Rahab, La
Cortesana, Ascendiente de Cristo
I Parte - III Parte
Sucesor de Moisés, Josué, se apresta a atravesar el Jordán. Este "paso del Jordán" —y Paso es Pascua (en hebreo Pesach)— va a clausurar, por la eliminación de un obstáculo humanamente infranqueable, la gran purificación preparatoria de cuarenta años, inaugurada por el paso del Mar Rojo ¿Para qué estos cuarenta años, sino para que desapareciera, muriera antes que nada, todo el viejo Israel? El simbolismo pascual de muerte y resurrección se precisa: Jordán es, en hebreo, el Descenso. Es pues, el correspondiente judío del Averno, este río de la mitología clásica que se sumerge en los infiernos: facile descensus Averni... Entrar en el Jordán, atravesarlo, salir de él por la ribera opuesta —para la conquista de una tierra y de una vida nuevas, paradisíacas— es, como el Cristo en la Epístola a los Hebreos "ser (milagrosamente) salvado a través de la muerte" como consecuencia de la muerte (ek thanatou). Se trata de pasar de un mundo al otro, de aquende el Jordán al más allá, para entrar en posesión de Jericó, es decir, del destino reservado, de la Promesa, puesto que el nombre mismo de esta fortaleza —en hebreo: su lunación— designa, por un simbolismo profético toda esta historia de Israel que resumirá más tarde la genealogía "lunar" del Mesías.
Y, tres días antes del
Gran Paso, antes de la cuasi-Pascua del Jordán atravesado en seco, de la muerte
que conduce a la vida, los judíos se detuvieron aún en Schittím, que significa
a la vez los flagelos y la desviación. Israel se prostituyó allí
con las hijas y el dios de los moabitas cuyo nombre mismo —Baal-Peor, "el
Señor de la Vulva"— nos revela su naturaleza. Sin cesar, con la
insistencia de la desesperación, Moisés, y más tarde los Profetas han
amonestado "al pueblo de dura cerviz". Esta fornicación —carnal con
las mujeres, espiritual con el ídolo— sería una traición, una injuria grave al
Dios Vivo, el Aliado de la nación santa, consagrada. Y la infidelidad de la
carne no sólo conduciría a la del espíritu sino que la revelaría, la
postularía. Y, en tanto Moisés muere por
su pueblo —Moisés, el Redentor, como
le llamará San Esteban—, Dios revela a Josué que, en tres días, pasará el
Jordán. Este será el Pesach, la
Pascua. Y lo que había muerto con Moisés revivirá para la gloria de Josué, su
continuador.
Entonces Josué "envió
secretamente de Schittím dos espías[1], diciéndoles: Observad todo
el país, y sobre todo Jericó". Los dos personajes, para pasar seguros la
noche en esta ciudad, tuvieron la astucia de ir a esconderse, no al khan, a la posada pública, sino a casa
de una mujer pública: ¿qué cosa más
natural? ¿A quién podría intrigar la presencia de dos extranjeros en busca de
aventuras? Es allí, en la casa de la cortesana que, después de haber eludido la
vigilancia, se "acostaron". Simplemente. "Acostarse" quiere
decir, para todo el mundo, tenderse a dormir, a reposar. Quedaba reservado a
los exégetas "modernos" —comprendidos entre ellos los católicos— el
imaginar, sin el más modesto índice de prueba en el contexto— que ellos
"se acostaron" con Rahab!...
Se advierte entonces al
jeque de Jericó, la presencia de sospechosos en casa de Rahab; y emisarios del
príncipe vienen a intimar a la cortesana a que entregue los espías (su astucia
se ha vuelto contra ellos), ella debe persuadirlos de que escapen; afuera, la
celada está tendida. Rahab, por el contrario, les invita a subir a la terraza,
y los encubre bajo unos Cascos de lino (Josefo, contemporáneo de San Pablo,
escribe en el libro V de sus "Antigüedades
Judaicas" que los tallos de lino,
una vez cortados, eran puestos a secar sobre el techo de las casas). Luego,
cuenta a los enviados del rey que los dos extranjeros han abandonado la ciudad,
en dirección al Jordán. Y la partida policial inicia su persecución.
