jueves, 13 de septiembre de 2012

La Mujer Eterna, Cap. II, Sexta Parte.


Con este reconocimiento se hace posible la justa adaptación al presente. Está claro que aquí efectivamente la época pasada penetra en la nuestra. El presente realiza sólo evidente y conscientemente lo que la época pasada realizaba inconscientemente. En realidad la mujer, según su fuerza de símbolo, ya estaba excluida cuando aún se creía incluída. Una cultura que no está frente a Dios en supremo respeto y responsabilidad, examinada a fondo ha renunciado precisamente a la presencia de la mujer; pero una mujer que se deja incluir en una tal cultura incondicionalmente y sin instinto, sólo confirma en el fondo su exclusión; su presencia es apariencia. Ya dijimos antes que la simple situación no era decisiva en la época pasada, es decir, ni aún hoy es decisiva. Con la consciente postergación de la mujer en la línea cultural, como se persigue actualmente en diversos países importantes de Europa, espiritualmente no se ha cambiado  lo más mínimo para la mujer; sólo se ha destruido la apariencia de su presencia. No hay, pues, ya ninguna posibilidad- y esto es una extraordinaria adquisición para la mujer- de poner en la realidad del equilibrio de la otra mitad, sino existiendo también efectivamente esta otra mitad; de recordar las fuerzas originales y el papel primitivo de la auténtica naturaleza femenina.
Pero en la situación de la mujer de hoy día reside también naturalmente la posibilidad de una renovada decisión sobre el erróneo camino del pasado, existe el peligro de que la mujer degenere para el hombre en sentido opuesto. No es el hombre, sino la mujer, quien debe salvar la imagen femenina amenazada; tiene que salvarla en su triple revelación, como lo imponen las disposiciones divinas; a la totalidad del hombre y mujer también responde una totalidad de la esencia de la mujer; la otra mitad de la existencia no comprende sólo, como quiere la época actual, la imagen parcial de la mujer, la imagen de la mater, sino también la de virgo y sponsa. La sponsa que ante el hombre representa conjuntamente virgo y mater, expone  en esta representación la totalidad de la imagen femenina. A la totalidad de la imagen responde la totalidad de la misión. La  sponsa no es sólo compañera e la vida masculina, sino también del espíritu masculino; a la auténtica mujer no le interesa nunca sólo una parte del hombre y su mundo, sino que de la misma manera que quiere su persona completa, quiere también una participación en toda la esfera de su vida. Sólo por medio de esta plena participación puede ser ella aquello para lo cual la puso Dios: la otra mitad de la existencia. Si en el último extremo la simple situación de la mujer frente al hombre no es decisiva, su posición al lado del hombre es de la más alta y universal importancia.
Toda crítica fecunda supone esencialmente un momento de asentimiento. De la misma manera que también en la última época pasada hubo tanto del lado del hombre como de la mujer grandes figuras espirituales, que  en sujeción personal a Dios, sobresaliendo de su época se hallaban “inmediatas a Dios”, así también entre todo lo equivocado y fallido de aquel período hubo impulsos y elevaciones que en el sentido de Ranke eran “inmediatos a Dios”. De la misma manera que en el impulso del movimiento feminista, en su afán hacia las fuentes residía una verdad inalienable. La época pasada abrió a la mujer fuentes espirituales que nunca más deben agotarse, pues no fluyen únicamente hacia las profesiones de la mujer, sino también hacia su misión. Pero lo que realmente es misión femenina no lo enjuicia ni la voluntad absoluta del hombre, ni la voluntad propia de la mujer, sino que aquí también valen las palabras de San Agustín: “Ama a Dios y haz lo que quieras.” Para la mujer que se encuentra en la sujeción a Dios en la línea del fiat, en cualquier parte que sea, se podría dar otro sentido a estas palabras y, sin embargo, esencialmente decir con la misma intención: “Sé verdaderamente mujer y haz lo que quieras”. Se trata sólo de poner el sello a estas palabras cuando remitimos otra vez al verdadero período cumbre de la mujer alemana, a la  época de los grandes Otones con la que coincidía la más elevada formación espiritual, por lo menos de la mujer individual, y la libertad de su intervención en la cimentación religiosa de toda una época.
En este recuerdo histórico se ve claro el camino a seguir en el futuro. Es el mismo que tiene Berdiaeff a la vista cuando en su libro “La Nueva Edad Media” habla del “papel infinitamente lleno de importancia” de la mujer, de su “gran papel en el despertar religioso de nuestra época”. “Pero la creciente importancia de la mujer para la época histórica venidera”, continua Berdiaeff, “no tiene nada en común con una continuación del movimiento moderno de emancipación de la mujer, que intenta equiparar la mujer al hombre y llevarla por caminos masculinos. Esto ha sido un movimiento anti-jerárquico nivelador… No es la mujer emancipada equiparada al hombre, sino el eterno femenino, lo que adquirirá mayor importancia en el período venidero de la historia. La mayor importancia que Berdiaeff profetiza aquí a la mujer, el nuevo significado de la mujer a que también aluden estas líneas, es claramente distinto al significado pasado. Se trata de que el reflejo de lo femenino pueda hacerse otra vez visible a la faz del hombre creador, se trata de la reimplantación del mysterium caritatis como ordenación divina, en la que el hombre y mujer, dondequiera que sea, puedan encontrarse creando; se trata de restaurar la totalidad de la existencia en el espejo de la cultura, para su auge y renovación, o bien – en caso de que fracase su restauración- para su caída definitiva.
