domingo, 4 de noviembre de 2012

La Psicastenia, por Mons. Derisi. Cap. IV (II de II) y Conclusión


2) La simplificación de la situación moral, primer remedio del escrupuloso

El obseso se encuentra más o menos frecuentemente, según el grado de su de-presión psíquica, ante situaciones morales que no sabe ni puede resolver. Es incapaz de asimilar la realidad reduciéndola y encuadrándola dentro de los principios que deben regularla, choca contra algo que es superior a sus fuerzas y que consiguientemente se enquista y desgarra la unidad de su conciencia.
El remedio consistirá, por eso, en lograr bajar el nivel de la dificultad de esos actos superiores a sus fuerzas. La multitud de aspectos morales y la intervención de muchos principios en su solución, —más de los que realmente intervienen, traídos por la inteligencia del paciente, incapaz de desecharlos como impertinentes al caso—es lo que hace más compleja y dificultosa la realización de un acto moral. Para ponerlos al alcance de las fuerzas del escrupuloso, será menester simplificarlos y encerrarlos dentro de un solo principio moral de fácil aplicación. Este principio no será sino el que el enfermo hic et nunc es capaz de aplicar, y que podemos formular del siguiente modo:

"Mientras yo no vea claramente y sin examinarme, como dos y dos son cuatro, que una cosa es pecado, para mí no lo es; y si dudo si es pecado grave o leve, para mí es leve".


Al principio el enfermo creerá haberla entendido, y de hecho la habrá comprendido bien. Pero ante situaciones concretas, vacilará si debe o no aplicar ese principio, si se extiende también a ese caso, y comenzará a dudar del alcance y sentido de la norma. Será preciso repetírsela de nuevo en toda su simplicidad y universalidad, hasta que la asimile; pero después de un tiempo el director no debe ya admitir dudas sobre ella, sino responder simplemente: "Ya sabe Vd. cómo debe obrar"; porque de lo contrario se corre riesgo de que el escrúpulo se localice en la regla misma. Esta misma norma se podría poner de otros modos, y a la prudencia del director quedará librada la manera de proponerla para hacerla más asequible al paciente. Así se podría formular también de esta manera: "En todas sus dudas morales, obre Vd. siempre en favor suyo, y ello sin pensar ni examinarse".
Esta simplificación debe abarcar toda la vida moral y extenderse, por ende, no sólo a los actos por realizar, sino también a los realizados. Hay que prohibir terminantemente al enfermo examinarse sobre posibles pecados graves cometidos, si no los ve claramente tales desde el principio y sin reflexión alguna. Esta norma es mucho más necesaria, cuando el escrúpulo se localiza en materia de pureza, como suele acontecer a los jóvenes; porque un examen de conciencia prolongado sobre este punto, a más de no conducir a conclusión alguna clara y enredar más y más al paciente —como siempre acontece en tales casos al escrupuloso— no hace sino multiplicar las tentaciones, con la consiguiente multiplicación de los escrúpulos y fijar también más y más esas imágenes obscenas o peligrosas arraigándolas con la urdimbre de nuevas asociaciones que las afianzan y extienden en el seno de la conciencia.
Se le deberá simplificar —y llegado el caso hasta suprimir— el examen general, reduciéndose a unas pocas cosas consideradas muy por arriba y durante muy pocos minutos. Del mismo modo se deberá simplificar toda su vida espiritual. Así a quien experimente escrúpulos y dificultades en la confesión, se le deberá permitir un brevísimo examen tan sólo y recitar una sola vez el acto de contrición antes de presentarse al sacerdote, prohibiéndole terminantemente toda repetición de su fórmula. A quien tenga dificultades en sus oraciones (vg. en la pronunciación, en la atención, etc.) se le impondrá la prohibición categórica de toda repetición, se le señalará para ellas un tiempo determinado, que no deberá traspasar, y si es preciso, se deberá abreviárselas y aún suprimírselas del todo por un tiempo, si el mal se agravase. De un modo análogo se podría aplicar esta simplificación a todos los actos, en que el enfermo tropieza con dificultades y en que se localiza el escrúpulo. Lo mejor será hacerle comprender bien la norma general enunciada al principio, fijarla bien en su inteligencia —después de aleccionarlo en particular en las primeras aplicaciones concretas- y obligarlo a que él por sí mismo la aplique y siempre en favor de su libertad.
En casos extremos —muy raros— y temporariamente se podría y debería no ya simplificar sino aun suprimir toda norma moral (aparentemente, porque en verdad el enfermo jamás pasará de hecho impunemente por encima de un pecado mortal claramente visto) del siguiente modo:

"No haga Vd. caso de nada, obre como quiera, que no pecará".

