viernes, 16 de agosto de 2013

El Misterio de la Iglesia, por el P. Humbert Clérissac. Cap. VIII (II de II)

§ En la maternidad de la Iglesia encontramos la raíz de su poder coercitivo, porque es a la Madre a quien corresponde e incumbe corregir y castigar. Y, en efecto, solamente sobre sus hijos la Iglesia pretende ejercer ese derecho. También la raíz de ese poder indirecto, pero real, de primacía temporal que le permite intervenir en la vida de los Estados hay que buscarla en la maternidad de la Iglesia: "Quidquid igitur est in rebus humanis quoquomodo sacrum, quidquid ad salutem animorum cultumve Dei pertinet, sive tale illud sit natura sua, sive rursus tale intelligatur propter causam ad quam refertur, id est omne in potestate arbitrioque Ecclesiae"[1]. [Luego, lo que en las cosas humanas es de algún modo sagrado; lo que toca a la salvación de las almas o al culto de Dios —ya sea tal por su naturaleza, o que tal se lo entienda a causa del objeto a que se refiere—, todo eso cae bajo el poder y el arbitrio de la Iglesia. —León XIII].
La salvación de las almas es el cargo propiamente maternal de la Iglesia; el culto de Dios es su función de Esposa de Cristo: en suma, en la maternidad de la Iglesia se funda su derecho de primacía temporal.

§ El emperador está en la Iglesia, y no por encima de ella, dice San Ambrosio: es hijo de la Iglesia. Y el recordárselo no es ofenderle, sino, por el contrario, honrarle… "Quid honorificentius quam ut Imperator Ecclesiae filius esse dicatur? Quod cum dicitur sine peccato dicitur, cum gratia dicitur. Imperator enim intra Ecclesiam, non supra Ecclesiam est; bonus enim Imperator querit auxilium Ecclesiae, non refutat"[2]. [¿Qué mayor honra para un emperador que la "de ser llamado hijo de la Iglesia? Porque al darle este nombre no se le ofende, sino que se le honra. En efecto, el emperador está en la Iglesia, y no por encima de ella; si el emperador es bueno, no rehúsa la ayuda de la Iglesia; al contrario, la busca].


§ No hay que perder nunca de vista la relación que guarda ese derecho de primacía y de intervención con la maternidad de la Iglesia, pues sólo así podrá explicarse al mismo tiempo la exactitud con que su objeto es definido y la latitud que lleva en su ejercicio.
Ciertamente, conviene definir con precisión el objeto de ese derecho: lo especifica el elemento espiritual, tan frecuentemente implicado en los negocios humanos, y que de un modo necesario incumbe a la Iglesia. Pero, en la práctica, suele hacerse difícil circunscribir el elemento espiritual; y es la Iglesia quien debe juzgar en esos casos, no tan sólo según las reglas de su jurisprudencia, sino, ante todo, nótese bien, en atención a lo que exige su responsabilidad maternal, la cual tiene extensión indefinida. También la ratio peccati[3], por la cual puede la Iglesia llegar a eximir del juramento de fidelidad a los súbditos de un príncipe, permite a la Iglesia un muy amplio ejercicio de su derecho, porque el derecho que tiene la Iglesia de preservar a sus hijos del escándalo, es ilimitado. La aplicación de semejante juicio no ha de limitarse únicamente al pecado de escándalo contra la fe; la Iglesia puede también extenderla a muchos otros escándalos: "Aliquis per infidelitatem peccans potest sententialiter jus dominii amittere, sicut etiam quandoque propter alias culpas"[4]. [Un hombre puede perder su derecho de dominio, por sentencia de justicia, en razón de un crimen contra la fe (apostasía y herejía), como también por razón de otras faltas. —Santo Tomás].

§ Aun respecto de príncipes o de señores infieles, cuyo dominio no es revocable ipso facto por el derecho divino de la Iglesia, la Iglesia tiene el poder de pronunciar sentencia de desposesión, a causa, siempre, de su maternidad, que hace de sus hijos los hijos de Dios: "Quia infideles merito infidelitatis suae merentur potestatem amittere super fideles, qui transferuntur in filios Dei". [Porque los infieles merecen, por su misma infidelidad, se les quite el poder que tienen sobre aquellos que, por la fe, pasan a ser hijos de Dios. Santo Tomás de Aquino]; poder que, por otra parte, la Iglesia no ejercerá, sino allí donde la autoridad temporal está en sus manos, o en las de un soberano fiel[5].

