domingo, 2 de septiembre de 2012

La profecía de la destrucción de Jerusalén y del Templo en Lc XXI

Los capítulos XXI de San Lucas, así como el XXIV de San Mateo y el XIII de San Marcos, han dado mucho que hablar durante muchos siglos. El presente análisis pretende, sin embargo, estudiar sólamente una parte de la profecía de Nuestro Señor tal cual se encuentra en San Lucas y que versa sobre los sucesos anteriores a la destrucción de Jerusalén y a constatar su perfecto cumplimiento en la historia.
Si bien tenemos mucho por decir, sin embargo, no entraremos en los detalles comparativos de este discurso con el que traen San Mateo y San Marcos a fin de no alejarnos de nuestro objetivo inmediato.

Los versículos en cuestión son los siguientes:

8. Y El dijo: "Mirad que no os engañen; porque vendrán muchos en mi nombre y dirán: "Yo soy; ya llegó el tiempo". No les sigáis.
9. Cuando oigáis hablar de guerras y revoluciones, no os turbéis; esto ha de suceder primero, pero no es enseguida el fin."
10. Entonces les dijo: "Pueblo se levantará contra pueblo, reino contra reino.
11. Habrá grandes terremotos, en diversos lugares, hambres y pestes; habrá también prodigios aterradores y grandes señales del cielo.
12. "Pero antes de todo esto, os prenderán; os perseguirán, os entregarán a las sinagogas y a las cárceles, os llevarán ante reyes y gobernadores a causa de mi nombre;
13. esto os servirá para testimonio.
14. Tened, pues, resuelto, en vuestros corazones no pensar antes cómo habéis de hablar en vuestra defensa,
15. porque Yo os daré boca y sabiduría a la cual ninguno de vuestros adversarios podrá resistir o contradecir.
16. Seréis entregados aún por padres y hermanos y parientes y amigos; y harán morir a algunos de entre vosotros,
17. y seréis odiados de todos a causa de mi nombre.
18. Pero ni un cabello de vuestra cabeza se perderá.
19. En vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas.
20. "Más cuando veáis a Jerusalén cercada por ejércitos, sabed entonces que su desolación está próxima.
21. Entonces, los que estén en Judea, huyan a las montañas; los que estén en medio de ella, salgan fuera; y los que estén en los campos, no vuelvan a entrar;
22. porque días de venganza son éstos, de cumplimiento de todo lo que está escrito.
23. ¡Ay de las que estén encintas y de las que críen en aquellos días! Porque habrá gran apretura sobre la tierra, y gran cólera contra este pueblo.
24. Y caerán a filo de espada, y serán deportados a todas las naciones, y Jerusalén será pisoteada por los gentiles hasta que el tiempo de los gentiles se cumpla.


Para gran parte de esta profecía dejemos hablar a Bossuet[1], el cual, desarrollando todos estos sucesos dice:

