2) La simplificación de la situación moral, primer
remedio del escrupuloso
El obseso se encuentra más o menos frecuentemente, según
el grado de su de-presión psíquica, ante situaciones morales que no sabe ni
puede resolver. Es incapaz de asimilar la realidad reduciéndola y encuadrándola
dentro de los principios que deben regularla, choca contra algo que es superior
a sus fuerzas y que consiguientemente se enquista y desgarra la unidad de su
conciencia.
El remedio consistirá, por eso, en lograr bajar el
nivel de la dificultad de esos actos superiores a sus fuerzas. La multitud
de aspectos morales y la intervención de muchos principios en su solución, —más
de los que realmente intervienen, traídos por la inteligencia del paciente,
incapaz de desecharlos como impertinentes al caso—es lo que hace más compleja y
dificultosa la realización de un acto moral. Para ponerlos al alcance de las
fuerzas del escrupuloso, será menester simplificarlos y encerrarlos dentro de
un solo principio moral de fácil aplicación. Este principio no será sino el que
el enfermo hic et nunc es capaz de aplicar, y que podemos formular del
siguiente modo:
"Mientras yo no vea claramente y sin examinarme,
como dos y dos son cuatro, que una cosa es pecado, para mí no lo es; y si dudo
si es pecado grave o leve, para mí es leve".
Al principio el enfermo creerá haberla entendido, y de
hecho la habrá comprendido bien. Pero ante situaciones concretas, vacilará si
debe o no aplicar ese principio, si se extiende también a ese caso, y comenzará
a dudar del alcance y sentido de la norma. Será preciso repetírsela de nuevo
en toda su simplicidad y universalidad, hasta que la asimile; pero después de
un tiempo el director no debe ya admitir dudas sobre ella, sino responder
simplemente: "Ya sabe Vd. cómo debe obrar"; porque de lo contrario se
corre riesgo de que el escrúpulo se localice en la regla misma. Esta misma
norma se podría poner de otros modos, y a la prudencia del director quedará
librada la manera de proponerla para hacerla más asequible al paciente. Así se
podría formular también de esta manera: "En todas sus dudas morales, obre
Vd. siempre en favor suyo, y ello sin pensar ni examinarse".
Esta simplificación debe abarcar toda la vida moral y
extenderse, por ende, no sólo a los actos por realizar, sino también a los
realizados. Hay que prohibir terminantemente al enfermo examinarse
sobre posibles pecados graves cometidos, si no los ve claramente tales desde el
principio y sin reflexión alguna. Esta norma es mucho más necesaria, cuando el
escrúpulo se localiza en materia de pureza, como suele acontecer a los jóvenes;
porque un examen de conciencia prolongado sobre este punto, a más de no
conducir a conclusión alguna clara y enredar más y más al paciente —como
siempre acontece en tales casos al escrupuloso— no hace sino multiplicar las
tentaciones, con la consiguiente multiplicación de los escrúpulos y fijar
también más y más esas imágenes obscenas o peligrosas arraigándolas con la urdimbre
de nuevas asociaciones que las afianzan y extienden en el seno de la
conciencia.
Se le deberá simplificar —y llegado el caso hasta
suprimir— el examen general, reduciéndose a unas pocas cosas consideradas muy
por arriba y durante muy pocos minutos. Del mismo modo se deberá simplificar
toda su vida espiritual. Así a quien experimente escrúpulos y
dificultades en la confesión, se le deberá permitir un brevísimo examen tan
sólo y recitar una sola vez el acto de contrición antes de presentarse al
sacerdote, prohibiéndole terminantemente toda repetición de su fórmula. A quien
tenga dificultades en sus oraciones (vg. en la pronunciación, en la atención,
etc.) se le impondrá la prohibición categórica de toda repetición, se le señalará
para ellas un tiempo determinado, que no deberá traspasar, y si es preciso, se
deberá abreviárselas y aún suprimírselas del todo por un tiempo, si el mal se
agravase. De un modo análogo se podría aplicar esta simplificación a todos los
actos, en que el enfermo tropieza con dificultades y en que se localiza el
escrúpulo. Lo mejor será hacerle comprender bien la norma general enunciada
al principio, fijarla bien en su inteligencia —después de aleccionarlo en
particular en las primeras aplicaciones concretas- y obligarlo a que él por sí
mismo la aplique y siempre en favor de su libertad.