§ No se diga que aquí se trata de un Derecho de la Edad Media, convencional y transitorio. Es en el Evangelio donde el derecho maternal de la Iglesia aparece estrictamente definido en su objeto formal: reddite quae sunt Dei Deo, a la vez que casi ilimitado en su aplicación y su ejercicio. La didracma que reclamaron a Pedro era un impuesto nacional, tanto como religioso: el Señor se declara eximido de ese impuesto, como Hijo de Dios; El, y, en principio, todos los hijos de la Iglesia: "Ergo liberi sunt filii"[6]. [Luego, los hijos están exentos]. Impuesto nacional, decimos; y, en consecuencia, el Señor piensa lo mismo de los impuestos debidos al César. Si es excesivo ver en eso una especie de correctivo del Reddite quae sunt Ccesaris Caesari, no hay, en cambio, ningún exceso en considerarlo como un signo del derecho que tiene la Iglesia de ser la única que juzgue en lo que respecta a la extensión o a los límites de su derecho.

§ Fundados en que la maternidad de la Iglesia exige esa extensión, por así decirlo, indefinida de las aplicaciones de su derecho preeminente, algunos teólogos, en el curso de la historia, han llevado la convicción entusiasta del derecho de la Iglesia hasta el punto de reivindicar para ella, directamente, todo poder terrestre. El ne scandalizemus eos que Nuestro Señor, al pagar la didracma, da con motivo de su pura y gratuita concesión, les ha parecido el único límite que se pueda poner a los derechos de la Madre de los rescatados: ¿y qué razón hay para que se les repruebe tanto por eso?[7]
Más aún: es esa extensión de las aplicaciones posibles de su derecho lo único que justifica que la misma Iglesia diera, a veces, una noción del objeto o del ejercicio de su primacía que, por lo comprensiva, haya parecido, a primera vista, indistinta; como, por ejemplo, la noción dada al final de la Bula Unam Sanctam, de Bonifacio VIII: "Subesse Romano Pontifici omnem hurnanam creaturam declaramus, deffinimus, dicimus et pronuntiamus omnino esse de necessitate salutis." [Es de necesidad de salvación que toda criatura humana esté sometida al Pontífice Romano.] La interpretación exacta de esa definición es fácil, pero debe quedar siempre como una cuestión filial.
Finalmente, la misma razón explica cómo le fué tan fácil a la Iglesia en algunos momentos críticos en Occidente tomar a su cargo los asuntos y la sucesión del Imperio, hasta que, terminada la difícil transición, pudo entregarlos a los reyes bárbaros bautizados por ella, y restaurar el Imperio Romano en el Sacro Imperio.

