miércoles, 14 de agosto de 2013

El Misterio de la Iglesia, por el P. Humbert Clérissac. Cap. VIII (I de II)

 VIII

MATERNIDAD Y PRIMACÍA DE LA IGLESIA

Ninguna maternidad es comparable a la maternidad de la Iglesia por la nobleza, por la fecundidad, por la ternura, por la fortaleza.

Por la nobleza: salida del Corazón de Dios y del Corazón de Cristo, inmune contra la herida del mal y la arruga del tiempo[1]; la Iglesia no engendra para la esclavitud; y lleva el honor de Dios mismo. ¡Con qué orgullo saluda San Pablo esa maternidad! "Illa autem, que sursum est Jerusalem, libera est, que est mater nostra"[2]. [Mas aquella Jerusalén que está arriba, es libre; la cual es nuestra madre].

§ Por la fecundidad: en proporción con el amor que la une a Cristo, la de la Iglesia es, pues, sin limites, y está siempre en acto. Todos tenemos que renacer por ella: "Nisi quis renatus fuerit...[3]. [No puede entrar en el reino de Dios sino aquel que fuere renacido de agua y de Espíritu Santo]. Pero al entrar en la vida verdadera no abandonan su seno. "Para la Iglesia, engendrar es recibir en sus entrañas a sus hijos; la muerte los hace nacer[4]. En el preciso momento que dejamos este mundo, en ese día natal, la Iglesia es más que nunca nuestra madre: en el Cielo somos perfectamente suyos. La maternidad de la Iglesia es inmensa, como la paternidad de Dios.

§ Por la ternura: su ternura de Esposa recae sobre sus hijos: en ellos la Iglesia ama a Cristo. Y nadie ama a Cristo como le ama la Iglesia; y así también, no hay nada que Cristo ame tanto como la Iglesia. De ahí que no haya nada tan puro y desinteresado como ese cariño: "Sólo amamos cualidades", dice Pascal; pero la Iglesia ama nuestras personas, y en primer lugar nuestras almas, sin abstracción ni sutileza.

De ahí, también, que ninguna madre sepa rogar por sus hijos como la Iglesia. Conoce el precio del bien que anhela para ellos: y les desea ese bien, como se los desea el Corazón de Cristo. Por eso a la Iglesia le ha sido dada la fórmula dominical de la oración: "Oratio dominica profertur ex persona communi totius Ecclesiae"[5]. [La oración dominical es proferida por la persona común de toda la Iglesia], y con ella, más que el genio de la oración, la plena posesión de ese Espíritu que es oración viva y divina, que es la oración única que brota en el seno de Dios.
Tampoco hay madre que llore como llora la Iglesia: siente la pérdida eterna de sus hijos con una intensidad de duelo enteramente sobrenatural, en el que puede verse el signo más aproximado de lo que sería el dolor de Dios, si ese dolor fuera posible. Los compadece en sus desgracias con los gemidos de una angustia maternal, en sus Letanías y Oraciones: llora la muerte temporal de sus hijos con los sollozos de su liturgia de difuntos; pues sólo ella es verdaderamente fiel a las almas, y las asiste en su indecible Purgatorio. ¡Y cuán tierna es la veneración con que ha rodeado siempre los restos mortales de sus hijos!
La oración y las lágrimas que brotan de nuestro corazón y de nuestros ojos pueden traducir profundidades de ternura y de tristeza; pero nosotros no nos sentiremos nunca cumplidos con los que amamos, ni dignos de nuestro propio dolor; sino es haciendo pasar por el corazón y la voz de la Iglesia nuestra aflicción y nuestro duelo.