La destrucción  de las relaciones de totalidad de la existencia, el situar con carácter absoluto las distinta partes por el todo, significa siempre e innegablemente tanto la destrucción de las distintas partes como del todo. Ya vimos que la traición al mysterium caritatis es siempre doble. La exclusión de la mujer según su simbolismo significa la exclusión del fiat mihi –o sea, de lo religioso-, lo que tiene lugar por la soberbia del hombre que se ensalza a sí mismo; pero también puede tener lugar por la mujer que niega su símbolo. Ambos peligros se han hecho gigantescos hoy día. No hay que confundirse; una cultura que se niega consecuentemente a aceptar a Dios como su más elevada ley y su más elevado fin, deberá aceptarlo como su juicio y caída. Toda eternidad tiene el doble carácter de que, o bien expone la consumación religiosa de la época o la consumación de la época como tiempo final; el Apocalipsis es la suprema forma en que una cultura agonizante señala más allá de ella.
Al Apocalipsis final anteceden los apocalipsis de los distintos círculos de cultura, y sólo de éstos puede hablarse aquí. No debe imaginarse su iniciación en medio del fulgurante esplendor de una trascendente tempestad de ángeles; sólo la anunciación de los últimos tiempos es de grandeza visible, pues su anunciador se encuentra aún en las uniones eternas; precisamente éstas le permiten la visión profética. La consumación de las profecías, si concerniera a nuestro propio círculo de cultura, sólo expondría en gran cantidad y masa una ruina de extraordinarias dimensiones, pero internamente expondría toda la carencia de grandeza del aniquilamiento y del ser aniquilado. El mundo de los jinetes del Apocalipsis no es la guerra como destino masculino heroico, ni tampoco el hambre como negación de la naturaleza, o de la enfermedad y la muerte como el imperio de las fuerzas elementales, sino también puede ser la obra de la irresponsabilidad ideológica comercial y del espíritu investigador ateo. Sabemos hoy que estos dos son capaces de destruir cosechas enteras y de envenenar pueblos enteros. Pero la mujer en el tiempo, que será la mujer de las épocas, no es “la gran prostituta de Babel” del Apocalipsis, la demoníaca seductora de reyes  renegados, sino que es el pequeño espíritu femenino de cada día que sale de la ordenación divina, la mujer que ha dejado de existir como portadora de su símbolo eterno.
Dijimos que la ausencia de una parte de la realidad provoca siempre una vacilación en la imagen de la otra parte. El mundo de los jinetes apocalípticos es en el fondo el mundo sin la mujer –no es el mundo del hombre, sino que es el mundo en el cual ya no hay tampoco un fiat mihi para el hombre, no hay cooperación de la criatura con Dios-,  es el mundo que a merced del hombre toma carácter destructivo. Culturas incapaces de vivir no fenecen por muerte natural, sino que son estranguladas. En la entrada de los jinetes apocalípticos se continúa la línea trágica de una cultura que se ha hecho parcial, tanto hacia la tendencia inmanente como hacia la trascendente, con una consecuencia implacable; la desintegración del edifico mundial externo no hace sino rematar el desquiciamiento de los fundamentos.
Aun oscilan los platillos. El profundo consuelo que la mujer puede aún proporcionar a la Humanidad actual es la fe en el inconmensurable efecto de las fuerzas ocultas, la inquebrantable certeza de que no sólo sostiene y mantiene a este mundo un puntal visible, sino también uno invisible. Cuando todas las fuerzas de este mundo se hayan agotado en vano, y hoy día casi nos encontramos en este caso, dada la miseria en que está el mundo, entonces también sonará la hora del otro mundo para la Humanidad que se ha vuelto atea. Pero la fuerza creadora divina que debe brotar del cielo para renovar la tierra, sólo puede brotar del cielo si desde la tierra le sale al encuentro otra vez la fuerza religiosa, la disposición del fiat mihi. La hora de la ayuda de Dios, la hora de la mujer, la hora de la cooperación pura de la criatura a la obra del Creador único.  ¡Que la mujer no deje pasar su hora que se aproxima! En el trágico camino entre el cielo y el infierno por el que camina la Humanidad actual, necesita los mismos acompañantes a los cuales se confió Date en el mismo peligroso camino. La visón por todos los abismos y escalas de la existencia que el poeta y vidente le abre, halla el camino hacia el Paraíso con el encuentro de la mujer amante que tiene su mirada puesta en Dios. El poema más grande de todos los tiempos es a la vez la mayor proclamación supratemporal y la demostración eternamente válida del significado creador del mysterium caritatis