Naturalmente que semejantes normas sólo valen y son aplicables para los enfermos de que aquí tratamos. La moral cristiana, por lo demás justifica este proceder. Toda obligación moral, por su concepto mismo, debe ser posible de practicar, debe estar al alcance de quien a ella debe someterse. Ahora bien, la norma simplificada expuesta es la única a que puede someterse el escrupuloso. La debilidad de sus hombros le hace incapaz de soportar toda otra regla más compleja. Se dirá que semejante norma simplificada puede conducir al enfermo a cometer de hecho un pecado mortal. Aun suponiéndolo así, el pecado en ese caso sería sólo material, sería una falta grave cometida con "ignorancia invencible", ya que el paciente es hic et nunc incapaz de discernir su gravedad; fuera de que su mismo estado de super-excitabilidad y angustia le impedirá siempre o casi siempre los requisitos subjetivos de advertencia plena y voluntad deliberada necesarios para el pecado mortal. Mas no es el caso. Quien tiembla ante la sola sombra del pecado, ¿podría dejar de ver acaso con claridad un pecado grave realmente cometido? Hay en ello evidentemente un imposible moral.
En ocasiones, el desequilibrio de la tensión, fuente originaria del escrúpulo, habrá sido causada por el cambio de situación o cargo o empleo del enfermo, que impone obligaciones y la realización de actos que exigen un esfuerzo y nivel de la energía psicológica superiores a los que de hecho se tienen. La vida literalmente "se le ha complicado", y se ha producido este trauma psíquico. En realidad, lo que le ha pasado es muy sencillo. La tensión psíquica, suficiente para dominar una vida más simple, queda por debajo de una situación nueva más compleja. Un pobre labriego, dueño de su vida, sin mayores complicaciones, repentinamente enriquecido y conducido a una situación social más compleja, puede llegar a la obsesión. Un hombre, trasladado de un empleo sin trascendencia a otro de mayor responsabilidad, puede ser llevado a los escrúpulos. En semejantes casos, el abandono del nuevo puesto, el retorno a la vida primera, sería la cura más simple y radical del enfermo. Con ello se habría suprimido la dificultad y hecho descender instantáneamente la altura de la situación real, con lo cual el paciente recobraría ipso facto el equilibrio de su tensión frente a la vida. Se trata de un huir o evitar una situación real superior a las fuerzas del paciente. Semejante remedio es más fácil aplicarlo como preventivo que como curativo. Una vez en posesión del cargo, las circunstancias, el buen nombre, los recursos económicos, etc. harán poco menos que imposible esta retirada estratégica. Pero antes de aceptarlo, un buen consejo dado a tiempo por el director podría evitar, a costa de una privación material o de un honor o gloria humana, el desgarramiento y la paz de toda una vida. Y en todo caso es a los superiores de comunidades a quienes toca aplicar este remedio: deberían ellos tener siempre muy presente esta norma, y no repartir los cargos por igual, como si todos los hombres estuviesen hechos para sobrellevar el mismo peso. Es un abuso de la autoridad invocar la obediencia y la mortificación para imponer a los súbditos obligaciones realmente superiores a sus fuerzas. Y cuando digo "sus fuerzas", me refiero a las físicas, pero sobre todo a las psíquicas. La experiencia enseña, sin embargo, que este abuso se comete con harta frecuencia. Con la mejor recta intención, pero con una absoluta ignorancia de la psicología y de la prudencia, hay superiores que para ser "justos" quieren imponer las mismas obligaciones a todos por igual, sin considerar que no todos tienen ni las mismas condiciones ni la misma capacidad. La única justicia practicable por un buen y prudente gobernante es la proporcional a las fuerzas y condiciones de cada uno. Porque así como hay una incapacidad física y una incapacidad intelectual para el desempeño de ciertos cargos —cosa que todo el mundo ve y comprende— existe también una incapacidad de tensión psíquica, no menos real que aquélla —en la cual frecuentemente no se repara—. Con esta norma de prudencia, se habría evitado en muchas vidas el resquebrajamiento psíquico —casi nunca perfectamente curable— que engendra al "amargado" y que conduce muchas veces también al derrumbe moral. Algunos superiores se habrían ahorrado el dolor de ver abandonar las filas de su Congregación o colegio, etc., a sujetos, muy capaces y virtuosos por lo demás, con esta elemental medida de prudencia, que al evitarles una vida de angustias y desequilibrio con sólo alejarlos de ciertos cargos e imposiciones para ellos excesivas, los hubieran librado de la exasperación y del abandono de la vocación y de la misma bancarrota moral quizá de su vida. No todos los hombres son para todos los cargos; las fuerzas psíquicas más que las físicas son desiguales. Y un sujeto capaz de desarrollar una enorme y fecunda actividad en un sector, puede no poseerla en otro y raro es quien la posea en todos. Así el escrupuloso, para quien el desempeño de un cargo de responsabilidad puede constituir una carga abrumadora, es capaz de desarrollar una fecunda actividad científica, artística etc. En semejantes casos es menester hacer comprender al enfermo, a quien se impone el renunciamiento de ciertos cargos, que la grandeza moral, ni siquiera la humana, está en función del cargo que se realiza, sino en el modo de realizarlo, y que se puede ser igualmente grande en todos los peldaños de la jerarquía social.