Rahab, entonces, sube al terrado donde los hombres se esconden, y
"antes de que se acuesten", les habla de Dios; sin duda, para
prepararse —y prepararlos a la hermosa noche que, si hemos de creer a ilustres
exégetas "modernos"— va a coronar dignamente su profesión de fe
verdaderamente profética. Abochorna comprobar que, en las notas de su Santa Biblia, Pirot y Clamer, luces de la exégesis
"científica", se rebajen a mencionar esta interpretación libidinosa,
como si se tratara de una opinión seria[2]. En realidad, la prostituta cananea se decide por los designios de Dios.
Esta Rahab, esta "espaciosa" —y espaciosa, en efecto, tanto por la
amplitud inimaginable de la caridad como por el número de amantes acogidos
entre sus brazos— da el trato de hermanos a los enemigos de su raza, a los
invasores de su patria. Jericó, "ciudad muy grande y amurallada,
estaba poblada por gentes extremadamente fuertes; y los guerreros burlones
tenían a los judíos “por langostas” (Núm XIII; 29.34). Pero, apresada por la iluminación profética,
la buscona descubre, tras esta gentuza, el perfil de la sombra de Dios, hasta
entonces desconocido para ella. Aquélla cuyo nombre está estigmatizado por el
comercio infamante, la que está "abierta" y "disponible",
pero integralmente, sin ninguna valla que pueda refirmar sobre ella una
posesión: la que es realmente "toda para todos" (figura de la
Iglesia, dirán algunos Padres); cuando Dios se presenta, abre al Invasor, al
Amor en persona, esta Jericó que ella misma es. Y Rahab, que había oído hablar de
las maravillas operadas por el Dios protector de los judíos exclama: "¡Yo
sé, desde ahora, que Jehová os ha entregado el país entero!"...
Es, en este caso,
tristemente sintomático del envilecimiento espiritual provocado en el dominio
de la exégesis "moderna" por el compartimiento estanco del espíritu
"científico", el que Pirot y Clamer, en las notas de su Santa Biblia, tengan por más segura la interpretación de sus camaradas
racionalistas. Estos estiman —y los autores de la Santa Biblia con ellos—
que una prostituta no puede haber
tenido el lenguaje que se "atribuye" a Rahab en la narración bíblica.
Sin duda, éstas son tradiciones contemporáneas que el Libro de Josué reproduce,
pero la crítica interna de hoy sabe mejor a qué atenerse que los iletrados de
tiempos remotos: la última palabra en materia de investigación psicológica le
pertenece. Es, pues, el más subalterno pánico, y no el Espíritu de Dios, el que
habla por boca de la Cananea. Así lo decretan estos noveles testigos, a tres
milenios de distancia. Además, Rahab ha debido
—¿no es acaso este gesto digno también de una ramera?— ha debido, para ser fiel
a la idea que de una cortesana se hacen estos señores, poner la ciudad en manos
de los sitiadores por algún infame artificio: y es esto lo que le valió su
salvación y no el auxilio prestado a los dos espías. No solamente no hay nada
que autorice a aplicar una psicología tan esquemática a la buscona; sino que,
además, el espíritu "científico" de estos exégetas les lleva a
inventar acontecimientos enteros, que no hacen sino revelarnos su propia
mentalidad. Se advierte cuánta razón
tenía Pío XII al dirigir una brava andanada, en la encíclica "Humani Generis", al delirio "científico" y
"crítico" de algunos católicos. Y, en definitiva, el más crítico
de los dos no es el que se suele pensar…
Y la simple cortesana, que no ha vivido jamás sino en la epidermis de
los sentidos, comprende el alcance trascendente y profundo del Éxodo; se abre, más Rahab que nunca, a la
intuición de la fe: "Ningún poder humano prevalecerá contra vosotros, pues
vuestro Dios, Jehová, es realmente el Dios, el
Maestro soberano, arriba, en los cielos, y abajo, sobre la tierra" (Josué,
II, 11, texto que anuncia con mil años de anticipación, Filip. II, 10). La
pagana, la prostituta, llamada por tanto, más que ninguna otra hija de su
pueblo, a celebrar el culto de Schammasch por las hierodulías, por las orgías
rituales, es la que hace el llamado a la misericordia del Eterno y del pueblo
por Él elegido. Ella es la que profiere las mismas palabras de Moisés a Kadès-Barnès
(Deut. IV, 39)[3].
