sábado, 22 de septiembre de 2012

La Mujer Eterna, Cap. III, Primera Parte.



III. LA MUJER INTEMPORAL

Una época que como la nuestra da importancia a que en cierto modo ha descubierto otra vez a la madre para fundamentar únicamente en ella un nuevo derecho de la mujer, debe ver claro que con este descubrimiento ha aceptado la muy seria obligación de descender hasta las madres y preguntarles la esencia de lo maternal. Pues en esta condición extraordinariamente acentuada aparece a la vista, primero y ante todo, que la maternidad para la mujer ya no representa hoy una cosa natural como en tiempos pasados. Con ello, naturalmente, se concede la posibilidad de la mala interpretación del verdadero sentimiento maternal.
Y en efecto, este peligro es evidente. Sólo el habitante de la ciudad que un fin de semana huye al campo, sueña con la naturaleza; el campesino respira en ella. Sólo al crítico no creador le es dado hablar mucho sobre arte; para el artista mismo el arte es lenguaje. Sólo épocas sin madre llaman a la madre, pero también solo los profundamente in-maternales pueden poner a la madre como condición de la época. Pues la mujer maternal es precisamente la mujer intemporal, la que es igual en todas las épocas y en todos los pueblos. En su figura la suerte de la reina y la de la mendiga pierden contraste, y así ante su presencia desaparecen las notas espaciales de las naciones y las diferencias de las culturas más elevadas y de las más primitivas. La madre nunca puede representar para la mujer la misión especial de la época, pues  es la misión de la mujer por excelencia. Igual que no aparecerá en ella lo especial y único de una época. Ante la madre claudica todo programa del tiempo, porque el tiempo no tiene poder sobre la madre. En la figura de la virgo la mujer se encuentra sóla ante el tiempo con el hombre que ésta en él, en la madre vence al tiempo. La madre es la imagen de la inmensidad terrenal; por su felicidad como por su dolor pasan los milenos sin dejar huella. La madre es siempre la misma; la tremenda abundancia, el silencio y  la inmutabilidad de la misma concepción, de la conservación y del alumbramiento de la vida, sólo comparable al fecundo regazo de la tierra, a la que nosotros no  podemos ni condicionalmente invitar a que nos cubra de bendiciones. Pues en todas las cosas de la vida autentica y primitiva, el poder del hombre que desea y obra, sólo alcanza  hasta el primer término.

“Misteriosa a la luz del día
la naturaleza no puede ser desposeída de su velo”