§ Por lo demás, son testimonio de los miramientos maternales con que la Iglesia ha ejercitado su primacía las muchas concesiones que ha hecho a los príncipes. También lo son los Concordatos, que no adjudican a la Iglesia la mayor parte de las ventajas, y que rara vez reconocen, aunque no fuera más que en principio, la plenitud de su derecho divino. Mucho menos titubean los poderes terrestres antes de trasponer los límites de lo espiritual, y los juristas se muestran menos discretos en sus pretensiones que la Iglesia cuando interviene en el dominio mixto. Y huelga hacer esta comparación en los hechos; basta con establecerla entre las ideas que el mundo y la Iglesia tienen de sus derechos respectivos. No hablemos de las pretensiones ciertísimas de Alejandro y de César a los honores divinos; ni de las de Octavio, quien, según el testimonio de Vegetius, al adoptar el nombre de Augusto, en el año 27 antes de nuestra era, entiende asumir un título sagrado: el paganismo, tanto entre los príncipes como en los pueblos estaba predispuesto a esa idolatría[8]. Pero los mismos emperadores cristianos, y el primero de ellos, Constantino, no repudian de inmediato algunas muestras de adoración, como templos dedicados y juegos ofrecidos en su homenaje. En Bizancio, los iconoclastas destruyen las imágenes de Cristo, y de los santos, pero respetan las del emperador. El título de Pontifex Maximus no es abandonado sino en el siglo IV por el emperador Graciano. Y para evitarnos recorrer todo el resto de la historia observemos que la Bestia blasfema del Mar y la Bestia de la Tierra poderosa en prodigios, de quienes se dice en el Apocalipsis que obtienen la adoración rehusada al Cordero, simbolizan, precisamente, la civilización profana y usurpadora de todos los tiempos y de todas las naciones[9].
¡En qué luz más precisa y más clara mantiene la Iglesia la idea de su derecho! Es un derecho absolutamente divino; pero que no admite excesos en el homenaje que reclama para aquéllos que son su propio órgano. Los honores extraordinarios que se han rendido a los Papas, a imitación de los imperiales, son tardíos y poco numerosos. Nunca se aplica a los Papas el epíteto de divino. Hasta el siglo VIII, en Roma, el palacio llamado sacro es el imperial; y en ese mismo siglo son dos emperadores bizantinos los que introducen la costumbre de besar los pies del Vicario de Cristo, y casi podría decirse que se la imponen a él mismo[10].
Más tarde, cuando por el vigor santo de un Gregorio VII o la actividad universal de un Inocencio III, la Iglesia quebranta las resistencias del Poder terrestre o mantiene a Europa en la unidad, por cierto que sus personas no pueden ser acusadas de exigencia idolátrica ni de ambición dominadora. Más tarde aún, cuando la creciente de vitalidad natural que refluye hacia el paganismo oscurece y confunde en los espíritus todas las nociones de los derechos divinos y humanos, cuando la intrusión o la influencia del espíritu secular produce dentro de la misma Iglesia los abusos personales de poder, la extravagancia en el lujo, la manía del clasicismo, no es la Iglesia la responsable del ideal del "Príncipe", de que tanto se ufana el Renacimiento. El ideal de su derecho es muy otro, y permanece inalterable en el alma de la Iglesia, aun en medio de aquella confusión. Y si un Papa adjudica sin vacilar a una monarquía europea las tierras recién descubiertas, ese acto, en realidad, no es otra cosa que el ejercicio de un derecho de arbitraje a propósito de un bien vacante; derecho determinado en su forma por las condiciones de la época, pero proveniente de la primacía maternal de la Iglesia; no es más que una de las aplicaciones indefinidamente variadas de esa primacía, como lo son también las instrucciones y los consejos políticos dados en nuestros días por la Iglesia.

§ Todos los instintos de la razón cristiana y del alma católica tienden, pues, no a confundir los dos Poderes, divino y humano, sino a no distinguir entre la maternidad de la Iglesia y su primacía, a hacer de una el fundamento y la medida de la otra, a dejar que el derecho de intervención de la Iglesia llegue a los límites trazados por ella misma; a reconocerle un carácter de árbitro y de consejera, no solamente benéfico, sino también necesario y, digámoslo, prácticamente soberano e ilimitado.
Porque el cristiano refiere el derecho público y preeminente de la Iglesia a las cuatro prerrogativas inviolables que certifican su origen y su constitución divinos. La Unidad es, necesariamente, la que le devuelve unidos todos los pueblos y todos los estados, y hace que quepan en su seno. La Santidad la constituye inaccesible a los errores, como también a las ofensas hostiles de la legalidad humana. La Catolicidad la exime de todo vasallaje nacional. La Apostolicidad es el sello de su sacerdocio y el muro de su jurisdicción[11]. No puede decirse con entera propiedad que esas garantías divinas tengan algo de infinito, pero es muy cierto que por lo menos tienen algo de ilimitado en su aplicación.
El cristiano llega hasta desear para la Iglesia, no el lujo vano, pero sí la magnificencia —los más bellos servicios del arte—, el homenaje de las ciencias; en fin, la plena ostentación de su vida de Ciudad del Rey de los reyes.