3) La elevación de la tensión psíquica, segundo remedio del escrupuloso

Residiendo la causa del escrúpulo en el desequilibrio entre la tensión anímica y el acto por realizar, es claro que la nivelación entre ambas podrá reconquistarse no sólo haciendo descender la dificultad de la situación, sino también levantando e intensificando las fuerzas psíquicas.
Para ello, el director deberá animar al escrupuloso, hacerle ver la inanidad y fruslería de sus dudas y angustias, abrirle el alma a la confianza en Dios y a la alegría de la vida cristiana con pensamientos y reflexiones sobre la bondad de Nuestro Señor. Deberá hacerle comprender que si el aspirar a la perfección es tarea y deber del cristiano, ella debe ser realizada sin excesos que no conducen sino al mal, y que de hecho es tal la condición humana que sólo la lograremos alcanzar en parte y con muchas faltas; que lo importante y lo que Dios nos exige es la buena voluntad, el deseo sincero de servirle, y no el hacer nuestros actos con una perfección superior a nuestras fuerzas. Nunca se deberá cansar el director de levantar el espíritu de esta alma, que por la situación de su vida y sensibilidad, gravita hacia la tristeza, el pesimismo, la abulia, el abandono, la pereza y la desesperación. Los temas de sus meditaciones y lecturas deberán ser los más apropiados para semejante fin (la bondad de Dios, su misericordia, su paternidad, etc.). Generalmente, sobre todo si la enfermedad está un tanto más avanzada, deberá disuadirse al enfermo de hacer ejercicios espirituales, confesiones generales, etc., porque la consideración de las postrimerías y de los pecados —tan buena para infundir el santo temor de Dios— en nuestro enfermo no consiguen sino angustiarlo y obsesionarlo más y más.
Es menester animar al enfermo, haciéndole ver el valor de su propia vida y cualidades, que él por su mismo estado ignora, que ni su existencia es estéril ni sus fuerzas tan débiles como él cree. Hemos dicho en otra parte que el escrupuloso es inteligente y en el peor de los casos no es un mentecato, y muchas veces capaz de desarrollar una valiosa actividad científica, artística, etc., a más de que suele ser una persona suficientemente virtuosa. Su estado le lleva a apreciar como incompleto e imperfecto todo cuanto ejecuta y juzgar con desprecio cuanto hace y hasta sentir hastío de su propia vida. Será bueno que quien ha tomado la dirección de su alma, le haga ver el valor de sus obras, el respeto y aprecio que su conducta despierta en torno suyo, animándolo a trabajar moderadamente en el cultivo de sus no comunes cualidades.
Ha de esforzarse también el director por encender en su alma la alegría de la vida cristiana, alentándolo a hacer con sencillez y paz sus actos de piedad y sus obras cotidianas, sin preocuparse excesivamente de cómo resulten. Aleje de él toda concentración torturante e infúndale un concepto más optimista de la vida, haciéndole ver que junto a los muchos males de la tierra, hay también muchas cosas buenas: almas generosas, virtudes y heroísmos. Poniéndole en contacto con un buen amigo, lleno de entusiasmo y sana alegría, el director logrará talvez más que con largas pláticas sobre el tema. Los horizontes infinitos de la caridad y del apostolado tomado con moderación, darán aliento y valor a esta alma, hecha de generosidad, y a la vez le traerán el consuelo y la alegría más pura del espíritu, que tanto necesita.
Se deberá procurar infundir al escrupuloso una idea más humana de la vida, haciéndole comprender que la gracia no se opone a la naturaleza y que es indispensable tener en cuenta las exigencias razonables de ésta. Con este objeto debe procurarse las necesarias distracciones, evitar los trabajos excesivos o demasiado fatigantes, que, aunque al alcance de sus fuerzas no hacen sino debilitarlo y predisponerlo a nuevos ataques de la obsesión, y tomarse su necesario descanso diario y sus vacaciones periódicas. Es sumamente importante —por la correlación de lo físico y de lo psíquico— el hacerle cuidar su sueño, su alimentación y sus ejercicios corporales. Para todo este régimen de su salud orgánica, que suele padecer una depresión general análoga a la del orden psíquico, será oportuno ponerlo en contacto con un buen médico. Pero en cuanto a sus dolencias psíquico-espirituales, nadie mejor médico y de más eficaz influencia sobre el escrupuloso que el propio confesor. Si en otras enfermedades nerviosas es oportuno consultar a un médico competente, creemos que en nuestro caso no sólo no es necesario, pero ni siquiera conveniente, excepto en el aspecto corporal de la enfermedad según lo dicho, pues nadie posee la autoridad moral indispensable para imponer al enfermo las normas terapéuticas enunciadas más arriba, fuera del propio confesor o director espiritual, a más de que el médico —salvo honrosas excepciones— corre el riesgo de no comprender al enfermo y el alcance de su mal, cuando no sobre todo si no es cristiano, de disuadirlo de toda práctica y vida cristiana, como único remedio de su enfermedad.
Más aún tratándose de escrupulosos, creemos que el médico, consultado, colocado frente a un enfermo de esta índole, debería declinar su cuidado y curación en un santo y prudente sacerdote. Sólo en casos de obsesión en materia no religiosa, es el médico quien deberá proporcionar los medios terapéuticos, que son los mismos o análogos a los que acabamos de apuntar.