“En primer lugar, Jesús había señalado pestes, hambres y terremotos (Lc XXI, 11), y efectivamente las historias dan fe que estas cosas jamás fueron ni tan frecuentes ni tan notables como en esos tiempos. En los últimos siete años de Nerón, puede decirse literalmente que el suelo temblaba por todas partes. En los años 61 y 62 de la era vulgar terremotos estremecieron el Asia, Acaya y Macedonia; las ciudades de Hierápolis, Laodicea y Colosas los sufrieron particularmente (Tácito, Ann. XIV, 27). En el año 63 sucedieron en Italia; la campiña de Nápoles abrigaba ya esos fuegos terribles que, dieciséis años más tarde, ocasionaron la primera erupción histórica del Vesubio. Se manifestaron por sacudidas subterráneas. Nápoles y Nocera fueron alcanzados, Pompeya fue prácticamente destruida, Herculano lo fue en parte; esto no era más que el preludio de su ruina. El terror fue universal en la Campania; los hombres se volvieron locos de miedo (Tácito, Ann. XV, 22). Parecía pues que el suelo se estremecía por todas partes y los cristianos se acordaron de las palabras del Señor: et terrae motus magni erunt per loca. El año 66 fue testigo de otro género de desgracia. La desdichada Campania fue afligida esta vez por trombas de viento que devastaron casas, arbustos, cosechas. Estas inclemencias llegaron hasta Roma, y en la ciudad misma, sin perturbación visible alguna de la atmósfera, una enfermedad pestilente despobló todos los rangos sociales. Según el testimonio de Tácito (Ann., XVI, 13) y de Suetonio (in Ner. 39), las casas estaban llenas de cadáveres, las calles repletas de cortejos fúnebres. Hombres y mujeres, niños y ancianos, esclavos y libres, perecieron igualmente. En un solo otoño, el tesoro de Venus Lebitina registró treinta mil muertos[2].
Junto con el pronóstico de las catástrofes naturales, se manifestaron también los pronósticos anunciados de prodigios aterradores en el cielo y de signos extraordinarios: terroresque de coelo, et signa magna erunt (Lc. XXI, 11). Josefo (de Bello Iud. I. VII, c. 12) y Tácito (Hist., V, 13), nos cuentan que durante todo un año, se vio volar sobre Jerusalén, un meteoro siniestro en forma de espada, y (como dijo Josefo mismo, esto parecería una fábula más allá de toda creencia si no estuviera garantizada por una multitud de testigos oculares), que en ese tiempo aparecieron por todo el país, un poco antes de la salida del sol, escuadrones de carros de caballeros armados, atravesando las nubes, corriendo a través del aire, y acampando alrededor de la capital. “Es también tradición constante atestiguada en el Talmud y confirmada por todos los rabinos que, alrededor de cuarenta años antes de la catástrofe, no cesaba de verse cosas extrañas en el Templo. Todos los días aparecían nuevos prodigios, de suerte que un famoso rabino exclamó un día: “¡oh Templo!, ¡oh Templo! ¿Qué es lo que te conmueve y por qué estás asustado?” ¿Qué cosa más marcada que ese ruido horrible que fue escuchado por los sacerdotes en el santuario el día de Pentecostés y esa voz que salía del fondo deste lugar sacro: “¡salgamos de aquí, salgamos de aquí!”? Si bien este prodigio no fue escuchado más que por los sacerdotes, he aquí otro que relució a los ojos de todo el pueblo: cuatro años antes de haberse declarado la guerra, un paisano llamado Jesús, dice Josefo, se puso a gritar: “Voz de Oriente, voz de Occidente, voz de los cuatro vientos; voz contra Jerusalén y contra el Templo, voz contra los nuevos esposos y las nuevas esposas, voz contra todo el pueblo”. Desde entonces no cesó de gritar ni de día ni de noche: “¡Ay de Jerusalén!” Los días de fiesta redoblaba sus gritos. Jamás salía otra palabra de su boca: aquellos que se compadecían dél, que lo maldecían, que satisfacían sus necesidades, jamás oían de sus labios más que estas terribles palabras: “¡Ay de Jerusalén!” Fue prendido, interrogado y condenado a los azotes por los magistrados; a cada golpe y a cada pregunta respondía sin quejarse nunca: ¡Ay de Jerusalén! Tenido como loco fue liberado y recorrió todo el país repitiendo sin cesar su triste predicción. Continuó durante siete años gritando désta forma sin detenerse y sin que su voz jamás se haya debilitado. Durante el último sitio se encerró en la ciudad dando vueltas sin cesar sobre las murallas y gritando con todas sus fuerzas: ¡Ay del Templo, ay de la ciudad, ay de todo el pueblo! Al fin agregó: ¡Ay de mí! Y en ese instante fue arrastrado por un golpe de piedra lanzado por una máquina”.
