De la doble totalidad resulta además que la traición hecha al mysterium caritatis es siempre doble. Las cosas están entrelazadas indisolublemente. El hombre creador que ya no concede a Dios el honor se exalta a sí mismo, y entonces junto con lo religioso debe excluir prácticamente también lo femenino en la línea de la cultura. En la sola pretensión de cultura del hombre, tanto por el lado inmanente como por el trascendente, se desquicia la totalidad de la existencia.
En esta relación entra en una luz completamente nueva el que culturas decadentes se muestren siempre como moralmente frágiles: infidelidad conyugal y divorcio aparecen como otras formas de la separación del hombre y la mujer; están en relación inmediata con la separación espiritual de ambos, y no solamente porque ofrecen al arte temas destructores, sino en un sentido mucho más profundo. La infidelidad conyugal simboliza la traición al mysterium caritatis y el divorcio la legaliza. En la pretensión de la cultura exclusiva del hombre, éste repudia al mismo tiempo a la sponsa de su espíritu, igual que en la infidelidad y en el divorcio repudia a la sponsa de su vida. En adelante está solo; la cultura entra en la época de aquellos aislamientos funestos y estériles que señala el presente como el individualismo, ciertamente sin reconocer sus más profundos fundamentos. El aislamiento del individuo, que con razón acusa y condena, es sólo la estribación de un desquiciamiento del mundo fundamental, y a la vez es el último embate apagado de un maremoto de inmenso alcance. La ausencia de una mitad de la existencia tiene, pues, para la vida, un significado análogo a la herejía para la Iglesia. La herejía siempre surge de la parcialidad y el aislamiento; imponiendo una parte como absoluta para el todo falsea la verdad. Aquí otra vez se hace visible la imagen de la Mujer Eterna sobre el destino de la mujer en el tiempo. María, como vencedora de la herejía según la doctrina de la Iglesia quiere decir en la línea del mysterium caritatis el establecimiento de la totalidad querida por Dios.
La cultura masculina parcial no significa únicamente, para las épocas en que aparece, la ausencia de todos los rasgos femeninos. También en vez de la fe en las fuerzas ocultas, pone su confianza en la desnuda evidencia, sea violencia en lo espiritual, sea ostentación en lo espiritual. Pasando por esto significa también la exageración de las cualidades masculinas, su desfiguración a la faz del hombre como único presente. La ausencia de una parte de la realidad provoca -y esto es extraordinariamente importante- una vacilación particular en la imagen de la otra parte.
“Pues donde yo soy tuyo, es cuando soy completamente mío”, leemos en los sonetos de Miguel Ángel a Vittoria Colonna. La exageración de los rasgos masculinos en la línea cultural expone en la interpretación negativa la confirmación de estas palabras. Toda imagen -ya lo vimos antes- tiene su sentido y su misión sólo dentro del todo. Aquellas épocas que excluyen a la mujer de la cultura reconocen, pues, en el fondo sólo su forma negativa, pero a veces es impresionante ver que precisan necesariamente a la mujer. La exclusión o postergación de la mujer por la intención del hombre no representa nunca por eso la verdadera desgracia; la opinión del hombre afecta aquí sólo a la cuestión de los hechos, no de la esencia. También la sponsa repudiada permanece sponsa y en la repudiación es inmensamente significativa, pues -precisamente como sponsa- se encuentra en la eterna ordenación de la vida de la mujer, a pesar de todo, como “la otra mitad” del hombre. El sacramento del matrimonio como forma elevada y verdadera consagración del mysterium caritatis aparece entonces en su inflexible carácter de majestad y santidad cuando el matrimonio está en más peligro; la mujer divorciada permanece sponsa, continúa siendo la otra mitad del hombre, porque lo es ante Dios. En la indisolubilidad del matrimonio unido sacramentalmente se refleja sólo el papel de los sexos en el cosmos. Su indisolubilidad significa –vista metafísicamente- la inseparabilidad de las dos esferas de la existencia coordinadas ambas entre sí, el hecho original de que Dios precisamente hizo irrevocablemente femenina una mitad de la existencia.
