II
Mélanie tenía
sesenta y nueve años cuando se le pidió que escribiera en francés, cosa difícil,
pues habiendo vivido por más de veinticinco años en diversas comarcas de
Italia, estaba habituada a hablar y pensar en italiano y, por ello, su escrito
no podía ser más que una traducción
muy ingenua saturada de italianismos involuntarios. Estando lejos tanto del
arte de escribir como de la intención de agradar a alguien, su simplísima
narración es de tal forma extraordinaria que se puede decir con seguridad que
no hay, en la historia de los santos, una autobiografía que se le pueda
comparar. ¡La autobiografía de una
niña!
Pues Mélanie, con su escrito, ha vuelto a ser
una niña. Ella, tan grande y tan fuerte en su trato como mujer, cuando mira al
mundo se absorbe tan completamente de forma tal que es como si el mundo no
existiera para ella. No sabe ni quiere saber nada dél. A los tres, a los
cuatro, a los doce años, y sin quererlo, se expresa como pudiera hacerlo un
niño al que se le interrogara a estas diferentes edades. Ignora que existen
leyes humanas, una historia humana, un océano de cosas alrededor délla. Ignora
absolutamente todo excepto a Jesús niño como ella, visible sólo para ella y la
necesidad de configurarse a Él por el sufrimiento. Se encuentra sumergida en
una ignorancia luminosa.
Mélanie cuenta que cuando el vicario de la
parroquia de Corps intentó enseñarle el catecismo no entendió nada y que las
palabras no tenían sentido para ella. La
letra la mataba.
Imagínese a un habitante del Paraíso forzado
a vivir en la tierra, una pequeña criatura confiscada, secuestrada en los
abismos de la luz; habiendo recibido, por infusión, la más sublime teología al
mismo tiempo que una prescripción infinita de no ser nada; instruida por Jesús
en persona, al que veía casi todos los días bajo la forma de un niño y al que
llamaba familiarmente su “hermanito”; trasladada por él, ¡cuántas veces!, a los
palacios inimaginables del cielo; estigmatizada
a los tres años de edad, e, incluso sin saberlo, obrando, como quien
respira, los milagros de los más grande santos. ¡Imagínese a esta pequeña
montañesa del Delfinado descender con dolor de las montañas de la Liturgia de
los Cielos, interrogada sobre los rudimentos de la fe por un buen sacerdote tan
lejos délla, en realidad, como podía estarlo del calor de esta prodigiosa
estrella, apenas visible, y sobre la cual se precipita, desde hace miles de
años, nuestro sistema solar…!
Mientras “se la enviaba a recoger la leña”, como dice ella, Mélanie veía[1]
“la creación de innumerables Ángeles, la rebelión de muchos déllos, la Creación
de Adán y Eva y su caída…”.
¿Qué hacer con una niña semejante? Acababa de
nacer y ya su madre la odiaba. La narradora se ve forzada a mencionar, por
obediencia, este extraño, hiperbólico, monstruoso odio, siempre excusándola;
esta aversión total y repentina para con una hija deseada antes de su
nacimiento fue una suerte de prodigio, explicada sólo por la conjetura de una
suerte de previsión que habría tenido la madre del destino sobrenatural de su
hija.
Ignorante y rudimentaria como bárbara que
era, un tal presentimiento, si acaso existió, la debió turbar, abrumar de
espanto, petrificar de horror. Obscuramente debió imaginar a su hija como
habiendo sido concebida y engendrada, para su desesperación, por algún demonio…
Toda la vida de Mélanie ha sido una continuación deste espanto y deste
horror y ahora que ella no está, puede decirse que dura todavía en la sociedad
cristiana que hace de madrastra como otrora su madre.
No hay nada más desconcertante que el grito
desta abandonada de tres años a la que su Hermanito luminoso, aparecido de
repente, le prometió una mamá. – “¡Una mamá, tengo, pues una mamá!” gritó
llorando. ¡Su mamá la había arrojado afuera como
tantas otras veces, en medio de la lluvia torrencial…!