Por fin, como Ruth, Rahab
declara: "Tu pueblo, será mi
pueblo, y tu Dios será mi Dios". No sólo cree —con una seguridad que
no le viene de la tierra— en los designios providenciales de Dios —Jehová, el Único— por sobre estas
"langostas" vomitadas por el desierto, sino que espera, presiente, profetiza: su evocación del paso en seco
del Mar Rojo, 40 años antes, es como una premonición de la milagrosa travesía
del Jordán; la suerte de los reyes amorreos, recordada por ella, anuncia la de
los cinco soberanos confederados, después de la batalla de Ghilgal. Esta
analfabeta, mujer de nada, ve dibujarse el sentido de la historia, cuyas
peripecias le revelan su orientación porque
descubre en ella su Animador secreto. No se eleva del acaecer hacia Dios,
sino que desde el Único vuelve a descender hacia el acaecer. Es propiamente la "cortesana
profetisa" de San Jerónimo —meretrix
prophetissa— y su profecía, su
mensaje inspirado, es, del Antiguo Testamento entero, la más integral confesión
de fe, así como la más inesperada: "En verdad os digo: que no he encontrado
fe semejante en Israel. Las rameras entrarán en el Reino de Dios y los hijos
del Reino serán arrojados a las tinieblas". Así habla Jesús a propósito de
otra Cananea. Lo que el Cristo afirmará mil años más tarde, es profetizado por
la aventura de la pagana Rahab.
La fe de esta mujer perdida —¡y reencontrada!— se expande al punto, como
una planta milagrosamente precoz, en caridad. Sin pensar siquiera en sí misma,
la Espaciosa —"la que se dilata" (ésta es otra acepción de Rahab) —
se convierte en la gallina que reúne a sus polluelos bajo la sombra de sus alas. Y, a los espías de Josué, que van a descolgarse
metidos en una canasta desde lo alto de la muralla (como más tarde San Pablo en
Damasco), les pide, en nombre de Jehová, —antes que de su promesa, se sabe de los
suyos— que respeten, no a ella, cuando los judíos hayan
conquistado Jericó —"su lunación"— sino a "su padre, y a su
madre, y a sus hermanes, y a sus hermanas y a todos los suyos". La
salvación es, para ella, colectiva. Poco más y exclamaría como el Apóstol, este
visionario de la redención cósmica: "He deseado ser yo mismo separado del
Cristo, por mis padres, mis ascendientes según la carne".
Y es entonces que, a la
profesión de la caridad —sobrenatural, tan pronto como en el hombre, demasiado
visible, se deja vislumbrar Dios, hasta ese momento invisible a la mirada de la
fe (I Juan, 4, 20)[4]—; es entonces que, al llamado de la caridad responde la
esperanza. A su turno, los espías de Josué comprometen al Eterno: juran, en su
Nombre, salvar a Rahab y a los suyos. A esa misma ventana por la que los
emisarios judíos habrán huído hacia la oscuridad, Rahab debe hacer que se ate
un cordón purpúreo; y cuando los invasores libren al saqueo la ciudad, su casa
será respetada. Es como un signo sacramental de salvación, este tiqvat tóle'ath scháni o cordón
purpúreo. La palabra tiqvat significa
a la vez "esperanza" y "cordón" (el Targoum de
Jerusalén enseña: "La esperanza es un cable, con el que el hombre arroja
un anda hacia lo más profundo de lo que desea", y San Pablo escribe a los
Hebreos que la esperanza es un ancla). Y tal esperanza tiene justificación,
el cordón purpúreo realiza efectivamente —"sacramentalmente"— lo que
simboliza: el pueblo elegido señorea Jericó, arrasa la ciudad, consagrándola
así negativamente a Jehová ("separándola" del mundo impuro, de sí misma, ciudad de pecado); pero
Josué conserva la vida a Rahab, la cortesana, y a la familia de su padre y a
todos sus allegados. Después, desposa a Salmón, hijo de Nóschom, y da a luz
a Booz, ascendiente de David y del Mesías. Su descendencia directa cuenta ocho
inspirados y entre ellos: Baruch, Jeremías, Schalloum y la profetisa Huldath. Y su historia acaba, en el Libro de Josué,
por estas palabras enigmáticas. "Rahab habita en Israel hasta el día de
hoy". Así más tarde, "el discípulo que Jesús amaba", deberá
él también habitar, en el nuevo Israel —el de la Promesa cumplida sobre la
Cruz— "hasta que venga" el Hijo del Hombre, "sobre las nubes del
cielo con poder y grande gloria".