Hasta aquí lo que había sido predicho: “habrá también prodigios aterradores y grandes señales del cielo”. En cuanto a la confusión, a los rumores de guerra, al levantamiento de nación contra nación y de reino contra reino (Lc XXI, 9-10): “esto se verificó a la letra en los últimos años de Nerón, cuando el imperio romano, tan pacífico desde la victoria de Augusto y bajo el poder de los emperadores, comenzó a tambalearse, y se vio a las Galias, España y todos los reinos que componían el imperio, que se conmovieron de repente: cuatro emperadores (Galba, Otón, Vitelio, Vespasiano) se sublevaron contra Nerón y entre ellos, casi al mismo tiempo; las cortes pretorianas, los ejércitos de Siria, Germania, y todos aquellos esparcidos en Oriente y Occidente luchaban entre ellos, y atravesaban el mundo de un extremo al otro, a fin de decidir sus diferencias por medio de cruentas batallas. En veintidós meses, Italia fue invadida dos veces, Roma fue tomada dos veces, y la segunda por asalto; guerra sobre el Rin, guerra sobre el Danubio, guerra sobre el mar Negro, guerra al pie del Atlas, al mismo tiempo que sobre el Tíber; jamás, tal vez, por razones tan diversas, se había visto agitarse tanto a las naciones, padecer tanto las comarcas, morir tantos hombres”.
“…Estad en guardia, había agregado Jesús, queriendo significar con esto que también la Iglesia, siempre afligida desde su fundación, vería encenderse contra ella la rabia del infierno, más violenta que nunca. Seréis entregados a las torturas, os matarán, seréis odiados de todos a causa de mi nombre (Lc. XXI, 12 ss). Esto se verificó punto por punto, y particularmente en Roma, donde Nerón desencadenó la primera de las diez grandes persecuciones cuyos horrores describió Tácito, y que quitó la vida a los príncipes de los Apóstoles San Pedro y San Pablo.
Pero las calamidades más grandes cayeron sobre los judíos, quienes por sus turbulencias y furores prepararon su propia ruina, a la que los falsos cristos y falsos profetas anunciados por Jesús debían precipitar irremediablemente: “Y El dijo: Mirad que no os engañen; porque vendrán muchos en mi nombre y dirán: "Yo soy; ya llegó el tiempo". No les sigáis (Lc XXI, 8). De hecho nunca hubo tantos como en los tiempos posteriores a su muerte. “Sobre todo cerca del tiempo de la guerra de la Judea, y bajo el reino de Nerón que la había comenzado, Josefo nos hace ver una infinidad destos impostores que llevaron al pueblo al desierto por medio de vanos prodigios y secretos de magia, prometiéndoles una pronta y milagrosa liberación. Es que, en efecto, uno de los signos más terribles de la ira divina es cuando, como castigo de nuestros pecados pasados, nos abandona a nuestro sentido réprobo, de suerte tal que somos sordos a todas las sabias advertencias, ciegos a las voces de salvación que se nos muestran, prontos a creer todo lo que nos pierde, con tal que nos adule y audaces para hacer de todo sin medir jamás nuestras fuerzas con las de nuestros enemigos a los que irritamos. Y esto es lo que les debía pasar a los judíos pues, aunque su rebelión haya traído sobre ellos los ejércitos romanos, Tito no quería destruirlos; al contrario, a menudo les ofreció el perdón, no solo al comienzo de la guerra sino también cuando ya no podían escapar de sus manos. Había construido alrededor de Jerusalén una larga y vasta muralla equipada de torres y reductos tan fuertes como la misma ciudad, cuando les envió a Josefo su conciudadano, uno de sus capitanes, uno de sus sacerdotes, que había sido capturado en esta guerra defendiendo a su país. ¡Y qué no les dijo para que se conmovieran! ¡Con cuán serias razones los exhortó a que obedecieran! Pero, seducidos por sus falsos profetas, no escucharon nada. Estaban reducidos al extremo; el hambre mataba más que la guerra y las madres comían a sus hijos[3]. Por su parte, Tito, compadecido de sus males, puso a sus dioses como testigos de que él no era la causa de tantos horrores y sin embargo ellos se aferraron una vez más a las falsas profecías que les prometían el imperio y el universo. Todavía más: habiendo sido tomada la ciudad y estando el fuego por todas partes, estos insensatos siguieron creyendo a los falsos profetas que les aseguraban que había venido el día de la salvación, a fin que resistieran hasta el final y que no hubiera ya más misericordia para ellos”.