Sólo que la repudiación de la mujer por el hombre nunca tiene lugar sin complicidad de la mujer. Mucho peor que el hombre que quebranta el mysterium caritatis espiritual, es la mujer que fuerza la ordenación divina de la vida femenina. En este aspecto la última época pasada fue interesante. Se ha intentado interpretarla en el juicio de que la mujer se había masculinizado. Pero esto es verlo muy superficialmente. Es verdad que la mujer tenía entonces las mayores posibilidades de implantar en todas partes el peso de su naturaleza femenina, y hoy se impone la opinión de que si bien en la época pasada la mujer fue visible, no fue en el fondo eficaz. Esto no significa una crítica a la mujer en particular, ni tan siquiera es critica categórica para la época. “El que no honra a su pasado, dice Ricardo Wagner, no tiene futuro.” Vistas a cierta distancia las épocas, a veces se aproximan asombrosamente. Se pueden pensar que generaciones futuras nos considerarán a los que de hoy ligados a aquella época que actualmente es tan condenada. Aún compartimos con ella la creencia en las simples situaciones, pero en el fondo interesa sólo la esencia que domina estas situaciones.
Primeramente deberá hacerse ver que la intervención de la mujer, como la presenta la última época pasada, surgió de una profunda ruina de la esencia femenina. La unión religiosa de la familia estaba destruida y con ello el terreno genuino de la mujer, que también para la soltera podía ofrecer de desarrollo absoluto mientras desde allí se le mantuviera abierta la visión de los valores supremos. La iniciación del movimiento feminista –sus motivos económicos quedan excluidos de esta consideración- espiritualmente estaba determinado por el letargo y la estrechez de la familia burguesa. Las mujeres de aquella época pedían a gritos espiritualidad y amor, debido a la miseria de sus almas vacías, y esto significaba su profunda e imponente tragedia. Buscaban la intervención femenina en el mundo del hombre fuera de la familia que ya no podía recogerla y satisfacerla.
Al letargo y estrechez de la familia burguesa respondía una familia popular y una familia de los pueblos que igualmente estaba destruida por la disolución de las obligaciones religiosas. Pero esta destrucción coincidía con inauditas tareas nuevas en el sentido de la seguridad de la existencia y de la cultura. En la situación de miseria y de lucha externa e interna que resultaba el desarraigo espiritual y material tanto del individuo como de las masas, la mujer se impuso, presta a la ayuda. Aquí, pues, la mujer, viviendo la propia miseria, llegó hasta la miseria de todos, ella llegó –y esto será siempre una página de honor en su historia- hasta la idea de la responsabilidad social. La responsabilidad, como casi toda idea grande palpitante del presente, es herencia religiosa cristiana. En la idea de la representación ya reconocíamos su forma primitiva, ligada por lo sagrado. Visto en esta relación apenas aún perceptible, se hace claro el positivo y autentico impulso femenino; pero desde un principio también se ve claro por qué los resultados de este impulso tuvieron que quedar muy atrás de las esperanzas y los anhelos. La suerte del movimiento feminista expone sólo una parte del destino de la época. Era necesario. En vez de renovar el fundamento de la vida común, se intentó reforzar los muros externos del edificio. Ya la iniciación de la cuestión social como cuestión independiente señala la degradación de la cultura. No se puede ordenar tampoco lo social partiendo de lo social, sino que sólo se puede hacer partiendo del espíritu. En vez de recoger la gran línea cultural del problema común y continuarla, se combatieron problemas parciales de interés especial; en vez de salvar sobre todo el espíritu mismo, se creyeron obligados primero a asegurar sus posibilidades. La miseria común que la mujer encontraba en el mundo se basaba en la misma miseria que la había hecho salir de la familia. En lo espiritual y en lo social la mujer de entonces podía implementar su fuerza; pero si logró implantar su esencia, tanto en la familia como en el mundo exterior en que penetró, es exclusivamente una cuestión de su posición en cuanto a las ordenaciones eternas de la existencia.
La mujer sólo puede implantar lo femenino como portadora del símbolo femenino. El símbolo femenino de la mujer es el velo, el signo de la desposada. El papel cultural de la mujer que se atiene a las disposiciones eternas es el de sponsa del espíritu masculino. Sólo que el sentido para las disposiciones eternas ya estaba destruido. De la degradación de la vida espiritual se siguió necesariamente también la degradación de la comunidad esencial del hombre y la mujer. En lugar del intercambio palpitante de las fuerzas apareció la organización, en lugar de la unión natural y querida por Dios apareció la que tenía carácter de convenio; en lugar del misterio, la negociación. La profunda unión se convirtió en una agrupación de servicio; incluso en ocasiones llegó a degenerar en contraposición.
La época de la pujanza del movimiento feminista coincidió con la invención de la insensata expresión “lucha de los sexos”. Sería una profunda falta de veracidad y una injusticia hacer responsable de esto al movimiento feminista; donde esta lucha con seguridad no se quiso y tampoco se llevó a cabo, surgió por su causa una zona de peligro que expone la correspondencia femenina de las actuales asociaciones masculinas.