En casos extremos —muy raros— y temporariamente se podría
y debería no ya simplificar sino aun suprimir toda norma moral (aparentemente,
porque en verdad el enfermo jamás pasará de hecho impunemente por encima de un
pecado mortal claramente visto) del siguiente modo:
"No haga Vd. caso de nada, obre como quiera, que
no pecará".
Naturalmente que semejantes normas sólo valen y son
aplicables para los enfermos de que aquí tratamos. La moral cristiana, por lo
demás justifica este proceder. Toda obligación moral, por su concepto mismo,
debe ser posible de practicar, debe estar al alcance de quien a ella debe
someterse. Ahora bien, la norma simplificada expuesta es la única a que puede
someterse el escrupuloso. La debilidad de sus hombros le hace incapaz de
soportar toda otra regla más compleja. Se dirá que semejante norma simplificada
puede conducir al enfermo a cometer de hecho un pecado mortal. Aun suponiéndolo
así, el pecado en ese caso sería sólo material, sería una falta grave
cometida con "ignorancia invencible", ya que el paciente es hic
et nunc incapaz de discernir su gravedad; fuera de que su mismo estado de
super-excitabilidad y angustia le impedirá siempre o casi siempre los
requisitos subjetivos de advertencia plena y voluntad deliberada necesarios
para el pecado mortal. Mas no es el caso. Quien tiembla ante la sola sombra del
pecado, ¿podría dejar de ver acaso con claridad un pecado grave realmente
cometido? Hay en ello evidentemente un imposible moral.
En ocasiones, el desequilibrio de la tensión, fuente
originaria del escrúpulo, habrá sido causada por el cambio de situación o cargo
o empleo del enfermo, que impone obligaciones y la realización de actos que
exigen un esfuerzo y nivel de la energía psicológica superiores a los que de
hecho se tienen. La vida literalmente "se le ha complicado",
y se ha producido este trauma psíquico. En realidad, lo que le ha pasado es muy
sencillo. La tensión psíquica, suficiente para dominar una vida más simple,
queda por debajo de una situación nueva más compleja. Un pobre labriego,
dueño de su vida, sin mayores complicaciones, repentinamente enriquecido y
conducido a una situación social más compleja, puede llegar a la obsesión. Un
hombre, trasladado de un empleo sin trascendencia a otro de mayor
responsabilidad, puede ser llevado a los escrúpulos. En semejantes casos, el
abandono del nuevo puesto, el retorno a la vida primera, sería la cura más
simple y radical del enfermo. Con ello se habría suprimido la dificultad y
hecho descender instantáneamente la altura de la situación real, con lo cual el
paciente recobraría ipso facto el equilibrio de su tensión frente a la
vida. Se trata de un huir o evitar una situación real superior a las
fuerzas del paciente. Semejante remedio es más fácil aplicarlo como preventivo
que como curativo. Una vez en posesión del cargo, las
circunstancias, el buen nombre, los recursos económicos, etc. harán poco menos
que imposible esta retirada estratégica. Pero antes de aceptarlo, un buen
consejo dado a tiempo por el director podría evitar, a costa de una privación material
o de un honor o gloria humana, el desgarramiento y la paz de toda una vida. Y
en todo caso es a los superiores de comunidades a quienes toca aplicar este
remedio: deberían ellos tener siempre muy presente esta norma, y no repartir
los cargos por igual, como si todos los hombres estuviesen hechos para sobrellevar
el mismo peso. Es un abuso de la autoridad invocar la obediencia y la
mortificación para imponer a los súbditos obligaciones realmente superiores a
sus fuerzas. Y cuando digo "sus fuerzas", me refiero a las físicas,
pero sobre todo a las psíquicas. La experiencia enseña, sin embargo, que este
abuso se comete con harta frecuencia. Con la mejor recta intención, pero
