domingo, 11 de agosto de 2013

El Misterio de la Iglesia, por el P. Humbert Clérissac. Cap. VII

VII

LA MISION Y EL ESPÍRITU

Scribam super eum nomen Dei mei, et nomen Civitatis Dei mei nove Jerusalem[1] [Escribiré sobre él el nombre de mi Dios, y el nombre de la ciudad de mi Dios; la nueva Jerusalén.].— Tanto el nombre de la Iglesia como el nombre de Dios y el de su Ungido.

§ La Encarnación es una misión del Hijo de Dios en el mundo, y esa misión se continúa y se difunde en todos los tiempos por la multiplicidad de los ministerios eclesiásticos. Como mi Padre me envió[2]. Así como en el Antiguo Testamento los Profetas, y los Angeles mismos, nunca intervienen sin ser enviados, tampoco hay ministro de la Redención, en el Nuevo, que carezca, no digo solamente de un llamado o de una vocación que lo haga apto, sino de una misión formal que lo impulse a la obra. Dios no se muestra en esto menos celoso de su derecho exclusivo de ser El quien envía[3] Ahora bien: esa misión de los ministros jerárquicos, así como la misma vocación[4], no vienen de Dios sino pasando por la Iglesia. La Iglesia es una vasta y perpetua misión.

§ La distinción entre el poder de orden y el poder de jurisdicción[5] está fundada en esa necesidad permanente de la misión; de la cual la Iglesia tiene un sentido admirable, recibido de la Escritura y del Espíritu Santo. Sin la misión — al menos bajo la forma elemental de un permiso—, el poder sacerdotal, aunque válido, ya no honraría a Dios, no ofrecería un sacrificio en olor de suavidad; así como el poder de perdonar o de retener pecados sería ineficaz sin la jurisdicción, pues la jurisdicción es la que determina su materia.


§ Pero hay también en la Iglesia misiones extra-jerárquicas. San Francisco de Asís, que no es sacerdote, es reconocido como maestro de perfección evangélica. Mujeres hubo, investidas de una misión reformadora. Y aun las mismas misiones diplomáticas y militares, en cuanto tienen por objeto los intereses de la cristiandad y son conferidas por mandato de la Santa Sede, llegan a ser misiones propiamente sobrenaturales. Don Juan de Austria, encargado de salvar a Europa en Lepanto, merece tener por epitafio la magnífica apropiación: Fuit homo missus a Deo cui nomen erat Joannes.

§ Más aún: la doctrina de la misión debe extenderse a los estados de vida más comunes; puesto que a todos esos estados, en los cuales se entra por la puerta del matrimonio, la economía sacramental les asegura una gracia propia, una gracia de esta-do, al mismo tiempo que precisa y completa la noción de sus deberes. Bien puede verse en eso una especie de misión. Por lo demás, ¿no nos ayudan todos los sacramentos a sujetar las circunstancias de nuestra vida a la única regla de la voluntad Divina? ¿No nos susurran el santo y seña de Dios que corresponde a cada uno de nuestros años o de nuestros días? Toda la moral sobrenatural, y en consecuencia la espiritualidad misma, se funda en la santificación del deber de estado. Por ahí se manifiesta la superior sabiduría y la beneficencia universal de la dirección de la Iglesia. Pero, también en este caso, trátase de una extensión de la doctrina de la misión a todas las circunstancias diarias de los estados comunes de vida cristiana. Por esta conformidad sobrenatural con el orden providencial nos adherimos al gran acto de obediencia que realiza el Hijo de Dios viniendo al mundo, acto ordenado, a su vez, al del Calvario.

§ ¿Por qué exaltar preferentemente y mirar casi como a mártires a aquéllos que por el progreso de la ciencia o de las invenciones del hombre pierden su vida en hazañas extraordinarias? La humilde cristiana que muere en la labor silenciosa de su hogar, ¿no se encuentra más genuinamente en la línea del deber? ¿Tiene, acaso, un fin menos hermoso? ¿No se ha sacrificado por una verdadera misión? Quotidie morior.

§ Muchos hay que quieren alguna misión, como si ya no tuvieran una: en realidad, lo que ambicionan es el estímulo humano de una elección excepcional; quieren hallarse fuera de las condiciones de la vida ordinaria para sentir el gusto de la acción. No les falta misión, sino espíritu. Otros, tienen el espíritu de las más altas y difíciles misiones, pero las temen y se ocultan. Estos, sin embargo, ¿no siguen siendo dentro de la Iglesia instrumentos invisibles?

§ Tales observaciones nos llevan a completar el principio de la necesidad de la misión por el principio de la necesidad del espíritu. La misión en la Iglesia, ya sea jerárquica o extra-jerárquica, debe estar siempre acompañada por el espíritu de la Iglesia. La totalidad de su virtud, su valor real, su fecundidad no pueden venirle sino del espíritu. Esto es evidente.

