viernes, 23 de agosto de 2013

El Misterio de la Iglesia, por el P. Humbert Clérissac. Prólogo de J. Maritain (I de II)

   Nota del Blog: nos pareció una buena idea agregar, como una especia de apéndice, el hermoso prólogo de Maritain a este bellísimo libro, prólogo citado por Guerra Campos en un par de oportunidades. 
   Maritain, que conoció personalmente al P. Clérissac, nos da aquí varias noticias muy interesantes del autor.

PREFACIO

El Padre Humberto Clérissac nació en Roquemaure, el 15 de octubre de 1864. Hizo sus estudios en el colegio de los Jesuitas de Aviñón. A la edad de dieciséis años resolvió entrar en la Orden de Santo Domingo. La lectura del libro Vida de Santo Domingo, de Lacordaire, le había revelado cuál habría de ser su familia sobrenatural. Con gran resolución, ejecutó en seguida su propósito; abandonó la casa paterna, con el beneplácito de su madre, y se dirigió a Sierre, en Suiza, donde empezó su noviciado. Terminó sus estudios en Rijckholt, Holanda; profesó el 30 de agosto de 1882.
Predicó mucho en Francia, más todavía en Italia (en Roma, en Florencia, donde a menudo predicó la Cuaresma en francés), y en Inglaterra, sobre todo en Londres; y Dios le concedió en todas partes traer almas a la Iglesia. Cuando la dispersión de 1903, se fué a Londres, donde esperaba hacer una fundación dominica francesa. Ese proyecto fracasó a último momento, después de haber trabajado larga y ardientemente por su realización; y el Padre Clérissac debió volver a Francia. Sin abandonar su labor apostólica, especialmente la predicación de Cuaresma en Italia, prefería predicar retiros a las comunidades religiosas, en las cuales hallaba espíritus más aptos para entenderle y un medio favorable a la expansión de su alma. De ese modo, fué muchas veces huésped de Solesmes, abadía por la cual sintió siempre un gran cariño y que, por cierto, sabía retribuírselo. También era un gusto para él hospedarse en Rijckholt. Una de las últimas veces que estuvo allí, le tocó presidir la entrada en la Tercera Orden dominica de Ernesto Psichari, a quien él mismo había recibido en la Iglesia, en febrero de 1913.
La dispersión de su orden había abierto en él una herida incurable; necesitaba de la vida del coro y de esa común habitación fraterna tan buena y tan gozosa, en el decir de David, y que es como una imagen abreviada de la Iglesia. Pero si el contacto del mundo le hacía sufrir cruelmente, manteniéndose más que nunca extraño al mundo, más que nunca ocupado en solo Dios, elevaba su alma en regiones de paz y, según la palabra de Dante, se ocultaba en la luz. Cuando llegado a la plenitud de su madurez, podía creerse que iba a dar de sí, ante los hombres, todo aquello de que era capaz, fué retirado repentinamente de este valle. Después de una breve enfermedad que todavía le dio tiempo para celebrar la misa el día de Todos los Santos, murió la noche del 15 al 16 de noviembre de 1914, con una de esas muertes muy humildes, que Dios parece reservar a sus más próximos amigos. En conformidad con esa vocación religiosa, a la que permaneció fiel de una manera tan perfecta, siempre fué reservado para Dios. Dios era toda su heredad, y él era, enteramente, de Dios. Por eso su vida exterior y sus trabajos apostólicos, de cuyos detalles se tiene noticia muy incompleta, pues nunca hablaba de ellos, sólo contribuyen de un modo secundario al conocimiento de su persona. Se diría que Dios, ayudado por la humildad del P. Clérissac, quería mantener esa vida y esos trabajos en la sombra, y aún conducirlos a lo que podríamos llamar un relativo fracaso, si se tiene en cuenta la influencia que un alma tan grande hubiera debido, quizá, ejercer. Pero esa alma obraba de una manera más profunda y misteriosa: por la invisible irradiación de su ser mismo, de la luz sobrenatural de que estaba penetrada.


