III. LA MUJER INTEMPORAL
Una época que como la nuestra da
importancia a que en cierto modo ha descubierto otra vez a la madre para
fundamentar únicamente en ella un nuevo derecho de la mujer, debe ver claro que
con este descubrimiento ha aceptado la muy seria obligación de descender hasta
las madres y preguntarles la esencia de lo maternal. Pues en esta condición
extraordinariamente acentuada aparece a la vista, primero y ante todo, que la
maternidad para la mujer ya no representa hoy una cosa natural como en tiempos
pasados. Con ello, naturalmente, se concede la posibilidad de la mala
interpretación del verdadero sentimiento maternal.
Y en efecto, este peligro es evidente.
Sólo el habitante de la ciudad que un fin de semana huye al campo, sueña con la
naturaleza; el campesino respira en ella. Sólo al crítico no creador le es dado
hablar mucho sobre arte; para el artista mismo el arte es lenguaje. Sólo
épocas sin madre llaman a la madre, pero también solo los profundamente
in-maternales pueden poner a la madre como condición de la época. Pues la mujer
maternal es precisamente la mujer intemporal, la que es igual en todas las épocas
y en todos los pueblos. En su figura la suerte de la reina y la de la mendiga
pierden contraste, y así ante su presencia desaparecen las notas espaciales de
las naciones y las diferencias de las culturas más elevadas y de las más
primitivas. La madre nunca puede representar para la mujer la misión especial
de la época, pues es la misión de la
mujer por excelencia. Igual que no aparecerá en ella lo especial y único de
una época. Ante la madre claudica todo programa del tiempo, porque el tiempo
no tiene poder sobre la madre. En la figura de la virgo la mujer se encuentra sóla ante el tiempo con el hombre que
ésta en él, en la madre vence al tiempo. La madre es la imagen de la
inmensidad terrenal; por su felicidad como por su dolor pasan los milenos sin
dejar huella. La madre es siempre la misma; la tremenda abundancia, el silencio
y la inmutabilidad de la misma
concepción, de la conservación y del alumbramiento de la vida, sólo comparable
al fecundo regazo de la tierra, a la que nosotros no podemos ni condicionalmente invitar a que nos
cubra de bendiciones. Pues en todas las cosas de la vida autentica y
primitiva, el poder del hombre que desea y obra, sólo alcanza hasta el primer término.
“Misteriosa a la luz del día
la naturaleza no puede ser desposeída de su velo”
El motivo que es fundamental para todo
acontecimiento femenino, es también fundamental en gran medida para el acontecimiento
femenino del alumbramiento. El velo que lleva la mujer que va a casarse, la novia, el día de
los esponsales, no es sólo el símbolo de su virginidad intacta, sino que
también es simbólico para el acontecimiento del matrimonio, al cual sale al
encuentro. El mismo velo que cubre a la novia, cubre también la cuna de su hijo; éste es el profundo
sentido de la hermosa costumbre de llevar al niño a bautizar bajo el velo
nupcial de la madre. Concepción y nacimiento son la hora y el misterio de la
vida, esto es, son la hora y el misterio de la mujer.
Este carácter de misterio es al que se
refiere Ruth Schaumann cuando escribe en su carta “Chelion a Cletus”:
“Las verdaderas mujeres son silenciosas y quieren el silencio… Muéstrame a
la mujer que escriba sobre lo que le atañe… Si le concerniera, callaría, pues
el callar quiere decir, aquí, vida; hablar es muerte… Siempre el misterio es fecundo,
pero la revelación es el final”. Ruth Schaumann no trata aquí
únicamente la penetración de nuestra propia época en la mujer intemporal.
La llamada a la madre, como la hace
resonar conmovedoramente el presente –si consideramos al mismo tiempo los
últimos decenios-, no representa tanto la penetración de la época en el imperio
de la mujer intemporal como el estremecimiento del tiempo ante esta penetración;
su fatal comienzo se encuentra en el pasado. Los discursos públicos y las discusiones
sobre “el derecho a la maternidad”, sobre “el clamor pidiendo un hijo”, como lo
traía la época de ayer, no interpretan únicamente el peligro interno del
matrimonio y de la maternidad, sino que expresan precisamente esta amenaza.