Se sabe hasta qué grado el pensamiento judío, tal como
aparece en el Antiguo Testamento, desconoce al individuo aislado, al átomo
humano, sin tener en cuenta a un personaje cualquiera sino a título de
"momento" en una sucesión, de malla en una red. Las sucesivas
generaciones son solidarias unas de otras algo más que "moralmente",
en el sentido de una simple imputación jurídica. Comunican vitalmente entre
ellas, participando méritos y crímenes. El niño que no ha nacido todavía
asienta ya en los ijares de su futuro padre: vive ya en él. La santidad, la
consagración a Dios es social; el legado de la nación. Y es que, además, el Qahal, la Iglesia de Israel, o sea el
pueblo reunido para la adoración litúrgica, constituye, no lo olvidemos, un
organismo de familias, un complejo de descendencia.
El personaje del Mesías se realiza así insensiblemente, toma forma y consistencia
en el curso de generaciones sucesivas, de tal manera que antes de su presencia,
plenaria en la madurez de los tiempos, ya "cubre con su sombra" las
prefiguras no metafóricas, sino reales, que son Fares, Booz, David, y los otros
descendientes de Rahab. Ya, como María, la otra
Espaciosa, la otra Acogedora, Rahab,
lleva en sus entrañas "la santa sustancia que va a nacer" (Lc. I, 35,
To gennómenon hagion). Esta sustancia, esta "cosa santa" —hagion, en neutro— no es tanto una
persona, un individuo determinado, como una "función viviente", el
Mesías como tal, que gana precisión de siglo en siglo, y de este modo individualización,
como un personaje visto por unos prismáticos enfocados progresivamente. La cepa
mesiánica —la "rama", el "germen" de que los Profetas
hablan, el famoso "árbol de Jessé", que han dibujado los artistas
medievales, es en el vientre de Rahab, la verdaderamente Espaciosa, que ha sido
engendrado. Si se puede ver en la Iglesia el reflejo colectivo, sobre la
tierra, de la eterna Sabiduría, y en María su radiante sombra personal; Rahab también
reverbera aquí abajo esta Sophía, pero, paradojalmente -es el misterio de la
Encarnación llevado al paroxismo— bajo la máscara de la Locura.
Este carácter genealógico, colectivo y secular de la
gestación mesiánica aparece aún, en la historia de Rahab, cuando su profesión
de fe pasa del YO al NOSOTROS. No sólo la cortesana se compromete a sí sino a
"toda su casa" —o, más hebraicamente, la de su padre (así los
"Hechos de los apóstoles" nos mostrarán, más tarde, la conversión de
tal o cual, y "de toda su casa con él": como Israel, la Iglesia de
Jerusalén es un conglomerado de familias)—, su empleo del plural es profético: nosotros, son, en la persona de aquélla
en que por el momento, se resume toda la realización gradual de la Promesa,
son, digo, las generaciones, tanto judías como nacidas en la Gentilidad, de los
creyentes, de los que sin esperar tener una "comprensión", se apoderan
del Dios impalpable, volviéndose a Él en la amorosa ceguera de la fe.
[1] Nota del Blog: No podemos dejar de señalar,
siguiendo a Padres como Orígenes y a algunos autores protestantes, el dramático paralelismo que toda esta
historia tiene con la Parusía, con la toma
de posesión por parte del Mesías de Su
tierra prometida, de Su herencia.
Señalemos, por vía de ejemplo,
algunos: los dos espías son los dos Testigos, el cambio de nombre de Oseas por
el de Josué (Jesús), la casa de Rahab, símbolo de la Iglesia, las siete
Trompetas tocadas por los sacerdotes, Adonisédec, Rey de Jerusalén, figura del
Anticristo, caída de granizo sobre los enemigos, etc. etc.
El paralelismo entre el libro de
Josué y el Apocalipsis es fascinante.
Se trata de algo así como un modelo sobre el cual puede verse (y descifrarse)
la Segunda Venida y es en este sentido como debe aplicarse la tan mentada
figura del tipo y del antitipo.
[2] Nota del Blog: crítica que compartimos en su
totalidad. Ver más abajo.
[3] “Reconoce,
pues, hoy, y revuelve en tu corazón que Yahvé sí que es Dios, arriba, allá en
los cielos, y abajo, aquí sobre la tierra, y que no hay otro sino Él” (Cita de
la Tr.).
[4] “Si
alguno dijere: Amo a Dios, pero aborrece a su hermano, miente. Pues el que no
ama a su hermano, a quien ve; no es posible que ame a Dios, a quien no ve”
(Cita de la Tr.).