§ Mas como es requerida por su misión maternal, esa fuerza sobrehumana del Derecho de la Iglesia no opera sino por el amor. "Todo en la Santa Iglesia es del amor, en el amor, para el amor y con amor", decía San Francisco de Sales[12]; y esto, en su pensamiento, nada quitaba a la fuerza de la Iglesia. La Iglesia es fuerte, pero la Iglesia merece toda la reciprocidad de nuestro amor. Tiene derecho a nuestro amor más sencillo, ya que en la tierra somos siempre sus niños: ella nos toma en sus brazos y sostiene constantemente en nuestra miseria y en nuestra desnudez moral y física, como sólo una madre puede hacerlo; en el bautismo, nos quita los pañales para ungirnos; y nuestro sudario en el lecho de muerte, para volver a ungirnos. Dependencia total de nuestro ser, interior y visible, privado y público, sin reserva y sin violencia.
Tiene derecho a nuestro amor más heroico, o por lo menos, a un amor tan habitualmente generoso, que aun en las ocasiones ordinarias nos dé la alegría que se emparenta con el heroísmo. Porque con ser tan fuerte, la Iglesia no carece de ninguna de las debilidades que Dios ama. "Reúne todos los títulos por donde puede esperarse el auxilio de la justicia. La justicia debe particular asistencia a los débiles, a los huérfanos, a las esposas desamparadas, a los extranjeros"[13]. La Iglesia es todo eso. Necesita la abnegación caballeresca de todos sus hijos.

§ El amor que tenemos a la Iglesia significa que conservamos en nosotros el don divino de la caridad, la prenda viva y personal del amor infinito por nosotros, que es el Espíritu Santo: en nuestro amor por la Iglesia, amamos la unidad ; y en nuestro amor, multiplicado por el amor que hay en la Iglesia, crece hasta el infinito, se pierde en la unidad del amor, prepara la consumación de esa unidad: "Accipimus ergo et nos Spiritum Sanctum, si amamus Ecclesiam, si charitate compaginamur, si catholico nomine et fide gaudemus. Credamus, fratres: quantum quisque amat Ecclesiam Christi, tantum habet Spiritum Sanctum... Si amas unitatem, etiam tibi habet quisquis in illa habet aliquid"[14]. [Luego, si amamos a la Iglesia, si estamos unidos por la caridad, si el nombre y la fe católicos hacen nuestra alegría, también nosotros recibimos el Espíritu Santo. Creámoslo hermanos: cualquiera que ama a la Iglesia, en cuanto la ama guarda en si al Espíritu Santo. Si amas la unidad, lo que otro tiene en la unidad también para ti lo tiene. —San Agustín].



[1] Encíclica Immortale Dei del I de nov. 1885.

[2] Serm. contra Auxent.

[3] Nota (¿del traductor o de Guerra Campos?): “La Iglesia tiene un poder indirecto sobre los asuntos temporales en razón del pecado a que puede inducir una medida cualquiera, meramente temporal en sí misma, decretada por la autoridad civil”.

[4] Sum. theol., IIa IIae, q. XII, a. 2. Evidentemente, si se trata del dominio que el Soberano ejerce sobre sus súbditos, ese dominio no puede perderse por una falta cualquiera, sino tan sólo por una falta que pone en grave peligro el alma de sus súbditos. De hecho, Santo Tomás no tiene en vista más que el caso de crimen contra la fe, "la apostasía (o la herejía) que separan al hombre totalmente de Dios, lo cual no ocurre en los otros pecados" (ad 3), y "el apóstata que medita el mal en la depravación de su corazón, y que se esfuerza por separar de la fe a los otros hombres". Pero ¿no puede haber otros crímenes que pongan en tan grave peligro el alma de los súbditos?

[5] Ibid., IIa IIae, q. X, a. 10.

[6] Mateo, XVII, 25. Santo Tomás (IIa IIae, q. X, a. 10) interpreta del mismo modo ese pasaje.

[7] Si se leyera atentamente las cartas de San Gregorio VII ¿no se hallaría en ellas la teoría del poder directo?

[8] Véase Hechos, XII, 22.

[9] Apocalipsis XIII.

[10] Véase Ancien King-Worship, by C. Lattey, S. J. Cath. Truth Soc.

[11] Véase nuestro Triduum Monastique de la Bienheureuse Jeanne d'Arc, II: Jeanne d'Arc et la Politique Divine.

[12] Prefacio del Traité de l'Amour de Dieu.

[13] Bossuet, Oraison funebre de M. Le Tellier.

[14] San Agustín, In Joan, Tract. XXXII, 8.