el Éxodo y el Levítico— son innumerables los
pasajes en que el escarlata, obtenido por el aplastamiento del animalejo purpúreo,
tiene su papel en el simbolismo litúrgico. La ofrenda a Dios contenía la
cochinilla, y la mezcla sagrada de que se servían los sacerdotes para purificar
a los leprosos se hacía a base del mismo producto. Las vestiduras sagradas eran
también teñidas con "cochinilla". Todo esto representaba el horror
del pecado —su "clamor hacia el Eterno"— su carácter agraviante; pero
su asunción por la misericordia del Dios Salvador, tenía también por signo el
color "cochinilla". Hablando del "Servidor de Jehová" de
"su Elegido", sobre el Cual Él "ha puesto su Espíritu",
Isaías exclama: "¡No temas, cochinilla de Jacob!". ¿No
será acaso éste el lejano y olvidado origen del afectuoso respeto que los
hombres han manifestado siempre hacia la justamente llamada "cochinilla
del buen Dios"? No nos detendremos aquí en los equivalentes de esta
tintura: sería demasiado sencillo el encontrarlos (la sangre, por ejemplo, con
que pintaron los judíos los dinteles de sus puertas en Egipto, en la víspera de
la última plaga).
La cochinilla aplastada, la sangre purpúrea de este insecto "pisado
en el lagar", es el signo, el real símbolo animal de Jesucristo, por Quien
todo ha sido hecho, el Arquetipo de toda creatura
(comprendido el cordero, el león, la cochinilla-oruga, antes de su metamorfosis
"pascual"). Esta perspectiva se revela confusamente (San Marcos
diría: como árboles que caminan), desde el principio del Antiguo Testamento: Thamar, lejana ascendiente del Mesías, se
hace pasar por prostituta, a fin de poder, gracias al ardid, realizar, aún así,
y siguiendo la sola carne, la promesa de primogenitura de la que Abraham había
recibido las primicias. Así también,
su Descendiente, a pesar de que ya en Él no hay pecado, será puesto por Dios
"entre el número de los malhechores" (Isaías LIII). Ella está
encinta de Judá. Al tiempo de los dolores, un primer hijo (mosaicamente el
heredero), pasa la mano por las vulvas, en el descubrimiento del mundo (como el
cuervo del Arca). Pero, puesto que es, a la vez, heredero de Abraham e hijo del
pecado —"concebido en la iniquidad"— se ata a esta mano un cordón de
hilo escarlata, tóleath scháni, que pende de esta
"ventana", como el otro después, de la de Rahab: nacido del pecador,
el niño por el que debe perpetuarse, según se cree, "la simiente" del
Patriarca, estará, desde su nacimiento, marcado por el signo de la gracia, de
la salvación. Pero es entonces que este candidato a la vida se aleja de la luz,
vacila ante su vocación: retira su mano, se niega al día (será éste el destino
mismo de Israel, del "falso primogénito"); su hermano, el segundón en
realidad, concebido después (como la Gentilidad) lo desaloja y sale con
violencia, "arrebata el Reino" sustituye al otro ("los primeros
serán los últimos"), reitera la aventura de Jacob, inflige un brutal
desmentido al "derecho" humano, al curso "natural", tan
bien cumple con su nombre Fares, es
decir "ruptura". Y
cuando el primogénito, que acaba de renunciar a su derecho de primogenitura
—adviértase la continuación de la historia de Jacob—, el heredero según la
carne que ha cedido su lugar al heredero según la Promesa, es eyectado a su
pesar, lleva todavía en la muñeca el famoso cordón y se le da el nombre de Tsarah, "el brillante",
equivalente de scháni. Como Ismael,
el primogénito desposeído por Abraham —él también heredero según la carne,
mientras Isaac lo será según el espíritu—, Tsarah halla gracia ante Dios. A lo
largo de toda esta línea que encuentra su coronamiento en Cristo, los primogénitos
según el entender de los hombres deben ceder el paso a sus segundones.
Pues "mis pensamientos no son vuestros pensamientos y mis caminos no son
vuestros caminos". Son los sacrificados, los chivos emisarios, “los expiadores,
los precursores (véase aún la parábola del hijo pródigo[1]).
En Jesucristo, triturador y triturado,
destructor de Sí mismo, exterminador del pecado que asume, el Segundón y el
Primogénito se confunden, la Carne y Promesa se dan el beso de la paz. En Él,
por consecuencia, no hay ni Judío ni Gentil, en tal grado es a la vez el uno y
el otro.
Fares se identifica en el
Cristo con Tsarah, el Griego con el Judío, el Segundón preferido y dócil con el
Primogénito orgulloso y despreciado: el cordón purpúreo reconcilia,
"unifica" y "aproxima" el uno al otro (Ef. II-11-13). Así
como Tsarah, sin saberlo, recibe, en las tinieblas del útero materno, la marca
de salvación, así Rahab suspende en los muros de su casa, en la oscuridad de la
fe, este signo de redención colectiva cuyo alcance mesiánico, sigue siendo para
ella absolutamente desconocido. Cumple, libremente, con un acto necesario[2]. Si Fares, el heredero según la Promesa, se identifica en el Cristo con
Tsarah, el Primogénito según la carne; Rahab, cuando sobreviene la plenitud de
los tiempos cuya maduración, ella misma —por su fe de ancilla Domini- ha
precipitado, alcanza una expansión paradojal —y digna por lo tanto de Jehová—,
una expresión suprema: María. Y por fin, la palabra “eterna y viviente” de
Dios —como dice el apóstol Pedro— en la que se unen el Segundón y el
Primogénito…
Verbum supernum prodiens,
Nec linquens Patris dexteram
como canta la Iglesia, esta Palabra nacida de Rahab según la carne
asume a la vez a todos los justos "que no tienen necesidad de
arrepentimiento" y a la Cortesana y a "toda la casa de su
padre", ofreciendo un abrigo a todos los rescatados, una vez que, desde su
"ventana" abierta, en la tarde del Viernes Santo, el hilo purpúreo -tóleath scháni— irradia como un signo de victoria, en medio de la
carnicería, paz y salvación: dux
vitae, mortuus, regnat vivus…[3].
