CAPITULO IV
LA TERAPEUTICA
DE LOS ESCRUPULOS
Si el escrúpulo está engendrado por un desequilibrio
entre la tensión psíquica y la situación real moral a la que es preciso
ajustarse, determinado por la depresión de aquélla, su curación consistirá
esencialmente en la reconquista de ese perdido equilibrio, 1) disminuyendo la
dificultad del acto por ejecutar mediante la simplificación de la situación
moral y 2) elevando la intensidad de la fuerza anímica por remedios materiales
y sobre todo psicológico-morales. Pero antes nos es indispensable decir dos palabras
sobre el modo de proceder del director espiritual o confesor con el enfermo.
1) Conducta que debe observar el director con el enfermo
Es indispensable para su curación que el enfermo comience
por elegirse un director fijo. Si para la vida espiritual ello es medio útil,
para el caso del escrupuloso es un medio necesario. El cambio frecuente
de director o confesor sólo contribuiría a agravar su dolencia, ya que, por una
parte, la aplicación de los medios terapéuticos adecuados al enfermo solamente
se pueden comenzar a emplear a fondo cuando el director ha llegado a la
comprensión exacta del estado del paciente, y por otra, su eficacia depende de
una constante y firme aplicación sin claudicaciones desastrosas para éste.
El enfermo deberá buscarse, pues, un director, que por su
ciencia y virtud le merezca plena confianza, y una vez
haber dado con él, atenerse ciegamente a sus prescripciones. Toda duda o
titubeo sobre la capacidad directora de su confesor comprometería por
adelantado la eficacia y la presteza de su curación.
El director a su vez, deberá asentar su autoridad moral
en el enfermo sobre el fundamento de su sabiduría, santidad y prudencia.
Una vez cerciorado de que realmente se trata de un obseso, y no de una persona
timorata y delicada de conciencia tan sólo, deberá poner en práctica la norma
que para tales casos propusiera San Alfonso de Ligorio hace más de dos
siglos basada sobre los principios más sólidos de la moral y a la vez en la
experiencia psicológica más aguda: "Con esta clase de penitentes, el confesor
sea paciente, benigno y firme". El olvido de una
de estas condiciones (vg., una excesiva bondad sin firmeza, o una excesiva
firmeza sin bondad) serían fatales para el pobre enfermo.
Ha de ser, pues, ante todo paciente y benigno con la
exposición interminable, intrincada y casi ininteligible de los casos de
conciencia del enfermo (sobre todo al comienzo, hasta formarse una idea clara
de su situación), no ha de mostrarse enfadado con las cavilaciones que le someterá
a su juicio a cada momento su dirigido, así como tampoco con la insistencia
sobre asuntos ya resueltos y con sus frecuentes e intempestivas visitas y
consultas. Demasiado tiene que sufrir el pobre con su cruz, y una muestra de
fastidio no haría sino amilanar más un ánimo ya deprimido. Hemos visto
que, según el desnivel, la obsesión abarcará zonas más o menos grandes; y de
hecho el escrúpulo se presenta a veces localizado en uno o varios puntos y sólo
en casos más avanzados se extiende a todas las manifestaciones de la vida
moral. Lo mismo acaecerá con los actos secundarios derivados, cuya aparición y
desarrollo estarán en razón inversa con el nivel de la tensión. Todo esto
deberá ir observando el director para formarse un juicio cabal del estado real
de su dirigido. Como en las demás partes de la medicina, también en ésta y más
que en aquélla vale el dicho de que "no existen enfermedades, sino enfermos".