con una absoluta ignorancia de la psicología y de la prudencia, hay superiores
que para ser "justos" quieren imponer las mismas obligaciones a todos
por igual, sin considerar que no todos tienen ni las mismas condiciones ni la
misma capacidad. La única justicia practicable por un buen y prudente
gobernante es la proporcional a las fuerzas y condiciones de cada uno. Porque
así como hay una incapacidad física y una incapacidad intelectual para el desempeño
de ciertos cargos —cosa que todo el mundo ve y comprende— existe también una
incapacidad de tensión psíquica, no menos real que aquélla —en la cual frecuentemente
no se repara—. Con esta norma de prudencia, se habría evitado en muchas
vidas el resquebrajamiento psíquico —casi nunca perfectamente curable— que
engendra al "amargado" y que conduce muchas veces también al
derrumbe moral. Algunos superiores se habrían ahorrado el dolor de ver
abandonar las filas de su Congregación o colegio, etc., a sujetos, muy capaces
y virtuosos por lo demás, con esta elemental medida de prudencia, que al evitarles
una vida de angustias y desequilibrio con sólo alejarlos de ciertos cargos e
imposiciones para ellos excesivas, los hubieran librado de la exasperación y
del abandono de la vocación y de la misma bancarrota moral quizá de su vida. No
todos los hombres son para todos los cargos; las fuerzas psíquicas más que las
físicas son desiguales. Y un sujeto capaz de desarrollar una enorme y fecunda
actividad en un sector, puede no poseerla en otro y raro es quien la posea en
todos. Así el escrupuloso, para quien el desempeño de un cargo de responsabilidad
puede constituir una carga abrumadora, es capaz de desarrollar una fecunda
actividad científica, artística etc. En semejantes casos es menester hacer
comprender al enfermo, a quien se impone el renunciamiento de ciertos cargos,
que la grandeza moral, ni siquiera la humana, está en función del cargo que se
realiza, sino en el modo de realizarlo, y que se puede ser igualmente grande en
todos los peldaños de la jerarquía social.
3) La elevación de la tensión psíquica, segundo remedio
del escrupuloso
Residiendo la causa del escrúpulo en el desequilibrio
entre la tensión anímica y el acto por realizar, es claro que la nivelación
entre ambas podrá reconquistarse no sólo haciendo descender la dificultad de la
situación, sino también levantando e intensificando las fuerzas psíquicas.
Para ello, el director deberá animar al escrupuloso,
hacerle ver la inanidad y fruslería de sus dudas y angustias, abrirle el alma a
la confianza en Dios y a la alegría de la vida cristiana con pensamientos y
reflexiones sobre la bondad de Nuestro Señor. Deberá hacerle
comprender que si el aspirar a la perfección es tarea y deber del cristiano,
ella debe ser realizada sin excesos que no conducen sino al mal, y que de hecho
es tal la condición humana que sólo la lograremos alcanzar en parte y con muchas
faltas; que lo importante y lo que Dios nos exige es la buena voluntad, el
deseo sincero de servirle, y no el hacer nuestros actos con una perfección
superior a nuestras fuerzas. Nunca se deberá cansar el director de
levantar el espíritu de esta alma, que por la situación de su vida y sensibilidad,
gravita hacia la tristeza, el pesimismo, la abulia, el abandono, la pereza y la
desesperación. Los temas de sus meditaciones y lecturas deberán ser los más
apropiados para semejante fin (la bondad de Dios, su misericordia, su
paternidad, etc.). Generalmente, sobre todo si la enfermedad está un tanto más
avanzada, deberá disuadirse al enfermo de hacer ejercicios espirituales,
confesiones generales, etc., porque la consideración de las postrimerías y de
los pecados —tan buena para infundir el santo temor de Dios— en nuestro enfermo
no consiguen sino angustiarlo y obsesionarlo más y más.