§ Por la fortaleza: la fortaleza de la maternidad de la Iglesia nace del celo que Dios le da por las almas. Las almas valen a sus ojos más que todos los mundos: "quam commutationem dabit homo pro anima sua?[6] [¿Qué cambio dará el hombre por su alma?]. Todas, y cada una de las almas, valen toda la Sangre de su Esposo divino. En atención a las almas de sus hijos es que la Iglesia pone tanta constancia en afirmar el carácter absoluto de la ley de Dios, en denunciar los escándalos, en reclamar justicia. Podría ser reducida a la impotencia y aun al silencio ante la injusticia material y la opresión de los cuerpos, pero nunca dejará de reivindicar los derechos de las almas. Por ellas sabe padecer con longanimidad, y ceder magnánimamente. Por ellas muestra en sus avisos y prohibiciones una vigilancia tan previsora y a veces tan alarmada, que llega a tener de madre no sólo la fuerza, sino también la debilidad y los temores. Es "a mother of innumerable fears for those she loves" [una madre llena de temores por aquellos a quienes ama]. Alimenta, al mismo tiempo, el heroísmo del celo, y mantiene una viril severidad en el amor. No recurre sino a lo que hay de más puro en la obediencia: "Animas vestras castificantes in obedientia charitatis (texto griego: veritatis)[7] [Haciendo puras vuestras almas en la obediencia a la caridad; en el texto griego: en la obediencia a la verdad.]

§ Es cierto que entre la paternidad de Dios y la maternidad de la Iglesia hay un tipo intermedio, pero es el de Nuestra Señora[8]. La maravilla de la maternidad de María se refleja en la Iglesia, que, por la sola gracia del Espíritu Santo, engendra a Dios en la humanidad, y a la humanidad en Dios. La universalidad de la mediación maternal de María se realiza también y se consuma por la Iglesia.

§ La maternidad de la Iglesia añade agrado y alegría a todos los gozos de la Fe. Del amor filial por la Iglesia puede decirse cabalmente: "Charitas omnia credit"[9] [La caridad todo lo cree]. La regla de fe se hace viviente y familiar, llega a ser una voz querida y armoniosa. Esa autoridad maternal obra en nosotros como un principio de absoluta docilidad intelectual. Aun cuando no alcancemos el encanto de la maternidad de la Iglesia sino desde muy lejos, ya no nos es posible jugar con la idea de Catolicidad, ni querer limitar el dominio de la certeza católica, porque eso sería limitar la maternidad de la Iglesia. En cuanto nos inclinamos a reconocer a la Iglesia como Madre de nuestra fe, es preciso reconocer que no solamente debe ser la unión de los corazones la que contribuya a la Catolicidad, sino también, y en primer término, la unión de las inteligencias; y que la caridad fraternal no puede suplir a los estragos que se hayan hecho en la Unidad de la Fe.
La maternidad de la Iglesia inspira al cristiano las más nobles intransigencias y, si puede decirse, los más delicados pudores. Con sólo dejar debilitarse la lealtad o el fervor de su obediencia, impugnaría, de hecho, el derecho maternal de la Iglesia; lo cual sería como si de pronto se despertase en él una grave sospecha contra la legitimidad de su nacimiento y el honor de sus padres.

§ La abnegación de una madre puede muy bien medirse por el valor del alimento que da a sus hijos y el cuidado que pone en prepararlo. ¡Considerad qué Pan nos da la Iglesia, y cómo nos lo prepara! "Venite, comedite panem meum, et bibite vinum quod miscui vobis"[10]. [Venid, comed mi pan, y bebed el vino que os he mezclado].


[1] Efesios, V, 27.

[2] Véase Gálatas, IV, 24-26.

[3] Juan III, 5.

[4] Bossuet, Pensées Chret. et Morales, Lebarq, t. VI.

[5] Summa theol. IIa IIae, q. LXXXIII, a. 16, ad 3.

[6] Mt. XVI, 26.

[7] I Ped. I, 22.

[8] Nota (¿del traductor o de Guerra Campos?): “Si el autor hubiera podido terminar su obra habría insistido en esa comparación de la maternidad de la Iglesia y de la maternidad de María. Hubiera mostrado en María y en la Iglesia el mismo pensamiento divino bajo dos formas diferentes”.

[9] I Cor. XIII, 7.

[10] Proverbios, IX, 5.