El escrupuloso, según dijimos más arriba, suele ser una
persona inteligente y por eso mismo sensible. La enfermedad no ha hecho sino
ensombrecer la paz y la alegría de su alma, sumergirla en una tristeza
deprimente y agudizar su sensibilidad. Si la dureza no haría sino zaherirlo y
desesperarlo, la afabilidad, en cambio, le dará más confianza en su director,
le hará comprender mejor la norma de conducta por él dictada y, lo animará a
abrazarse con fidelidad a ella y abrirá su corazón a la esperanza y la
pre-dispondrá a la paz. La benignidad del confesor más fácilmente hará
renacer en su alma la confianza en Dios y suavizará la aspereza y lo arduo de
su vida, descargará un tanto el peso enorme de sus angustias y dolores. Dado el
estado de postración y la delicada sensibilidad de estas almas, una muestra de
fastidio o de impaciencia del director podría traer consigo la desesperación y
el consiguiente derrumbe moral del enfermo.
Junto con la suavidad, el enfermo necesita la firmeza
de su confesor. Ha de tener éste mano paternal: suave y fuerte a la vez. Deberá
dar normas precisas, según diremos enseguida, que no permitirá discutir y cuyo
cumplimiento deberá exigir. ¡Ay del confesor que admite la discusión y
"peros" del escrupuloso y pretende darle razón de sus normas! Por
eso no deberá transigir jamás que su penitente le discuta sus directivas, porque,
a más de que es difícil convencerlo con argumentos, que su mismo estado de
conciencia no le permite ver, se expone a quedarse sin respuesta y a ser
arrollado por la fuerza dialéctica de su improvisado adversario. Fuera de que
la fundamentación de tales normas implica una complejidad en las mismas, que el
estado del paciente no puede asimilar en la vida práctica y se constituirán en
otros tantos focos de obsesión. Por eso, es mejor ahorrarse toda explicación y
ser categórico en sus respuestas. No vaya a titubear o a dudar cuando expone al
paciente el modo de obrar que debe seguir, porque inmediatamente el enfermo
pondría en tela de juicio su ciencia o su seguridad y correría el riesgo de
perder su autoridad y la eficacia de su dirección: la duda se localizaría fácilmente
en la competencia y sabiduría del director y anularía e impediría en su misma
fuente los remedios dados para su curación. Para, ello es menester,
naturalmente, haberse ganado la confianza del penitente por la autoridad de la
ciencia, de la virtud y de la prudencia. En general, convendrá para lograrlo
que hable claro, seguro y breve en cuanto a la norma. Lo restante de la
dirección lo empleará con más provecho abriendo ese corazón a la confianza en
Dios.
Una vez dada la norma precisa de su vida —que
expondremos— y repetida varias veces cuando el enfermo vuelva a consultarlo
sobre su extensión y valor, el director deberá exigir a su penitente que resuelva
por sí mismo su duda, que pase por encima de ella y de sus angustias sin
consultarle en cada caso. Con más razón todavía deberá ser firme en cuanto a
no admitirlo a la confesión, fuera de la semanal y del caso en que el enfermo
esté realmente cierto de haber cometido un pecado mortal. Aunque el
enfermo le suplique y llore de angustia para que lo confiese, aunque para ello
le afirme que él cree haber pecado gravemente, el confesor deberá ser lo
suficientemente fuerte para no consentir en ello. Sería caridad mal
entendida conmoverse ante tal situación y solucionar al paciente en cada caso
sus dudas y darle la absolución en cada supuesto pecado mortal. Con semejante
conducta el confesor, lejos de estimular, anulará los esfuerzos del penitente,
los cuales le permitirían la cicatrización de su mal. Solventar su situación en
cada caso, admitirlo en cada duda a la confesión, equivaldría a dar agua al
hidrópico. Con ese procedimiento el mal del enfermo no hará sino agravarse y
las exigencias de la idea invasora se extenderán más y más y serán cada día más
tiránicas. Si el confesor no se siente con fuerzas suficientes para esta
actitud, mejor es que deje a otras manos más firmes el timón de esa alma; su
compasión mal entendida no haría sino dañarla en lugar de curarla. Naturalmente
que esta intransigencia firme del director debe ir revestida siempre de bondad,
haciendo comprender al enfermo que es precisamente para su bien que así se
procede.