Repito. Mélanie tenía recién tres años y
apenas podía caminar. Se arrastraba en un bosque y allí pasaba noches, días,
semanas enteras, alimentada sólo de lo que le daba su maravilloso Hermano, sin
que nadie la pudiera encontrar ni divisar, ya que se había vuelto invisible e
intangible, transportada a menudo a aquellas mansiones de las que San Pablo no
osaba siquiera hablar.
Cuando volvía a su casa paterna no era sino
para recibir los horribles tratos de su madre que no quería que fuese la
hermana de sus hermanos, exigiéndoles que sólo la llamaran la Muda, la Loba, la Salvaje,
echándola afuera cada vez que lo permitía la ausencia del padre. Era preciso un
milagro cotidiano para que esta pequeñuela no muriera.
Tenía alrededor de seis años cuando, para
sacársela de encima, la llevaron a trabajar como pastora con unos extraños.
Pero he aquí que comenzaron de nuevo prodigios tales, que uno se puede
preguntar, con mucha razón, si es que ha existido alguna vez una santa
favorecida tan constante y excepcionalmente. Tal vez sea suficiente con señalar
el párrafo inaudito en el que narra las visitas que le hacían las bestias de la
montaña:
“…algunas veces, sobre todo cuando la nieve
cubría las cimas de la montaña, los lobos, zorros y liebres buscaban algo para
comer y entonces yo les daba mi pan y las bestias se quedaban contentas; luego
les hablaba del Buen Dios… Mi muy reverendo y amado Padre,
me resulta muy difícil recordar lo que les decía a las bestias. Sé que a menudo
me daba vergüenza que me obedecieran a mí, un gusano de la tierra al que no
entendían. Les narraba su creación por medio de la palabra todopoderosa de
nuestro Dios eterno tal como me lo había enseñado mi buen Hermano y los
persuadía a que buscaran siempre su alimento sin causar nunca daño a los
hombres, sus maestros y reyes puesto que son creados a imagen de Dios en cuanto
al alma y son también la imagen de Jesucristo en cuanto al cuerpo, etc. etc.
En primer lugar venía todos los días un lobo y yo le enseñaba lo que podía. Sin
embargo esto no me gustaba mucho porque él no podía, a diferencia del hombre,
amar conociendo y con un amor desinteresado. Sin embargo esto me servía puesto
que, a veces, hubiera querido gritar bien fuerte para invitar a todos los
hombres a alabar, amar y glorificar a nuestro divino Salvador Jesús que
nos ha amado infinitamente al dar su vida por nosotros.
Enseguida se aumentaba el número de lobos,
zorros y liebres; tres pequeñas cabras y una multitud de pájaros venían todos
los días, y así, a falta de hombres a los cuales hablar del Buen Dios, la Loba les predicaba, luego se cantaba el cántico: “Gustad, almas
fervientes…”. Todos daban signo de mucha atención e inclinaban la cabeza a
los santos Nombres de Jesús y María.
Los lobos venían juntos a la hora señalada y
los zorros hacían lo mismo junto con las liebres, las cabras y los pájaros (una
serpiente vino también pero fue despedida). Una vez que habían llegado, cada
uno destos animales tomaban el lugar que les había sido asignado y escuchaban.
Luego que sabían que el final había llegado, y que era más o menos con las
palabras: “Sit nomen Domini benedictum”,
se ponían a hacer locuras. Los zorros sobre todo les hacían travesuras a sus
compañeros los lobos y les mordían la oreja, la cola, pateaban a las liebres y
las hacían rodar por el piso y con sus colas hacían que las cabras se alejaran
hacia atrás, etc. Cuando les decía que se fueran, todos se iban…”
Se creería estar leyendo las Florecillas, pero ¡cuántas cosas más
pueden encontrarse en este relato!