El motivo que es fundamental para todo acontecimiento femenino, es también fundamental en gran medida para el acontecimiento femenino del alumbramiento. El velo que lleva la  mujer que va a casarse, la novia, el día de los esponsales, no es sólo el símbolo de su virginidad intacta, sino que también es simbólico para el acontecimiento del matrimonio, al cual sale al encuentro. El mismo velo que cubre a la novia, cubre también  la cuna de su hijo; éste es el profundo sentido de la hermosa costumbre de llevar al niño a bautizar bajo el velo nupcial de la madre. Concepción y nacimiento son la hora y el misterio de la vida, esto es, son la hora y el misterio de la mujer.
Este carácter de misterio es al que se refiere Ruth Schaumann cuando escribe en su carta “Chelion a Cletus”: “Las verdaderas mujeres son silenciosas y quieren el silencio… Muéstrame a la mujer que escriba sobre lo que le atañe… Si le concerniera, callaría, pues el callar quiere decir, aquí, vida; hablar es muerte… Siempre el misterio es fecundo, pero la revelación es el final”. Ruth Schaumann no trata aquí únicamente la penetración de nuestra propia época en la mujer intemporal. La  llamada a la madre, como la hace resonar conmovedoramente el presente –si consideramos al mismo tiempo los últimos decenios-, no representa tanto la penetración de la época en el imperio de la mujer intemporal como el estremecimiento del tiempo ante esta penetración; su fatal comienzo se encuentra en el pasado. Los discursos públicos y las discusiones sobre “el derecho a la maternidad”, sobre “el clamor pidiendo un hijo”, como lo traía la época de ayer, no interpretan únicamente el peligro interno del matrimonio y de la maternidad, sino que expresan precisamente esta amenaza. También la expresan en donde se emprendieron con la mejor intención, pues -y esto es lo trágico en el fondo-, precisamente allí demuestran que se encontraban en completa desorientación frente al autentico espacio vital de la mujer maternal, de la mujer en absoluto. Desde este punto de vista la novela y el drama conyugal pasan a una luz muy dudosa. Naturalmente, el matrimonio –como todo tema humano común importante- debe permanecer libre como objeto de la cultura auténtica; pero también el arte debe tener en cuenta los límites de aquel silencio, que aquí pertenece al campo vital de las cosas. Esto no quiere decir, como acostumbraba a objetar la época pasada, que se ponga una barrera a la construcción artística, sino que se debe ir también por el único camino artístico posible, para llegar realmente hasta las cosas. Así como la miseria de los matrimonios en conjunto, y la de los matrimonios en particular, sólo puede sanar teniendo en cuenta este espacio vital íntimamente necesario, también sólo puede representarse reconociendo artísticamente este espacio vital. Ambas opiniones, de todas maneras eran extraordinariamente difíciles para una época como la pasada que estaba acostumbrada a poner todos sus anhelos y esperanzas sólo en aquello que emprendía, practicaba y comentaba con visible actividad. Pero en este aspecto nuestra propia época se encuentra aún muchas veces en la línea del pasado. Esto se ve claro precisamente en la llamada a la madre. Como condición absolutamente justa significa el abandono absoluto que hay en el fondo. En todas las cosas de la vida verdadera y primitiva – así lo dijimos ya- la fuerza del hombre que obra y desea alcanza siempre sólo el primer término. La naturaleza elemental de madre que hay en la mujer vencería en la mayoría de los casos sobre los peligros que amenazan a la maternidad por el amor propio y la degeneración de la mujer –nuestra época ha reconocido estos peligros-; también podría romper las ligaduras que le impone la necesidad económica, si la misma naturaleza no estuviera ya encadenada.
Un encadenamiento de las fuerzas de la naturaleza que amenazan al hombre significa siempre para el hombre también la limitación de lo que le es natural. Deberá verse claro que en sí la forma más benévola en que se expone la penetración del tiempo en el imperio de la mujer temporal, el arte moderno de la medicina y de la higiene, es precisamente una penetración, es el lado positivo de un tremendo tecnicismo de las funciones maternales naturales en toda línea. La ventaja que la futura madre encuentra para sí y para su hijo en la clínica se paga con el desprendimiento del misterio del nacimiento, no sólo como acontecimiento conjunto de la familia, cuyo seno constituye el recogimiento primitivo y natural de este misterio, sino también de los auténticos temores ante aquellas fuerzas genuinas que  lo soportan. El respeto ante la naturaleza, que deberá imponer la llamada de hoy día al destino natural de la mujer, depende necesariamente de ver hasta dónde la naturaleza puede aún sentirse dueña absoluta. La desaparición del respeto ante el dominio de la naturaleza se comprende inmediatamente como anejo necesario a la dominación de la naturaleza, si junto al empleo positivo de los resultados de la ciencia también aclaramos los negativos. A la crecida posibilidad de conservar la vida del niño responde igualmente la crecida posibilidad de prescindir del niño. Así, pues, hoy ya no tenemos en todas partes ante nosotros a la mujer verdaderamente sometida y respetuosa al servicio de las fuerzas inmarcesibles de la naturaleza, sino que tenemos ante nosotros a una mujer, cuyo carácter intemporal se protege dondequiera del poder del tiempo, pero también se aprisiona; está segura, pero no está intacta. Debemos tener ante nuestra vista todo este desarrollo, si intentamos  comprender la conmovedora llamada de nuestros días a la madre.
La condición de bajar hasta la madre no puede ser idéntica a la interrogación a las distintas madres de hoy día. Sino que se trata de manifestar los testimonios supra-personales del ser y de la esencia maternal, de hacer visible la figura supra-temporal de la mujer intemporal. O sea, que pisamos otra vez el terreno de las grandes proclamaciones artísticas.
Sólo que aquí inmediatamente se nos presenta algo muy notable. Se demuestra que en el arte elevado para la imagen de la madre debemos valernos de lo que nos silencia el arte. Sobre todo,  la gran literatura dramática niega casi toda noticia sobre la madre. Shakespeare en su “Rey Lear” ha formado la tragedia del padre, pero falta la de la madre. Tenemos sólo el grito de Constanza en el “Rey Juan” y –como simple contraposición al portador masculino de la acción- las dos madres en “Coriolano”. De ellas la madre anciana expone la verdad de que la madre sólo quiere obrar y ser glorificada en el hijo; pero la madre joven es llamada “un delicioso silencio”. ¿La emotiva  belleza de este maravilloso título significa que también cabe decir del arte lo que Ruth Schaumann sabe de la mujer individual, cuando dice: “Si le concerniera, callaría”? Y así, pues,  ¿este silencio significa en el fondo que el arte sabe de la madre? En  la línea de la poesía dramática elevada muchas veces se habla en favor de ello. La verdadera hora heroica de la mujer –y todo drama auténtico gira en torno a la hora heroica- no se hace evidente con un acto visible, como la hora heroica del hombre, sino que se realiza en profundo retraimiento. De la misma manera que se oculta a las miradas, también se oculta a la forma. A esto se añade otro factor. El arte dramático no se enciende en la acción heroica, sino también en la luz propia de la figura única y su evolución. Pero la madre no es una figura única, no tiene ninguna luz propia, sino que su luz es el hijo: todo lo que tiene su centro de gravedad fuera de sí mismo es más o menos impersonal. La madre es la mujer intemporal, pues es inmutable. Su amor no se desarrolla, sino que está presente desde el primer instante; en lo inmutable no hay aumento. El amor de la madre no puede ser aumentado, pues esta posibilidad encerraría en sí la idea de que fue menor. La evolución no es característica de los diversos periodos de la vida de la madre, sino que estos periodos se asemejan al transcurso del reino de la naturaleza; primavera y otoño no son evoluciones, sino partes de un círculo infinito.
Así como la madre  en la hora del alumbramiento arriesga sin reserva su vida por el hijo, así su vida después del nacimiento ya no le pertenece a sí misma, sino al hijo. La mujer intemporal es la que se sumerge en la corriente de las generaciones; la mujer maternal es la que desaparece en el hijo.