§ Ahora bien, uno de los primeros efectos del espíritu es darnos una fe viva en la misión; es hacer que en el mandato de Dios y de su Iglesia encontremos la principal fuerza para obrar; es eliminar el exceso de la actividad natural y personal, la persecución de la propia gloria, la agitación; es inspirar el sentimiento de la dignidad que corresponde al derecho y a los principios que se confiesa; es mantener la abnegación hasta el sacrificio.

§ El espíritu secunda la misión y no dispensa de ella. No hay mística fuera de la Iglesia.

§ El espíritu, a veces, antecede a la misión; lo cual no quiere decir que la usurpe o la presuma temerariamente, sino que la prepara y la merece. Así, en la historia de casi todas las órdenes religiosas, se ve a los fundadores y a sus primeros discípulos vivir la idea de la Institución antes de formulársela a sí mismos o de someterla a la Iglesia. Este fervor inspirado conquista la sanción de la Iglesia, que formula definitivamente su idea y confiere oficialmente la misión.
A menudo esa sanción suele llegar, por desgracia, en momentos en que termina la edad de oro. Y entonces sobreviene la amenaza de un doble peligro: la rutina o la sistematización exagerada; en el primer caso el espíritu se amodorra; en el segundo se falsea.
Ese doble peligro, que se presenta después que la misión ha sido legítimamente conferida, es tan real para los individuos como para las instituciones. Para los maestros en ciencia teológica, para los predicadores, por ejemplo.

§ En las épocas de herejía y de cisma lo que se repudia es la necesidad misma de la misión.
En las épocas de servidumbre política o de liberalismo lo que falta es la plenitud del espíritu.

§ Esa falta de integridad del espíritu en las épocas de liberalismo se explica, en su aspecto psicológico, por dos rasgos manifiestos: los liberales son individuos receptivos y febriles; receptivos, porque se acomodan con excesiva facilidad a los estados de espíritu de sus contemporáneos; febriles, porque por temor de ofender esos diversos estados de espíritu están en una continua inquietud apologética; parece que padecen en sí mismos las dudas que combaten; no tienen suficiente confianza en la Verdad; quieren justificar demasiado, demostrar demasiado, adaptar demasiado, y llegan hasta querer excusar demasiado.
Esa nervosidad y esa fiebre no son un homenaje suficientemente puro a la Verdad, indican un comercio demasiado imperfecto con ella; disminuyen la fe en la misión recibida y debilitan sus correspondientes gracias.
Eso explica el mal éxito de las restauraciones cristianas emprendidas en nombre del liberalismo. En sus comienzos, la Iglesia ha podido bendecirlas; pero el espíritu ha terminado por traicionar la misión.
Hoy podernos darnos cuenta, gracias a documentos recientemente encontrados[6], de las caídas lamentables del espíritu de Lamennais frente a la misión fecunda que pudo ser la suya. Todos los reproches de falta de atención y de apresuramiento que imputa a la Santa Sede en Les Affaires de Rome son de probada falsedad[7]. Por lo que puede verse en una carta del mes de mayo de 1833, dirigida a Ventura, ya antes de Paroles d'un Croyant, la apostasía se había consumado en su corazón. "Para exaltar el papado, Lamennais tuvo un acento imperioso y una especie de tono de mando… El papado debía ser grande porque él lo quería grande, y del modo que él quería que lo fuera; y de ese papado que él soñaba tenía empeño en llamarse hijo obedientísimo. Así entendida, su obediencia era como un detalle de su sueño: semejante a esos escultores de la Edad Media que se representaban acurrucados y prosternados bajo la cátedra que construían, Lamennais se prosternaba bajo la cátedra de Pedro, pero bajo una cátedra que sus manos soberanas de profeta hubiesen erigido sostenida mediante nuevos puntales"[8].

§ Otras veces, en cambio, todo parece requerir la misión de la Iglesia, y la misión no viene. Basta, sin duda, para explicarlo, el sentido superior de las oportunidades, que es propio de la Iglesia. En vano Newman elabora ciertos grandes proyectos para estabilizar al catolicismo en Inglaterra: esos proyectos tenderán a realizarse después de su muerte. Pero este mismo ejemplo nos sugiere otra explicación. Cuando el hombre que concibe una gran obra religiosa es un gran sensitivo, acaricia esa obra como el fruto de su arte personal; en su condición de artista pone en ella exigencias sutiles y ardores de fiebre. Ahora bien, las obras de Dios y de la Iglesia son frutos de razón y de sabiduría; y deben ser tales que no se las pueda atribuir al capricho y ni siquiera al genio de un artista humano. Dios confiere al artista el honor de presentir y de anunciar la obra; pero reserva a su Iglesia el de cumplirla, y a menudo, por medio de instrumentos humildes. Esta prueba, esta ley de purificación de lo individual y de lo humano se impone tanto a las ideas como a las obras. Si Dios no quiso que Santo Tomás de Aquino terminara la Suma, no fué porque la humildad del gran doctor estuviese en peligro, sino para significar que la perfección de tales materias corresponde a la Eternidad.