Lo primero que impresionaba al abordar al P. Clérissac, era la nobleza de su fisonomía y la inteligencia, casi temible a fuerza de penetración, que brillaba en sus ojos. De ahí que en las primeras entrevistas se sintiera ante él una especie de temor, y el sentimiento de que él también sabía demasiado quid esset in homine. Ese sentimiento desaparecía después, cuando conociéndole mejor, ya había podido apreciarse su amor hacia las almas y la gran dulzura de su bondad.
Pero lo que más le caracterizaba era esa maravillosa pureza de espíritu y de corazón que tanto amaba en Santo Domingo, y que Dios le había comunicado a él tan generosamente. Pureza, integridad, virginal vigor del alma, tales eran, creemos, los caracteres más profundos de su vida interior y exterior.
De la pureza y de la santidad divinas tenía una idea tan patente y verdadera, que había noches, según nos contaba, en que le sacaba del sueño, tembloroso, el pensamiento de comparecer ante esa luz sin sombra alguna. Confige timore tuo carnes meas. Sabía bien, lo sabía seria y prácticamente, que el temor de Dios es el principio de la sabiduría. No podía sufrir el desenfado con que algunos se mueven en las cosas de Dios. La divina trascendencia de Aquel que sólo conocemos por analogía, era materia preferida de sus meditaciones.
Siempre que pensaba en los santos, su alma era llevada a considerar las grandes purificaciones padecidas bajo las últimas pruebas interiores, en ese punto en que Dios, retirando todo sentimiento y toda luz, quiere la pura adhesión de la voluntad desnuda. Veía en esas grandes pruebas uno de los signos distintivos de la mística divina[1]. Noli me tangere: iba a Jesús con un impulso enteramente inmaterial, no deseando nada que no fuera el mismo Jesús.
Su profunda humildad provenía de esa exquisita pureza de corazón. Solía decir, con enérgico acento: "La sed de honores y dignidades, es un indicio de reprobación". En su trato con los hombres, ponía la más alerta y delicada reserva, manteniéndose oculto a todo lo que no fuera Dios.
Amaba la verdad con toda su alma. Atendía principalmente a que su visión se conservase pura de toda mancha de error. Tenía amor a la verdad y a la inteligencia, porque de ellas vivía. "La vida cristiana, solía decir, se funda en la inteligencia." Tenía un gran cariño a Santo Tomás, en quien hallaba, sin cesar, nuevos goces y nuevas maravillas. El vivir la verdad, el practicarla en la doctrina y en la teología, es lo que más admiraba en algunos de sus maestros, y lo que en él también se vio realizado. El centro de su actividad estaba en la contemplación de la verdad. Comentando la frase de San Agustín, gaudium de veritate, decía con frecuencia: "Ante todo, Dios es la Verdad; id hacia Él y amadle bajo ese aspecto".
Amaba a la Iglesia con toda su alma. Lo que él pedía a quienes se le acercaban era una plena adhesión al misterio de la Iglesia. Entendía que, para eso, la razón y la fe necesitan ser auxiliadas por un vivo afecto de caridad, lo único capaz de enseñar al alma lo que es, en toda verdad, la Esposa de Jesucristo. Según el P. Clérissac la perdición de algunos en el error del modernismo provenía, principalmente, de cierta sequedad de corazón, y cierto frío amor propio, que oscurecían el espíritu ante el misterio de la Iglesia.
Estaba orgulloso de la Iglesia. Amaba su grandeza. No podía sufrir que se atacase a San Gregorio VII o a Bonifacio VIII. Cualquier disminución de los derechos de Dios y de los derechos de la Iglesia, y cualquier cobardía en la reivindicación de esos derechos, le agraviaba profundamente. Siempre he creído que Benson, que le conocía mucho, había trazado el personaje del Papa, en El Señor del mundo, pensando en él.
Por lo mismo que amaba a la Iglesia, amaba el estado religioso, y nada había que tomase tan a pecho como la dignidad de ese estado. Rectificando ciertos errores muy difundidos, se complacía en explicar que lo que da a los votos de religión su valor propio, es la intervención de la Iglesia; la cual, al aceptarlos públicamente y consagrar la persona humana a Dios, oficialmente, como un cáliz o un altar, constituye a esa persona en un estado (status perfectionis acquirendae) indispensable a la plenitud de vida del Cuerpo místico de Cristo.
Desarrollaba una magnífica doctrina sobre el papel providencial, el carácter esencial y la misión de cada una de las grandes familias religiosas: presentaba a la  Orden monástica como archivo y testigo viviente de la antigüedad eclesiástica, dedicada a perpetuar el tipo de la primitiva y perfecta comunidad cristiana, enteramente ordenada a la alabanza de Dios; la Orden de Predicadores con la misión de mantener la Inteligencia cristiana en la luz de la Contemplación y de la Teología; los hijos de San Francisco, encargados de hacer irradiar en la vida cristiana la Pobreza, la Simplicidad, el espíritu y las Virtudes del Evangelio; los Padres de la Compañía de Jesús, enviados para asegurar, adaptándola a las condiciones de vida de los tiempos modernos, la disciplina ascética de la Voluntad cristiana[2]. Y no dejaba nunca de dar gracias a Dios por haberle puesto en la familia de Santo Domingo, a causa del amor que esa Orden tiene a la doctrina, y de su fidelidad a la pura Verdad. ¡Y qué celo tenía porque sus hermanos conservasen íntegra su casta intelectual, como él decía!