Hasta aquí las palabras del docto obispo francés.

El cumplimiento de los versículos 8 a 11 queda claramente demostrado. Con respecto a los versículos 12 y ss podemos agregar dos cosas:

1) Jesús indica que la persecución a los discípulos iba a comenzar antes de todos esos signos, lo cual se cumplió a la letra.

2) En segundo lugar los exégetas no dejan de notar la similitud entre lo dicho en Lc XXI y el martirio de San Esteban:

Lc XXI, 15: Porque Yo os daré boca y sabiduría a la cual ninguno de vuestros adversarios podrá resistir o contradecir.

Hech. VI, 10: Más no podían resistir a la sabiduría y al espíritu con que hablaba.

Con respecto al versículo 20 cabe notar que hubo dos sitios a Jerusalén muy diversos entre sí, y ambos fueron profetizados por Nuestro Señor, todo lo cual puede comprobarse fácilmente a través de la historia.
El primero déllos tuvo lugar el año 66 y estuvo a cargo de Cestius Gallus, gobernador de Siria, mientras que el segundo fue comandado por Tito en el año 70 (que comenzó en el año 67 con su padre Vespasiano, el cual lo dejó a cargo cuando se enteró de la muerte de Nerón y tuvo que marchar a Roma para ser proclamado Emperador); pero hubo entre ellos una gran diferencia y fue que en el primero el sitio fue parcial, mientras que en el segundo fue total y no hubo forma de escapar.


I sitio: Lucas XXI

   20. "Más cuando veáis a Jerusalén cercada por ejércitos, sabed que su desolación está próxima.
21. Entonces, los que estén en Judea, huyan a las montañas; los que estén en medio de ella, salgan fuera; y los que estén en los campos, no vuelvan a entrar;

II Sitio: Lucas XIX

   43. “Porque vendrán día sobre ti, y tus enemigos te circunvalarán con un vallado, y te cercarán en derredor y te estrecharán de todas partes;
44. derribarán por tierra a ti, y a tus hijos dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no conociste el tiempo en que has sido visitada”.

En el segundo sitio Tito combatió con mucho ardor y circundó de tal forma la ciudad que fue imposible escapar, pero nada de esto pasó en el primero: Cestius acampó a cincuenta estadios de Jerusalén y si bien su ejército se desplegó todo en rededor, sin embargo sus soldados no hicieron trincheras y combatió tan negligentemente que perdió la oportunidad de tomar la ciudad. Además Cestius levantó pronto el sitio y ordenó una retirada que terminó siendo un desastre para los romanos, lo cual motivó que durante los 4 o 5 meses que pasaron hasta la invasión del ejército de Vespasiano (es decir desde el otoño de 66 hasta la primavera del 67), muchos pudieron escapar como lo atestigua la historia (Lc. XXI, 21).[4]
Así pues Jesucristo distinguió netamente dos sitios: uno en el cual la ciudad sería rodeada de trincheras (Lc. XIX, 43) y el otro donde sería solo sitiado por ejércitos (Lc. XXI, 20).

El vers. 22, por su parte, indica que todo esto ya estaba profetizado. Creemos, por más de una razón, que el lugar al que alude Nuestro Señor es la célebre profecía de las Setenta Semanas de Daniel cuando dice:

26. Al cabo de las sesenta y dos semanas será muerto el Ungido y no será más. Y el pueblo de un príncipe que ha de venir, destruirá la ciudad y el Santuario; mas su fin será en una inundación; y hasta el fin habrá guerra (y) las devastaciones decretadas.

Por último el vers. 24 indica la deportación de los judíos a todas las naciones, es decir la diáspora, la cual dura hasta el día de hoy, y de la cual la restauración política no es sino una tenue sombra de la futura, plena y total restauración que tendrá lugar con la Parusía. Mientras tanto, Jerusalén seguirá pisoteada por los gentiles hasta que su tiempo se cumpla.




[1] Historia Universal, II parte, c. XXI-XXII. Citado por Billot, La Parusie, art. 2. Algunos paréntesis nuestros.
    
    [2] De Champagny, Rome et la Judée, t. 1, c. 11.