§ No diré, por cierto, que Pascal haya desconocido, como Lamennais, el misterio de la Iglesia, ni que a pesar de sus relaciones con la herejía haya rechazado la necesidad de la misión y del espíritu. Para evitar toda injusticia a su respecto hay que reconocer el mérito de algunos bellos pensamientos de Pascal sobre la Iglesia: "La historia de la Iglesia debe llamarse propiamente la historia de la Verdad. —Tan evidente es la Iglesia, que los que aman a Dios de todo corazón no pueden desconocerla. —El ejemplo de la muerte de los mártires nos conmueve, porque son nuestros miembros. — Me hago presente a ti por mi palabra, en la Escritura; por mi espíritu, en la Iglesia". Sin embargo, su empresa apologética no se funda suficientemente en el misterio de la Iglesia; y la visión que tuvo de ese misterio fué disminuida por la influencia jansenista.
Su demostración es retorcida, dramática, cuidadosa del individuo y del asunto. Y hasta cuando derrama su alma en "El Misterio de Jesús" es patético más que tierno. En vano buscaríamos en él esa especie de bonhomía cristiana, forma exquisita de la fineza y de la rectitud, y que no puede darse plenamente sino en la atmósfera aquietadora del misterio de la Iglesia. Podría decirse que no se olvida suficientemente de los libertinos, y que, su cuidado para defenderse de ellos, se traduce más a menudo en fiebre que en doctrina. Podría decirse, sobre todo, que Pascal no olvida su jansenismo — en tanto que Bossuet olvida a cada momento su galicanismo, para exaltar el misterio de la Iglesia—.
"Dios ha hecho una obra, en medio de los hombres que, separada de toda causa que no sea Dios y sólo a El sujeta, llena todos los tiempos y todos los lugares, y lleva por toda la tierra, con la impresión de su mano, el carácter de su autoridad: Jesucristo y su Iglesia. Y ha puesto en esta Iglesia la única autoridad capaz de abatir el orgullo y exaltar la sencillez..."[9].

§ Alguien ha dicho que es necesario saber sufrir no solamente por la Iglesia, sino también sufrir a la Iglesia. A veces necesitamos ser tratados con rigor, mantenidos en la sombra, en el silencio y con apariencia de estar en desgracia, y quizá, por no haber aprovechado tan santamente como debíamos el favor y el crédito que la Iglesia nos hizo en otro tiempo.
Y no dudemos de que ese trato duro, haciéndonos cooperar eficazmente al orden y a la santidad de la Iglesia, será para nosotros el equivalente sobrenatural de una misión.
En todo caso será signo cierto de que no hemos perdido la plenitud del espíritu el que no admitamos nunca que sea posible sufrir por la Iglesia en forma distinta de lo que podemos sufrir por Dios.



[1] Apocalipsis, III, 12.

[2] Juan, XX, 21.

[3] Véase Jeremías, XXIII, 21.

[4] Nota (¿del traductor o de Guerra Campos?): “Es conocida la interesante respuesta de la Comisión cardenalicia especialmente instituida en junio de 1912 para examinar la doctrina de la vocación sacerdotal. Hace consistir únicamente el elemento formal de la vocación sacerdotal en el llamado de la Iglesia por el Obispo. (Carta de la Secretaría de Estado al Obispo de Aire, 1 de julio de 1912)”.

[5] Nota (¿del traductor o de Guerra Campos?): “Según los teólogos, el poder de orden, en la Iglesia, es el poder sacramental, indeleble, que tiene por objeto la oblación del Santo Sacrificio y todo lo que se relaciona con la administración de los sacramentos y con la santificación de las almas. El poder de jurisdicción es el poder de gobierno, el poder de dirigir a los fieles por la enseñanza de la doctrina y por medio de leyes”.

[6] Véase Lamennais el le Saint Siége, por Paul Dudon.

[7]M. Goyau hace notar que desde 1829, el futuro Gregorio XVI, cardenal Capellari, había tenido que ocuparse de Lamennais, en una larga correspondencia con el cardenal Lambruschini, Nuncio en París. Dos años más tarde, cuando las cancillerías se alarmaron a causa de las doctrinas lamenesianas, el Papa ya no necesitaba el informe de las cancillerías: su opinión teológica estaba hecha, y su conciencia no debía nada a la política”.

[8] Georges Goyau.

[9] Oration funèbre d'Anne de Gonzague de Clèves.