[1] Nota del Blog: ¿Cómo no
citar aquí estas palabras de Bloy,
que el autor, bloysiano como era, sin
dudas habrá tenido presentes?
“De ahí
que la Raza anatematizada fuera siempre, para los cristianos, a la vez que un
objeto de abominación, la causa de un
temor misterioso.
Cierto es que se trataba del rebaño sumiso de la dulce y poderosa
Iglesia, infalible e indefectible, en cuyo seno se tenía la seguridad de no
perecer; pero sabíase también que el Señor no lo había dicho todo, que su
revelación parabólica y similitudinaria era penetrable sólo hasta una mínima
profundidad...
Sentíase
que había allí algo que no estaba explicado, algo que la misma Iglesia
no conocía del todo y que podía ser infinitamente temible.
¿Por qué,
de otro modo, esos furores, esas súplicas?
Si se
tuviera la fuerza y la audacia de aventurarse hasta el borde del abismo, de
inclinarse sobre el pavoroso embudo de los arcanos insondables, sería para
morir de vértigo con sólo soñar que Israel, tan “fuerte contra Dios” y que
menospreciaba las lecciones de Cristo era, sin embargo, el único que
habría tenido verdaderamente el derecho y la desconcertante prerrogativa de
exhalar, a partir del quinto milenio de la Catástrofe inicial, la quinta
reivindicación del Padrenuestro: "Perdónanos nuestras deudas así como
nosotros perdonamos a nuestros deudores".
¿Qué
deudas? ¿Qué deudores?
Puesto
que los hijos de Jacob tienen por acreedor al Pobre, que es Hijo de Dios, ¿por
qué no admitir que sean a su vez, en un sentido más misterioso, los acreedores
de ese pródigo Espíritu Santo, cuyas Escrituras habría dejado protestar
Jesús con si muerte?...
Y
esta misma muerte obra de ellos, ¿no
sería, por ventura la bellaquería profunda y perfecta, la locura en abismo
que la precisión litúrgica ha designado con el singular calificativo de
"perfidia judía"? ¿No se trataba en efecto —para no salir de las
comparaciones abyectas que convienen tan perfectamente al Dios de una abyecta
humanidad—, de hacer anticipos al Consolador para obligarlo a pagar
con una tremenda usura, aunque fuera en el término de veinte siglos, a expensas
de ese doliente Cristo que seguirá
agonizando en su Cruz de oprobio, hasta que los crueles exactores se den
por satisfechos?
Porque
la Salvación no es una broma de míseros sacristanes, y cuando se dice que su
precio ha sido la sangre de un Dios hecho hombre en carne judía, eso significa
que ella lo ha costado en la eternidad de los tiempos. Piénsese en ese Padre
que espera siempre, también El, y que espera de manera más perfecta que nadie,
puesto que es el único que sabe el Fin.
Tan luminosa parábola de su eterna Ansiedad
beatífica en el fondo de los cielos, es la historia del Hijo pródigo, que se ha
hecho trivial y ya nadie la comprende.
Decid,
si no, a los católicos modernos que el Padre que según el relato de San Lucas,
reparte la substancia entre sus dos hijos, es el propio Jehová, si esta
permitido designarlo con su terrible Nombre; que el primogénito que se conservó
prudente y que "siempre estuvo con él", simboliza, sin lugar a dudas
a su Verbo Jesús, paciente y fiel; y que el hijo menor, aquel que viajó por un
“país remoto donde consumió su hacienda con meretrices" hasta el punto de
verse reducido a guardar cerdos y a "desear con ansia henchir su vientre
de las algarrobas que comían esos animales", simboliza seguramente al Amor
Creador, cuyo hálito es errabundo y cuya
función divina parece no ser otra, al cabo de seis mil años, que
sustentar a los cerdos cristianos, después de haber apacentado a los cerdos de
la Sinagoga. Agregad, si queréis divertiros, que el becerro cebado que se
sacrifica para celebrar con un banquete el arrepentimiento del libertino, no es
otro que ese mismo Jesucristo, cuya inmolación entre los
"mercenarios" es siempre inseparable de la idea de rescate y de
perdón.
Decidles
todo eso, tratad de conseguir que esas grandiosas similitudes, familiares
cuando más a algunos leprosos, penetren en la pulpa untuosa e impermeable de
nuestros devotos, acostumbrados desde la infancia a no ver en el Evangelio otra
cosa que un edificante tratado de moral, y oiréis magníficos clamores…”.
La Salvación por los Judíos, cap.
XXIV.
[2] Nota del Blog: Una vez más,
Bloy: “Dios sabe que tal individuo,
tal día realizará libremente un acto necesario”.
[3] Secuencia
Pascual Victimae paschali laudes.