lunes, 5 de agosto de 2013

El Misterio de la Iglesia, por el P. Humbert Clérissac. Cap. VI (I de II)

VI

IGLESIA, TEBAIDA Y CIUDAD.

La ciudad y la soledad son necesarias al hombre. La herejía destruye la ciudad y hace la soledad atroz; en cambio, la Iglesia, ciudad perfecta, es también la tebaida de las almas. En el movimiento de una gran urbe uno se siente a la vez más solitario y más humano; pero cuanto más realmente en la Iglesia, está uno al mismo tiempo consigo y con todos.

§ Fuera de la Iglesia, la soledad conduce a uno u otro de los excesos individualistas que Pascal señala en Epicteto y en Montaigne. “Mientras el uno (Epicteto), conociendo el deber del hombre e ignorando su flaqueza, se pierde en la presunción, el otro (Montaigne), conociendo la flaqueza y no el deber, cae en la cobardía"[1].

§ La verdadera soledad no es el país del ensueño, el refugio del desencanto, la patria de la obsesión. Es olvido de sí, muerte de sí, pero para encontrar a Dios y a sí mismo. Ella hace florecer enteramente la personalidad que el bautismo nos ha dado: "Ego flos campi et lilium convallium"[2] [Yo soy la flor de los campos y el lirio de los valles].

§ Fuera de la Iglesia, el error individualista lleva también a una especie de fatalismo moral: se divide a los seres humanos en dos clases igualmente irreformables, los buenos y los malos. O si se admite la compenetración del bien y del mal, es por indiferencia; pero nadie cree verdaderamente en el tránsito del mal al bien, en la transformación del pecado en santidad. Por la soledad que es propia de la Iglesia se opera ese cambio, por la soledad del alma con Dios.

§ Únicamente la Iglesia puede aislarnos del mundo, conducirnos al desierto, sin menospreciar nuestras necesidades personales más imperiosas, porque poseyendo y enseñando ella sola la verdadera noción de la personalidad, nos revela nuestras verdaderas aspiraciones y nuestras necesidades más personales. La Iglesia inculca y recuerda sin cesar, y de mil modos, que si bien es cierto que el ser humano está individuado por la materia, no es, sin embargo, una persona ni puede llegar a ser alguien, sino perfeccionándose en razón y libertad. De manera, pues, que si sus instintos bastan para desarrollar su individualidad, en cambio, su personalidad no crece sino por medio de la libertad espiritual[3]. Pero más que nada la Iglesia nos revela nuestra personalidad sobrenatural y provoca su vuelo.

Tebaida de las almas, no sólo la Iglesia nos separa del mundo donde se organiza el reino tiránico de los apetitos; no sólo ella posee como propia la doctrina, el espíritu y la gracia del recogimiento, de la humildad, de la penitencia, que son como los caminos del desierto por donde nuestro ser espiritual se evade hacia la libertad y la pureza — sino que además nos entresaca de todo lo perecedero. Nos da el sentido de la insuficiencia absoluta de lo creado respecto de nuestro fin y de nuestra felicidad, y al mismo tiempo suple a la naturaleza con facultades nuevas que nos hacen alcanzar a Dios.

§ De modo que el Misterio de la Iglesia es el que exalta definitivamente la personalidad del cristiano:

Vous m'avez fait, Seigneur, puissant et solitaire.

Ese misterio se multiplica tantas veces como bautizados hay: "Despondi enim vos uni viro virginem castam exhibere Christo"[4]. [Pues os he desposado con Cristo para presentaros como virgen pura al único Esposo.] Cada uno de nosotros es la Iglesia y forma la Iglesia, pues edifica el Cuerpo de Cristo[5]. Cada uno de nosotros es quien reviste ese Cuerpo con sus vestiduras de gloria: "Datum est illi ut cooperiat se byssino splendenti et candido. Byssinum enim justificationes sunt sanctorum"[6]. [Le fué dado que se cubra de finísimo lino resplandeciente y blanco. Y este lino fino son las virtudes de los santos].

§ La misma universalidad del precepto de amor, que parecería oponerse a nuestra necesidad de soledad, de intimidad, de libre elección, por el contrario, liberta, fortifica y engrandece nuestra personalidad verdadera y contribuye, más que antojos y privanzas al enriquecimiento espiritual. Así como Dios hace de sí mismo el bien de todas sus criaturas, porque es y permanece en sí el Sumo Bien, así la caridad hace de nosotros, en cierto modo, bien de todos, porque nos hace, en primer término, buenos a nosotros mismos. Lejos de disolvernos y de dispersarnos en la muchedumbre, la caridad garantiza y protege la unidad de nuestro ser: porque amamos a los otros como a nosotros mismos, y no por igualdad. La unidad, explica Santo Tomás[7], es el principio de la unión: el amor de nosotros mismos, conforme a Dios, es la unidad, principio de nuestra unión con el prójimo. Para hallar en nosotros el tipo y la norma de nuestro amor hacia el prójimo, necesitamos encontrar en nosotros algo perfecto que amar.