No es difícil imaginar lo que debió sufrir en la época que vivimos, un alma como la suya. Sufría en silencio, pero con profundidad e intensidad singulares: sólo en algunos retratos del gran Pío X, me ha parecido encontrar una semejanza de esas tristezas.
Las costumbres de nuestro régimen laico y democrático, no era lo único que le afligía; de las exigencias de la vida sacerdotal se hacía una idea tremenda, a la que no siempre respondía la realidad que en sus andanzas había encontrado por ahí; y el sentimiento de la responsabilidad que incumbe a la sal de la tierra, en la historia del mundo, pesaba sobre él de una manera dolorosa. Creía que la disminución de la fe, la desaparición de todo reconocimiento público de los derechos de Dios, y el debilitamiento de la razón en los tiempos modernos señalaban uno de los más bajos niveles a que el mundo haya podido descender.

La Misa, decía San Vicente Ferrer, es la más alta obra de contemplación[3]. No he asistido nunca, y quizás no asistiré más a misas celebradas con tanta perfección, exactitud, amor puramente recogido, soberana y casi terrible majestad, como aquellas del P. Clérissac, que tuve la dicha de ayudar durante un año. Pronunciaba las palabras de la Consagración de una manera inolvidable, en voz baja, lenta, pero distinta, y con tanta energía en su acento, que parecía traspasar el corazón de Dios. El sacrificio de la misa, para él, era en verdad la consumación de todas las cosas, la Acción por excelencia. Aconsejaba unirse a ella de tal modo, que uno pusiera, por así decirlo, toda su vida en el cáliz del Sacerdote, ofreciéndola con él por los cuatro fines principales de esa oblación de Jesucristo, que cada vez que se renueva cumple la obra de nuestra redención[4]. Solía decir que la comunión es, ante todo, la consecuencia del sacrificio y la unión al sacrificio. Y consideraba un rebajamiento de la verdad, la tendencia de algunos a poner la comunión por encima de la Misa, si puede hablarse de este modo, o a decir que la Misa está solamente para la comunión.
Recitaba el oficio con mucha sencillez, sin ninguna tensión, pero detenidamente, alimentándose con cada una de las palabras. "O Altitudo! O Bonitas! La Iglesia, dice[5], nunca termina de pasar de la una a la otra", y él hacía como la Iglesia. No trabajaba sin interrumpirse a cada momento para rezar; y cuando se alojaba por algún tiempo en mi casa, desde la habitación contigua le oía recomenzar constantemente el bendito murmullo de sus rezos. Los cantos de la Iglesia le eran caros, como cánticos de la patria en el destierro; y gustaba cantarlos, especialmente el tracto de la Misa de Doctores Quasi stella matutina, o el responso In pace in idipsum, que, según se cuenta, hacía llorar a Santo Tomás.
Tenía horror por la ostentación de pobreza, pero tenía el espíritu de pobreza en alto grado, y la austeridad de su vida era extrema. Aunque se complacía en contar la anécdota de Santo Tomás enfermo, (según la cual, como alguien le preguntase qué plato comería con apetito, el santo pidió uno de esos arenques frescos, que había comido en Francia; y he aquí que por milagro, pues no era posible encontrar en Italia ese producto del norte, abriendo una de las cestas de un vendedor que acertaba a pasar provisto de sardinas, se la encontró llena de arenques frescos) en su terruño se privaba casi siempre de esas hermosas frutas del Mediodía, cuya descripción solía hacer con tan juvenil entusiasmo.
Su conversación era cautivante y llena de vida; se expresaba con gran elocuencia natural y en un lenguaje de clásica pureza. Tenía amor a todo lo hermoso, lo viviente, lo ingenuo. Releía constantemente a Dante, gustaba rodearse de las más bellas reproducciones del Angélico. Pero el Diálogo y las Cartas de Santa Catalina de Sena, constituían su lectura predilecta. Tenía profunda devoción a esta gran contemplativa que la Iglesia elogia por haber servido al Señor como una abeja diligente, sicut apis argumentosa. También era devoto a su Provenza, y sobre todo a la Sainte - Baume, y a los santuarios de Laus y la Salette. Un día en Laus en el momento de dar la comunión, la santa pastora Benoite le había hecho sentir los perfumes de su tumba. A la Salette volvió por última vez en 1912. Siempre hablaba con profunda emoción de las lágrimas que la Santísima Virgen había derramado en aquella montaña, para recordarnos, decía, todas las exigencias de la vida sobrenatural, y movernos a la compunción.
Honraba con alegría a la Santísima Virgen, como Reina de los Espíritus angélicos y Trono de la Sabiduría. Y le alegraba ver que el esplendor de su inteligencia fuera objeto de veneración, según ocurría en la edad media, cuando se la representaba en un pórtico de Chartres, por ejemplo, rodeada de las siete artes liberales que adornaban su espíritu. Creía, según me dijo una vez, que la Virgen debió meditar habitualmente — ¡pero con qué profundidad divina! — en las más simples verdades de la fe, en la gran ley de la Cruz, especialmente.