“Ha dado a luz un hijo
para sublime felicidad y profundísimo dolor,
y ahora se ha perdido
en su deliciosa dulzura” [1]

El inmenso amor natural que fluye de la madre y que a la vez constituye el espacio vital en el cual crece el niño para convertirse en figura y persona, significa para la madre negarse a sí misma y sacrificarse hasta llegar al peligro de su propia impersonalidad y desfiguramiento; comprendido también este sacrificio en un sentido absolutamente heroico, pero a la vez exento de patetismo. Así como la hora heroica del alumbramiento se desenvuelve tras una cortina, así también el heroísmo del resto de la vida de la madre transcurre en profunda sencillez. A la habitación del parto sucede la habitación de los niños. Para la madre que da la vida hasta lo infinito, la propia vida transcurre en la inmensidad del menor afán. El heroísmo de la madre está ligado tanto al silencio como a la vida cotidiana y al término medio. Para la literatura esto significa que la forma artística que se hace asequible a la madre no es el arte de construir grandes destinos y personalidades, o sea, el arte dramático, sino el arte burgués de la vida cotidiana, la novela. Como forma representa ya aquella carencia de patetismo, la modestia y el término medio propio del destino y heroísmo de la madre; también por su relación con lo cotidiano y sencillo está facultado en gran medida para desarrollar amorosamente aquella inmensidad de pequeñas y pequeñísimas cosas que representa la vida de la madre. Por el contrario, la línea general de la madre, lo general, lo no psicológico, lo inmutable, como también lo que constituye lo elemental de la naturaleza y está ligado a ella- o sea la mujer intemporal- no lo encontramos en el arte, siempre ajustado al tiempo, de la novela, sino en el ingenuo arte popular. Todo lo que aleja a la madre del drama, la hace asequible al cuento y a la leyenda. En ellos no se trata de figuras individuales, sino típicas. La madre del cuento es siempre la misma madre. La inmutabilidad de su amor, la imposibilidad de separarla del niño, lo expone al cuento sobre todo en la madre muerta; en el fondo ningún cuento cree que la madre pueda morir. La muerte no tiene ningún poder sobre el amor, ni sobre lo inmutable. La madre muerta del cuento vuelve por las noches para acunara a sus hijos, o se hace representar por la amorosa naturaleza. En las ramas del arbolito se extienden los brazos de la madre hacia el niño huérfano y las manos de la madre le regalan. La leyenda bretona conoce la “berceuse”, la mujer de la muerte que susurra canciones de cuna al oído de los marineros que mueren en los barcos naufragados, las mismas que ellos escucharon de sus madres; aquí, en la poesía popular sobre la madre, surge la profunda relación entre el nacimiento y la muerte. Así como la naturaleza representa a la madre, la madre también representa a la naturaleza; a veces se llena de la esencia de la naturaleza como en el cuento de la hermosa Melusina. Del profundo carácter natural con el que el cuento da vida a la madre, procede también su prejuicio contra la madrastra; sólo la verdadera madre puede ser la buena. La madrastra, no puesta por la naturaleza, es siempre mala; por el contrario, la hermana ligada por la sangre a los hermanos representa en el cuento el carácter maternal de la madre verdadera; así lo vemos en  “Los siete cuervos” y en “Hermanito y hermanita”. Igual que en el cuento, en la canción popular también se destaca el factor esencial de la madre. En la canción de cuna se  presenta la forma de este factor. Puesta en los labios de la madre, proclamando todo el amor y dulzura, la canta sólo para el niño.




[1] Federico Hebbel