No resisto el deseo de citar un milagro muy
diferente a los habituales cuyo carácter bíblico me ha impresionado
fuertemente:
“Un día me alejé un poco para pastar las
vacas, cuando, cerca del mediodía, se desencadenó una tempestad; los truenos
retumbaban incesantemente por todos lados y llovía torrencialmente. Tomé el
camino hacia el pueblito junto con mis vacas; hubiera querido poder hacer mil
millones de actos de adoración y amor a mi mamado Jesús que hacía que
cayeran las gotas de agua, pero llegados a un cierto lugar, mis vacas se
detuvieron y quisieron regresar ya que el arroyo, situado entre dos montañas que
le daban el agua, había crecido mucho. En tiempo de lluvias ordinarias las
personas podían pasar arrojando piedras sobre el agua, e ir de una piedra a
otra y las vacas podían pasar también sin peligro de ahogarse. Pero ese día era
humanamente imposible. El agua estaba muy alta y descendía estrepitosamente,
arrastrando consigo piedras, rocas y árboles, y estaba fangosa. Tenía un gran
dolor y veía que mis vacas sufrían y tenían mucho miedo. Me dirigí a mi mamá
y le expuse mi temor. De hecho las vacas no eran mías y si les pasaba algo
era yo la que debía rendirle cuentas al buen Dios. En un instante vi a mi
amado Hermano junto a mí que me dijo: “Hermana mía, no temas, ven”.
Inmediatamente hice volver a las vacas junto al torrente en furia y luego me
acerqué al agua y mi pequeño Hermano levantó su brazo derecho sobre el torrente
y al hacer como un gran signo de la cruz inmediatamente se cortó el torrente
por donde descendía. Mi Hermano me dijo: “Pasa, hermana mía” y yo le dije:
“Espera, Hermano mío, que hago pasar rápido a mis vacas y tú Hermano mío, pasa
también, pasemos juntos”. Y nos dimos la mano. Pasamos todos y llegamos al
otro lado. No he vuelto a ver más a mi querido Hermano. Cuando el torrente se
cortó, el ruido y el estrépito que hacía se detuvieron y continuó recién cuando
lo habíamos atravesado”.
Lo he dicho e importa no olvidarlo: Mélanie
escribía estas cosas por obediencia y contra su voluntad. Debe suponerse, pues,
que narra sólo lo estrictamente necesario y que omite, voluntaria o
involuntariamente, una multitud de hechos análogos que podían ser considerados
por ella como accesorios o simplemente repetitivos y por lo tanto
omisibles.
Además su increíble simplicidad que llega
hasta el punto de ignorar la diferencia
de los sexos, incluso cuando era anciana, (ignorancia que sería otra especie
de milagro), esta simplicidad, digo, que podría llamarse angelical, no le
permitía siempre el separar lo natural de lo sobrenatural en las cosas de pura
contingencia. En otras palabras, ella podía y debía creer como muy ordinarios
ciertos efectos que, para otros, hubieran sido la ocasión de una admiración y
estupor indecibles.
Mélanie veía y sentía en Dios. Estaba forzada a pasar, por así decirlo, a través de Dios,
a atravesar una triple capa de luz para poder llegar a las cosas sensibles,
tan poco discernibles como los muebles para el trabajador cuando vuelve cansado
de la cosecha. Esto es particularmente observable cuando su confesor le pide
el detalle de ciertas curaciones milagrosas y sobre todo cuando le hace hablar
sobre los estigmas que ella pensaba se trataba de un privilegio común a todos
los cristianos, sin excepción. “Si el buen Dios hace todo lo que quiere, yo no
soy la causa”, decía ella. Eso era suficiente para ella. Eternamente.
Henos aquí a muchas millas de distancia de la
pequeña campesina tonta y grosera de la leyenda. El objeto de la presente
publicación es mostrar lo que fue en realidad: un prodigio de santidad bajo las
apariencias de la nada, ignorante al máximo de todo lo que enseñan los hombres
y sabia hasta causar temor de aquello que sólo Dios puede enseñar. La
célebre Aparición, lejos de ser una novedad para ella fue la consecuencia
necesaria, querida por Dios, de toda la vida interior y profundamente escondida
de una pequeña niña que había pasado las cimas más altas de la vida mística y
que creía ser el lodo del camino.
[1] Juego de palabras intraducibles al español: “Envoyait” = Enviaba; “Voyait”= Veía.