También la expresan en donde se emprendieron con la mejor intención, pues -y
esto es lo trágico en el fondo-, precisamente allí demuestran que se encontraban
en completa desorientación frente al autentico espacio vital de la mujer
maternal, de la mujer en absoluto. Desde este punto de vista la novela y el
drama conyugal pasan a una luz muy dudosa. Naturalmente, el matrimonio –como
todo tema humano común importante- debe permanecer libre como objeto de la
cultura auténtica; pero también el arte debe tener en cuenta los límites de
aquel silencio, que aquí pertenece al campo vital de las cosas. Esto no quiere
decir, como acostumbraba a objetar la época pasada, que se ponga una barrera a
la construcción artística, sino que se debe ir también por el único camino
artístico posible, para llegar realmente hasta las cosas. Así como la miseria
de los matrimonios en conjunto, y la de los matrimonios en particular, sólo
puede sanar teniendo en cuenta este espacio vital íntimamente necesario, también
sólo puede representarse reconociendo artísticamente este espacio vital. Ambas
opiniones, de todas maneras eran extraordinariamente difíciles para una época
como la pasada que estaba acostumbrada a poner todos sus anhelos y esperanzas
sólo en aquello que emprendía, practicaba y comentaba con visible actividad.
Pero en este aspecto nuestra propia época se encuentra aún muchas veces en la
línea del pasado. Esto se ve claro precisamente en la llamada a la madre. Como
condición absolutamente justa significa el abandono absoluto que hay en el
fondo. En todas las cosas de la vida verdadera y primitiva – así lo dijimos ya-
la fuerza del hombre que obra y desea alcanza siempre sólo el primer término.
La naturaleza elemental de madre que hay en la mujer vencería en la mayoría de
los casos sobre los peligros que amenazan a la maternidad por el amor propio y
la degeneración de la mujer –nuestra época ha reconocido estos peligros-;
también podría romper las ligaduras que le impone la necesidad económica, si la
misma naturaleza no estuviera ya encadenada.
Un encadenamiento de las fuerzas de la
naturaleza que amenazan al hombre significa siempre para el hombre también la
limitación de lo que le es natural. Deberá verse claro que en sí la forma más
benévola en que se expone la penetración del tiempo en el imperio de la mujer
temporal, el arte moderno de la medicina y de la higiene, es precisamente una
penetración, es el lado positivo de un tremendo tecnicismo de las funciones
maternales naturales en toda línea. La ventaja que la futura madre encuentra
para sí y para su hijo en la clínica se paga con el desprendimiento del
misterio del nacimiento, no sólo como acontecimiento conjunto de la familia,
cuyo seno constituye el recogimiento primitivo y natural de este misterio, sino
también de los auténticos temores ante aquellas fuerzas genuinas que lo soportan. El respeto ante la
naturaleza, que deberá imponer la llamada de hoy día al destino natural de la
mujer, depende necesariamente de ver hasta dónde la naturaleza puede aún
sentirse dueña absoluta. La desaparición del respeto ante el dominio de la
naturaleza se comprende inmediatamente como anejo necesario a la dominación de
la naturaleza, si junto al empleo positivo de los resultados de la ciencia también
aclaramos los negativos. A la crecida posibilidad de conservar la vida del
niño responde igualmente la crecida posibilidad de prescindir del niño. Así,
pues, hoy ya no tenemos en todas partes ante nosotros a la mujer verdaderamente
sometida y respetuosa al servicio de las fuerzas inmarcesibles de la
naturaleza, sino que tenemos ante nosotros a una mujer, cuyo carácter intemporal
se protege dondequiera del poder del tiempo, pero también se aprisiona; está
segura, pero no está intacta. Debemos tener ante nuestra vista todo este
desarrollo, si intentamos comprender la
conmovedora llamada de nuestros días a la madre.
La condición de bajar hasta la madre no
puede ser idéntica a la interrogación a las distintas madres de hoy día. Sino
que se trata de manifestar los testimonios supra-personales del ser y de la
esencia maternal, de hacer visible la figura supra-temporal de la mujer
intemporal. O sea, que pisamos otra vez el terreno de las grandes proclamaciones
artísticas.
Sólo que aquí inmediatamente se nos
presenta algo muy notable. Se demuestra que en el arte elevado para la imagen
de la madre debemos valernos de lo que nos silencia el arte. Sobre todo, la gran literatura dramática niega casi
toda noticia sobre la madre. Shakespeare en su “Rey Lear” ha formado
la tragedia del padre, pero falta la de la madre. Tenemos sólo el grito de Constanza
en el “Rey Juan” y –como simple contraposición al portador masculino de
la acción- las dos madres en “Coriolano”. De ellas la madre anciana
expone la verdad de que la madre sólo quiere obrar y ser glorificada en el
hijo; pero la madre joven es llamada “un delicioso silencio”. ¿La emotiva belleza de este maravilloso título significa
que también cabe decir del arte lo que Ruth Schaumann sabe de la mujer individual,
cuando dice: “Si le concerniera, callaría”? Y así, pues, ¿este silencio significa en el fondo que el
arte sabe de la madre? En la línea de la
poesía dramática elevada muchas veces se habla en favor de ello. La verdadera
hora heroica de la mujer –y todo drama auténtico gira en torno a la hora heroica-
no se hace evidente con un acto visible, como la hora heroica del hombre, sino
que se realiza en profundo retraimiento. De la misma manera que se
oculta a las miradas, también se oculta a la forma. A esto se añade otro
factor. El arte dramático no se enciende en la acción heroica, sino también en
la luz propia de la figura única y su evolución. Pero la madre no es una figura
única, no tiene ninguna luz propia, sino que su luz es el hijo: todo lo que
tiene su centro de gravedad fuera de sí mismo es más o menos impersonal. La
madre es la mujer intemporal, pues es inmutable. Su amor no se desarrolla, sino
que está presente desde el primer instante; en lo inmutable no hay aumento. El
amor de la madre no puede ser aumentado, pues esta posibilidad encerraría en sí
la idea de que fue menor. La evolución no es característica de los diversos periodos
de la vida de la madre, sino que estos periodos se asemejan al transcurso del
reino de la naturaleza; primavera y otoño no son evoluciones, sino partes de un
círculo infinito.