Es menester animar al enfermo, haciéndole ver el valor de
su propia vida y cualidades, que él por su mismo estado ignora, que ni su
existencia es estéril ni sus fuerzas tan débiles como él cree. Hemos dicho en
otra parte que el escrupuloso es inteligente y en el peor de los casos no es un
mentecato, y muchas veces capaz de desarrollar una valiosa actividad
científica, artística, etc., a más de que suele ser una persona suficientemente
virtuosa. Su estado le lleva a apreciar como incompleto e imperfecto todo
cuanto ejecuta y juzgar con desprecio cuanto hace y hasta sentir hastío de su
propia vida. Será bueno que quien ha tomado la dirección de su alma, le haga
ver el valor de sus obras, el respeto y aprecio que su conducta despierta en
torno suyo, animándolo a trabajar moderadamente en el cultivo de sus no comunes
cualidades.
Ha de esforzarse también el director por encender en su
alma la alegría de la vida cristiana, alentándolo a hacer con sencillez y paz
sus actos de piedad y sus obras cotidianas, sin preocuparse excesivamente de
cómo resulten. Aleje de él toda concentración torturante e infúndale un concepto
más optimista de la vida, haciéndole ver que junto a los muchos males de la
tierra, hay también muchas cosas buenas: almas generosas, virtudes y heroísmos.
Poniéndole en contacto con un buen amigo, lleno de entusiasmo y sana alegría,
el director logrará talvez más que con largas pláticas sobre el tema. Los horizontes
infinitos de la caridad y del apostolado tomado con moderación, darán aliento y
valor a esta alma, hecha de generosidad, y a la vez le traerán el consuelo y la
alegría más pura del espíritu, que tanto necesita.
Se deberá procurar infundir al escrupuloso una idea más
humana de la vida, haciéndole comprender que la gracia no se opone a la naturaleza
y que es indispensable tener en cuenta las exigencias razonables de ésta. Con
este objeto debe procurarse las necesarias distracciones, evitar los trabajos
excesivos o demasiado fatigantes, que, aunque al alcance de sus fuerzas no
hacen sino debilitarlo y predisponerlo a nuevos ataques de la obsesión, y
tomarse su necesario descanso diario y sus vacaciones periódicas. Es sumamente
importante —por la correlación de lo físico y de lo psíquico— el hacerle cuidar
su sueño, su alimentación y sus ejercicios corporales. Para todo este
régimen de su salud orgánica, que suele padecer una depresión general análoga a
la del orden psíquico, será oportuno ponerlo en contacto con un buen médico.
Pero en cuanto a sus dolencias psíquico-espirituales, nadie mejor médico y de
más eficaz influencia sobre el escrupuloso que el propio confesor. Si en otras
enfermedades nerviosas es oportuno consultar a un médico competente, creemos
que en nuestro caso no sólo no es necesario, pero ni siquiera conveniente,
excepto en el aspecto corporal de la enfermedad según lo dicho, pues nadie
posee la autoridad moral indispensable para imponer al enfermo las normas
terapéuticas enunciadas más arriba, fuera del propio confesor o director espiritual,
a más de que el médico —salvo honrosas excepciones— corre el riesgo de no
comprender al enfermo y el alcance de su mal, cuando no sobre todo si no es
cristiano, de disuadirlo de toda práctica y vida cristiana, como único remedio
de su enfermedad.