[1] "Las pruebas que con más dificultad comprendemos son aquellas que purifican la fe. Eso viene de que, siéndonos desconocido el precio de la Verdad sobrenatural creemos que lo estimamos lo bastante porque adherimos a ella a través de sombras. Olvidamos que en razón de su carácter sobrenatural y la infinita dignidad de su objeto, nuestra fe puede siempre crecer en desinterés, en firmeza, en independencia con relación a las cosas humanas. En nuestros días, hay quienes no colocan el motivo formal de la fe donde debieran, es decir, en la autoridad de la Palabra divina, sino en cosas tales como, por ejemplo, las tendencias y las necesidades del corazón. De ese modo, y por mucho que pretendan hacer lugar a la gracia, multiplican los peligros de una aleación de lo sensible en la fe. Por desgracia es probable que los que así rehúyen en sus consideraciones el verdadero motivo formal de la fe, lo hagan precisamente para impedir la mezcla de elementos sensibles. Muy al contrario de lo que ellos suponen, lo que Dios tiene en cuenta es la calidad de nuestra adhesión a la autoridad de su Palabra. Dios mismo viene un día a mortificar con rigor en sus grandes elegidos, todo lo que podría ser molesto a la absoluta pureza de la fe: muchas veces eso ocurre en un instante cuando la muerte se aproxima; en otras  ocasiones, ese momento se multiplica en años; y siempre es a trueque de una noche en el alma, y de la ruina de todo humano sostén." (Fragmento del Triduum monastique sur la Bienheureuse Jeanne d'Arc, 1910).

[2] De los Carmelitas, cuyo restablecimiento en Francia había sido comprometido por la aventura del P. Loyson, y entre los cuales aún no se advertían las promesas de reflorecimiento que hoy comprobamos, el P. Clérissac hubiera podido decir que tienen la misión de transmitir a los hombres, las influencias santificantes de la vida eremítica, — speciosa deserti— y de enseñar al alma cristiana las vías de la unión mística y de la contemplación. (Cf. Le Carmel, par un Carme déchaussé, Lib, de l'Art Catholique, 1922; La tradition mystique du Carmel, por el P. Jéróme de la Mére de Dieu, Saint Maximin, 1929). — En cuanto a los Cartujos, que interceden por toda la Iglesia, retirados en lo más alto de la soledad, su misión de puros contemplativos es suficientemente manifiesta. (Cf. la Constitución Apostólica de S. S. Pío XI, 8 de julio de 1924, publicada en Acta del 15 de octubre de  1924).

[3] Missa est altius opus contemplationis quod possit esse. (Serm. Sab. post Dom. Oculi).

[4] Quia quoties hujus hostiae commemoratio celebratur, opus nostrae redemptionis exercetur. (Dom. IX post Pentec. Secreta).

[5] Véase más adelante, cap. V.