   [3] No está de más citar aquí una de las páginas más desgarradoras que se hayan escrito jamás. Josefo en su cap. V de la Historia de los Judíos (citado por Eusebio Hist. Eccl. Libro III cap. 6) nos narra el siguiente suceso: “Una mujer, de nombre María, hija de Eleazar, de la región situada al otro lado del Jordán, de la aldea de Bathezor, vocablo que significa “casa de hierba”, ilustre por su cuna y por sus riquezas, habiéndose refugiado en Jerusalén, estaba asediada juntamente con la restante multitud de los hombres. Ya los tiranos habían robado todos los utensilios, que desde la orilla del Jordán había traído apresuradamente y reunido en la ciudad. Cayendo todos los días sobre ella los satélites, le quitaban los restos de sus grandes riquezas y todo el alimento que había podido reunir. Este asunto conmovió el ánimo de aquella mujer con una indignación acerbísima. Frecuentemente y de manera intencionada incitaba contra sí misma a los salteadores con injurias y ásperas imprecaciones. Pero como ninguno de ellos, movido por la ira o por la compasión, le diese muerte, ni se enfadase de que ella preparase alimento para otros, ni ya hubiese modo alguno de prepararlo; y como entretanto el hambre tomase plena posesión de las médulas y las entrañas, y la indignación fermentase mucho más que el hambre, esa mujer guiada por los malos consejeros y movida por el furor y la necesidad, se levantó en contra de la misma naturaleza; y tomando a su hijo, todavía lactante dijo: “¡infortunado niño! ¿Para quién te voy a conservar entre tantos males de guerra, de hambre y de sedición? Aun cuando nos fuere dado vivir, solo nos queda la servidumbre entre los romanos. Pero ahora el hambre aventaja a la misma servidumbre; los facciosos son más acerbos que esas dos calamidades. Por lo tanto sé tú manjar para mí; pero, furia para los facciosos y fábula para los hombres, única cosa que todavía falta a las calamidades de los judíos. Esto diciendo degolló al hijo. Una vez lo hubo guisado se comió la mitad; la otra mitad conservóla oculta. Cuando he aquí que de pronto llegaron los sediciosos y habiendo percibido su olfato el olor penetrante, amenazaron con la muerte a la mujer, si no les exhibía el manjar que había preparado. Pero ella, respondiendo que les había reservado una buena parte, les descubrió los restos de su hijo. Al instante se apoderó déllos el estupor. Entonces dijo la mujer: es mi hijo. Mío es este crimen; comed vosotros puesto que yo lo he comido. No queráis aparecer más débiles que una mujer ni más benignos que una madre. Si tal vez sois religiosos y aborrecéis comer mi víctima, me quedaré con el resto, pues ya me he comido la otra mitad. Al instante se divulgó la noticia por toda la ciudad y todos y cada uno aborrecía aquel crimen poniéndolo ante sus ojos, como si cada cual lo hubiera cometido. A partir de aquel momento, todos los oprimidos por el hambre pretendían la muerte con empeño, y estimaban felices a aquellos que habían sido arrebatados por el destino antes de percibir con la vista o el oído tantas calamidades. Así pues, tamaña venganza siguió al crimen e impiedad de los judíos en contra de Jesucristo.”
Es curioso que ni Josefo ni Eusebio citaran Lev. XXVI, 27-29: “Si después de esto todavía no obedeciereis y siguiereis oponiéndoos a Mí, Yo me opondré a vosotros con saña, y os castigaré Yo también siete veces más por vuestros pecados. Comeréis la carne de vuestros hijos, y también la carne de vuestras hijas devoraréis”. Cfr. también IV Rey. VI, 28 s.

   [4] F. Josefo, De Bello jud. C. XXI, Eusebio, Hist. Ecclesias. L. III, cap. 5 narra lo siguiente: “y como todo el pueblo de los fieles de la iglesia jerosolimitana, en virtud de un oráculo que habíase manifestado por intervención divina a algunos varones santísimos, hubiesen emigrado de la ciudad antes del comienzo de la guerra y se les hubiese ordenado habitar en cierto lugar al otro lado del Jordán, llamado Pella, y ya todos los que habían creído en Cristo, abandonando a Jerusalén se hubiesen establecido en Pella; entonces cabalmente, desprovista la regia ciudad, que es cabeza de todo el pueblo, y privada también toda la Judea de varones santos, entonces repito, la venganza divina los castigó por todos los crímenes que habían cometido contra Cristo y contra sus Apóstoles, y destruyó de raíz a todo aquel linaje de impíos”.