Y, sin embargo, el verdadero y mayor peligro de la mujer no se encontraba en esta línea de negación, sino en la dirección opuesta; el velo no es solamente el símbolo de la sponsa del hombre, sino de la sponsa Christi. Ya dijimos antes que la mujer de aquella época era visible, pero en el fondo no era eficaz. Esto significa que también al hacerse visible externamente, la mujer debe permanecer representante de las fuerzas invisibles. La frase “plus une femme est sainte, plus elle est femme” también puede decirse a la inversa; el verdadero papel femenino en toda situación está innegablemente ligado a su carácter religioso. La elevada analogía, casi sobrecogedora, que la Iglesia establece entre el matrimonio de hombre y mujer y la parábola de la unión con Cristo con la Iglesia, tiene el profundo sentido de inculcar a la mujer que la sponsa del hombre debe ser sponsa Christi, que pertenece a Dios. Aquí las conocidas palabras de San Pablo sobre la sumisión de la mujer a su marido adquieren su más profundo significado. Precisamente exigiendo la subordinación en el sentido religioso, asegura la libertad interna en la entrega; la conciencia de pertenecer a Dios debe protegerla de sí misma. Pues el peligro de la mujer no es de manera alguna sólo la entrega fallida, sino también la exagerada; el mysterium caritatis, como ya vimos, también puede degenerar. La entrega exagerada de la mujer al hombre amenaza siempre donde la unión con Dios se ha relajado o se ha disuelto. La relación de la mujer con el hombre absorbe entonces a la vez también aquello que es de Dios. Así, en su relación con el hombre aparece la misma soledad y suprema carencia de horizontes que ya reconocimos como mortal en la cultura puramente terrenal; en una cultura semejante se refleja sólo la degeneración del mysterium caritatis. La verdad que atañe sobremanera a nuestra época es la de que sin las uniones eternas no sólo se pierde la eternidad, sino también lo temporal. Para la mujer de la última época eso significa que lo que en un principio estamos inclinados a tratar como la masculinización de la mujer, al observarlo de cerca se demuestra más bien como naturaleza femenina desenfrenada. También hay una sumisión de la mujer que denuncia y entrega al hombre a su propio desenfreno. La llamada mujer “masculinizada” presenta sólo un tipo de la mujer entregada al hombre en el espíritu de la ordenación divina. La ordenación divina que en todo lugar y circunstancia se impone en donde se encuentran el hombre y la mujer es, precisamente, el mysterium caritatis en su profunda reciprocidad de dar y tomar. En donde termina la mujer entregada al hombre, fuera ya de la ordenación divina, comienza la mujer abandonada al hombre. Compárese con la llamada mujer masculinizada de las heroínas de las novelas de la misma época e inmediatamente se reconocerá la línea unificada; también la mujer que se mantenía entonces en la familia presenta la mayoría de las veces el mismo tipo. De la misma manera que ésta se extravió en el mundo de los sentidos y sentimientos hasta el hastío y la saciedad del hombre, aquí en la línea espiritual se entregaba con aquella incondicionalidad y desenfreno que equivalía a una traición al mysterium caritatis, una traición a sus fuerzas y posibilidades de intervención más genuinas. Buscaba su participación en el mundo espiritual del hombre y cayó en sus simples métodos; buscó espacio en el mundo social para desenvolver sus más profundas posibilidades y se dejó insertar en su aparato como miembro; sucumbió de forma doblemente fatal como mujer precisamente a las parcialidades, errores y peligros de los que adolecía el hombre de entonces. La falta no estaba en los fines del movimiento feminista y en las situaciones creadas por él, sino en el carácter de la época, en su vida espiritual que ya no conocía ninguna unión suprema ni ninguna suprema dirección a un fin.
Con ello ya se ha señalado el final. Otra vez una mirada a la literatura contemporánea nos señala el camino. Las historias de amor y las conyugales de sus novelas terminan con desconsoladora uniformidad casi siempre con la ruptura del amor y del matrimonio; al hombre que en infidelidad y divorcio repudia a la sponsa, responde la mujer que destruye el amor y el matrimonio. La mujer degenerada para el hombre ya no se entrega, sino que se abandona, ya no tiene nada más que dar, ya no es la otra mitad del hombre, sino que deja de existir. Aferrándose exclusivamente al otro polo, excluye el suyo propio; el mysterium caritatis en su profunda reciprocidad se apaga y con ello la fecundidad de la relación. La exclusión de la mujer en la línea espiritual del hombre significa la misma consecuencia, como aparece en la ruptura de aquellos matrimonios.