CAPITULO V
CONCLUSION

La experiencia enseña que cuando el escrúpulo no obedece a una circunstancia excepcional que ha elevado extraordinariamente la dificultad de la situación real, sino a una verdadera depresión psíquica, esta enfermedad es poco menos que incurable. El paciente difícilmente alcanza el nivel normal de la tensión psíquica, que no ha recibido en herencia o que ha perdido por una circunstancia especial de su vida. Sin embargo, con el doble procedimiento indicado de simplificación de la dificultad y estimulación de la intensidad de sus fuerzas, el enfermo puede lograr un equilibrio, si no natural y permanente, al menos habitual y adquirido del modo expuesto, que haga su vida llevadera y tolerable. Fiel a una buena y enérgica dirección, cuyas líneas fundamentales acabamos precisamente de trazar, el enfermo no sólo logrará suavizar las aristas desgarradoras de su mal, sino que podrá alcanzar por este camino de la obediencia a la norma de su confesor, el dominio de la situación, que no obtendría por propio discernimiento y decisión. Regularizada su vida con este medio extraordinario, podrá aprovechar mejor sus fuerzas, a veces sobresalientes, de inteligencia y de carácter, y aplicarlas a un trabajo útil y fecundo. No olvidemos que grandes sabios y santos padecieron esta dolencia, que no parece ser sino la enfermedad de las grandes almas de la aristocracia espiritual, y que la penetrante inteligencia del escrupuloso, alejada de sus cavilaciones por la mano prudente del director, para aplicarse a las ciencias, puede dar los frutos sazonados de un San Agustín o de un cardenal Franzelin, así como el deseo ardiente de perfección del enfermo, bien encauzado, ha podido alcanzar los frutos de la santidad de Teresita de Lisieux. La vida del escrupuloso normalizada ya, no tendrá prácticamente nada de anormal ni le impedirá el desenvolvimiento fructífero de sus actividades. Pero el esfuerzo sostenido, que el mantenimiento del equilibrio entre su tensión y la dificultad le exige de seguir siendo constante y ciegamente fiel a su norma, no logrará darle nunca la paz y tranquilidad saturante de quien logra ese nivel por espontaneidad natural. La nube obscura de sus angustias, dudas y obsesiones se disipará, la luz tornará a iluminar su vida, aunque sólo en contadas ocasiones brillará en su alma el esplendor de un sol radiante. Su existencia se deslizará iluminada siempre por una luz que no logra disipar enteramente el cielo grisáceo de su conciencia. Esa será su cruz, la cruz de su vida, la cruz de su purificación y ascensión a Dios, el sufrimiento, ya no intolerable y estéril de antes, es verdad, pero el sufrimiento permanente, que sin privarlo de realizar una actividad fecunda, se proyecta en el fondo de su alma como un cono de sombra para velar un tanto toda su vida e imprimir un dejo de tristeza e insatisfacción en su tonalidad afectiva. Dichoso él, si substancialmente curado por la fidelidad a su dirección, sabe llevar esa cruz permanente de su vida, que al privarle de la satisfacción y alegría saturante de un alma sometida a su deber, le reserva para el cielo el premio total de sus trabajos, a la vez que lo aleja de un peligroso estancamiento en la vida espiritual, lo estimula con esa misma insatisfacción a una superación constante y lo une tan de cerca a la Cruz redentora del Salvador. Para él singularmente vale y en él encuentra más acabado cumplimiento aquel axioma de la vida cristiana: "Per crucem ad lucem, Por la cruz a la luz".