Más aún tratándose de escrupulosos, creemos que el
médico, consultado, colocado frente a un enfermo de esta índole, debería
declinar su cuidado y curación en un santo y prudente sacerdote. Sólo en casos
de obsesión en materia no religiosa, es el médico quien deberá proporcionar los
medios terapéuticos, que son los mismos o análogos a los que acabamos de
apuntar.
CAPITULO V
CONCLUSION
La experiencia enseña que cuando el escrúpulo no obedece
a una circunstancia excepcional que ha elevado extraordinariamente la
dificultad de la situación real, sino a una verdadera depresión psíquica, esta
enfermedad es poco menos que incurable. El paciente difícilmente alcanza el
nivel normal de la tensión psíquica, que no ha recibido en herencia o que ha
perdido por una circunstancia especial de su vida. Sin embargo, con el doble
procedimiento indicado de simplificación de la dificultad y estimulación de la
intensidad de sus fuerzas, el enfermo puede lograr un equilibrio, si no natural
y permanente, al menos habitual y adquirido del modo expuesto, que haga su vida
llevadera y tolerable. Fiel a una buena y enérgica dirección, cuyas líneas
fundamentales acabamos precisamente de trazar, el enfermo no sólo logrará
suavizar las aristas desgarradoras de su mal, sino que podrá alcanzar por este
camino de la obediencia a la norma de su confesor, el dominio de la situación,
que no obtendría por propio discernimiento y decisión. Regularizada su vida con
este medio extraordinario, podrá aprovechar mejor sus fuerzas, a veces
sobresalientes, de inteligencia y de carácter, y aplicarlas a un trabajo útil y
fecundo. No olvidemos que grandes sabios y santos padecieron esta dolencia,
que no parece ser sino la enfermedad de las grandes almas de la aristocracia
espiritual, y que la penetrante inteligencia del escrupuloso, alejada de sus cavilaciones
por la mano prudente del director, para aplicarse a las ciencias, puede dar los
frutos sazonados de un San Agustín o de un cardenal Franzelin, así como el
deseo ardiente de perfección del enfermo, bien encauzado, ha podido alcanzar
los frutos de la santidad de Teresita de Lisieux. La vida del escrupuloso
normalizada ya, no tendrá prácticamente nada de anormal ni le impedirá el
desenvolvimiento fructífero de sus actividades. Pero el esfuerzo sostenido, que
el mantenimiento del equilibrio entre su tensión y la dificultad le exige de
seguir siendo constante y ciegamente fiel a su norma, no logrará darle nunca la
paz y tranquilidad saturante de quien logra ese nivel por espontaneidad
natural. La nube obscura de sus angustias, dudas y obsesiones se disipará, la
luz tornará a iluminar su vida, aunque sólo en contadas ocasiones brillará en
su alma el esplendor de un sol radiante. Su existencia se deslizará iluminada
siempre por una luz que no logra disipar enteramente el cielo grisáceo de su
conciencia. Esa será su cruz, la cruz de su vida, la cruz de su purificación
y ascensión a Dios, el sufrimiento, ya no intolerable y estéril de antes, es
verdad, pero el sufrimiento permanente, que sin privarlo de realizar una
actividad fecunda, se proyecta en el fondo de su alma como un cono de sombra
para velar un tanto toda su vida e imprimir un dejo de tristeza e
insatisfacción en su tonalidad afectiva. Dichoso él, si substancialmente
curado por la fidelidad a su dirección, sabe llevar esa cruz permanente de su
vida, que al privarle de la satisfacción y alegría saturante de un alma
sometida a su deber, le reserva para el cielo el premio total de sus trabajos,
a la vez que lo aleja de un peligroso estancamiento en la vida espiritual, lo
estimula con esa misma insatisfacción a una superación constante y lo une tan
de cerca a la Cruz redentora del Salvador. Para él singularmente vale y en
él encuentra más acabado cumplimiento aquel axioma de la vida cristiana: "Per crucem ad lucem, Por la
cruz a la luz".