Así como la madre en la hora del alumbramiento arriesga sin
reserva su vida por el hijo, así su vida después del nacimiento ya no le
pertenece a sí misma, sino al hijo. La mujer intemporal es la que se sumerge en
la corriente de las generaciones; la mujer maternal es la que desaparece en el
hijo.
“Ha dado a luz un hijo
para sublime felicidad y profundísimo
dolor,
y ahora se ha perdido
en su deliciosa dulzura” [1]
El inmenso amor natural que fluye de la
madre y que a la vez constituye el espacio vital en el cual crece el niño para
convertirse en figura y persona, significa para la madre negarse a sí misma y
sacrificarse hasta llegar al peligro de su propia impersonalidad y
desfiguramiento; comprendido también este sacrificio en un sentido absolutamente
heroico, pero a la vez exento de patetismo. Así como la hora heroica del alumbramiento
se desenvuelve tras una cortina, así también el heroísmo del resto de la vida
de la madre transcurre en profunda sencillez. A la habitación del parto sucede
la habitación de los niños. Para la madre que da la vida hasta lo infinito, la
propia vida transcurre en la inmensidad del menor afán. El heroísmo de la madre está ligado
tanto al silencio como a la vida cotidiana y al término medio. Para la literatura
esto significa que la forma artística que se hace asequible a la madre no es el
arte de construir grandes destinos y personalidades, o sea, el arte dramático,
sino el arte burgués de la vida cotidiana, la novela. Como forma representa
ya aquella carencia de patetismo, la modestia y el término medio propio del destino
y heroísmo de la madre; también por su relación con lo cotidiano y sencillo
está facultado en gran medida para desarrollar amorosamente aquella inmensidad
de pequeñas y pequeñísimas cosas que representa la vida de la madre. Por el
contrario, la línea general de la madre, lo general, lo no psicológico, lo
inmutable, como también lo que constituye lo elemental de la naturaleza y está
ligado a ella- o sea la mujer intemporal- no lo encontramos en el arte, siempre
ajustado al tiempo, de la novela, sino en el ingenuo arte popular. Todo lo que
aleja a la madre del drama, la hace asequible al cuento y a la leyenda. En
ellos no se trata de figuras individuales, sino típicas. La madre del cuento es
siempre la misma madre. La inmutabilidad de su amor, la imposibilidad de
separarla del niño, lo expone al cuento sobre todo en la madre muerta; en el
fondo ningún cuento cree que la madre pueda morir. La muerte no tiene ningún
poder sobre el amor, ni sobre lo inmutable. La madre muerta del cuento vuelve
por las noches para acunara a sus hijos, o se hace representar por la amorosa
naturaleza. En las ramas del arbolito se extienden los brazos de la madre hacia
el niño huérfano y las manos de la madre le regalan. La leyenda bretona conoce
la “berceuse”, la mujer de la muerte que susurra canciones de cuna al oído de
los marineros que mueren en los barcos naufragados, las mismas que ellos
escucharon de sus madres; aquí, en la poesía popular sobre la madre, surge la
profunda relación entre el nacimiento y la muerte. Así como la naturaleza
representa a la madre, la madre también representa a la naturaleza; a veces se
llena de la esencia de la naturaleza como en el cuento de la hermosa Melusina.
Del profundo carácter natural con el que el cuento da vida a la madre, procede
también su prejuicio contra la madrastra; sólo la verdadera madre puede ser la
buena. La madrastra, no puesta por la naturaleza, es siempre mala; por el
contrario, la hermana ligada por la sangre a los hermanos representa en el
cuento el carácter maternal de la madre verdadera; así lo vemos en “Los siete cuervos” y en “Hermanito y
hermanita”. Igual que en el cuento, en la canción popular también se destaca el
factor esencial de la madre. En la canción de cuna se presenta la forma de este factor. Puesta en
los labios de la madre, proclamando todo el amor y dulzura, la canta sólo para
el niño.
[1] Federico Hebbel