§ El espíritu de soledad y de silencio que siempre ha florecido en la Iglesia y en ella ha encontrado su regla y su medida, al mismo tiempo que estímulo y atractivo. Su verdadera medida —entre el miedo, que ve en la soledad de una cárcel, y el entusiasmo que se promete en ella un Tabor—. Fundada en la verdad y la caridad, la Iglesia estimula la soledad para que el alma, volviendo a encontrar el tipo, según el cual fué creada, dé a Dios gloria y amor. Fundada en el Verbo, la Iglesia no nos lleva al silencio, sino en cuanto el silencio permite oír hablar a Dios, y nos enseña a usar de la palabra. He aquí por qué toda soledad tiene una disciplina y una media.
Además, el fuerte atractivo de las gracias de contemplación es permanente en la Iglesia, y se apodera de las mismas almas principiantes por la aniquilación del arrepentimiento o el silencio imperioso de la adoración. Y cuántas otras arrebata por las grandes vías luminosas de la vida monástica o los senderos apacibles de la oración privada, en busca de sólo Dios, ad deiformem quamdam unitatem, como dice San Dionisio[8]. A veces, el espíritu de soledad sopla tan fuertemente, que es como una huida al desierto; después el mundo se venga de haber sido despreciado por tantas almas, quibus dignus non erat[9], penetrando en la soledad e imponiendo al espíritu sus bajas sujeciones. Pero una acción vigorosa de la Iglesia consigue liberar el espíritu y purificar la soledad profanada. Por fidelidad a ese espíritu de soledad y de contemplación las almas han sufrido casi tanto por la fe. Por otra parte, ese espíritu procede de la fe como su fruto perfecto, y el florecimiento del desierto es una promesa de Dios a la Iglesia: "Exsultabit solitudo et florebit quasi lilium[10]. [Se alegrará la soledad, y florecerá como el lirio.]

§ No se puede oponer la soledad a la vida en común, ni las instituciones monásticas a la Iglesia, de la que son parte integrante. Más bien se ve cómo el claustro, el grande y único claustro, nuevo paraíso en cuyas sombras Dios se pasea, es la Iglesia misma[11]. No hay, a decir verdad, claustros pequeños construidos dentro del grande. La esencial santidad de la jerarquía halla su cauce, y su término, en la santidad consagrada por los estados religiosos.

§ Por eso, en otros tiempos, el sentido de la soledad se afirmaba con una intensidad de fervor enteramente sobrenatural y una clásica plenitud de razón y de poesía. Eso pasaba, precisamente, en épocas en que más sólido era el establecimiento de la Iglesia entre los pueblos, cuando nadie discutía su divina constitución. Recordemos aquí, sin mencionar los grandes ejemplos de vida contemplativa aparecidos en el siglo XVII, este cuadro dulce y simple que los evoca todos a la vez : "En la soledad de Saint-Fare, tan alejada de las vías del siglo como su venturosa situación la separa de todo comercio con el mundo; en esa santa montaña que Dios había escogido mil años antes, donde las esposas de Jesucristo hacían revivir la belleza de los antiguos días, donde las alegrías de la tierra eran desconocidas, donde no aparecían rastros de hombres mundanos ni de curiosos y vagabundos; bajo el gobierno de la santa abadesa que tanto sabía dar la leche a los párvulos como el pan a los fuertes, los comienzos de la princesa Ana eran felices"[12].

§ Ya se ve, por lo que precede, que en el orden espiritual la soledad no envuelve a la ciudad, sino que la ciudad envuelve y penetra la soledad, y que la soledad, propiamente dicha, es imposible en la vida cristiana. Tebaida o ciudad, es siempre el misterio de la Iglesia; y cuando el cristiano recobra el alma en una de ellas es para perderla en la otra; y nunca se sale de ese misterio. Las delicias de los contempladores de la naturaleza y de los amantes terrestres de la soledad, nada son comparadas con las alegrías que gusta el alma cuando entra en el misterio de la Iglesia y pierde pie en sus honduras. Es entonces que se olvida de sí y se niega a sí misma, pero para transformarse y desplegar su nuevo ser hasta el infinito. Y en su transporte el alma exclama y canta: La Iglesia es quien me ha dado la conciencia increíble de las riquezas de que estoy colmada. Ya me siento como imposibilitada de encontrarme un yo personal: me parece que soy de todos los tiempos; tengo una raíz real en el Antiguo Testamento; pertenezco a toda la Iglesia, y todo el mundo es mío. Creo todo y espero todo de Dios: me falta la visión, pero en la fe tengo todo... Esas realidades serán vivas en mí, en proporción de mi nada, y la alegría de mis riquezas se transforma en un estímulo austero. Debo marchar hacia adelante y hacia arriba, y no sobre la tierra; es necesario, no que desprecie ni olvide, sino que ignore; no debo detenerme en el mal ni en el bien que hay en mí: pero debo hacer pureza y luz con todas mis fealdades, dándolas como alimento a esta llama que consume todo pecado, a este adorable Salvador que una vez para siempre ha vencido a la muerte. Exi a me quia homo peccator sum Domine, significa para mí en lo sucesivo: "Alejaos, Señor, para que pueda tomar impulso y alcanzaros más a fondo...".

Gemido inenarrable que el alma repite, porque es el Espíritu Santo, principio de cohesión y de amor entre Cristo y su Esposa, quien primero lo exhala en el corazón de la Iglesia y lo hace oír al alma: Et Spiritus et Sponsa dicunt: Veni[13].



[1] Entretien avec M. de Saci.

[2] Cantar de Cantares, II, 1.

[3] Véase Le Sens Commun el la Philosophie de l'Etre, por el P. Garrigou-Lagrange, 2ª parte, cap. II, pág. 164.

[4] II Corintios, XI, 2.

[5] Efesios, II, 21, 22.

[6] Apocalipsis, XIX, 8.

[7] Sum. theol., IIa, IIae, q. XXVI, a. 4.

[8] Jerarquía Eclesiástica, VI.

[9] Hebreos, XI, 38.

[10] Isaías, XXXV, 1.

[11] Génesis, III, 8.

[12] Bossuet, Oración fúnebre de la Palatina.

[13] Apoc, XXII, 17.20. "Y el Espíritu y la Esposa dicen: Ven, Ven, Señor Jesús".