Jeanne Molbech |
Así como la madre no es objeto de la
literatura dramática, tampoco es objeto de las artes plásticas. Lo que para
aquélla es la personalidad, lo es para ésta la figura. Personalidad es algo
solitario, figura es algo delimitado. La figura de la madre no tiene una
delimitación fija, sino que confluye en la figura del niño. Como la novela,
la canción y el cuento en la literatura, en las artes plásticas la pintura es
el arte realmente llamado a proclamar a la madre y al niño; no es el arte de la
forma, sino el del color. No es casual que en el arte griego falte por completo
la figura de la madre y el niño. El altamente desarrollado sentido plástico del
arte de la Antigüedad se oponía al objeto pictórico. El cristianismo
introdujo la figura de la madre y el niño en el arte plástico, pero como objeto
sagrado. La Madonna es portadora de la divinidad, igual que un candelabro que
sostiene la luz del mundo; es pedestal del niño, no fin en sí misma. Así
pues, también el arte cristiano en el fondo no elabora la figura de la madre
independientemente, sino que la retrae precisamente para manifestar con ello lo
auténticamente maternal de su cautivador silencio; la dulzura del rostro de la
Madonna es sólo símbolo de esta belleza íntima. Así, en todas partes, de la más
profunda esencia de la madre se sigue para el arte la imposibilidad de su
configuración autónoma. Esta aparece por desprendimiento de la madre del hijo. La
verdadera figura de la madre en la plástica es la madre dolorosa, la madre al
pie de la cruz del hijo. Lo que desgarra a la madre profundamente la hace posible
como objeto para el arte. Por ello también la antigua plástica, que no conoce
el idilio de la madre con el hijo, tiene, sin embargo, la figura de Niobe.
De aquí vuelve a caer una luz sobre la
relación de la literatura dramática con la madre. La figura separada del
hijo no es sólo la madre del hijo muerto, sino que también puede ser la madre
degenerada. Otra vez el arte dramático y la plástica se encuentran bajo la
misma ley. La separación del hijo hace a la madre figura independiente y por
ello asequible a la forma dramática: su ejemplo más grande es Medea. También la
Yocasta del “Rey Edipo” y la reina de “Hamlet” figuran aquí: en ambas aparece
la degeneración condicionada por el predominio de lo erótico sobre lo maternal.
También pertenece a esta serie, más dramática, aunque en forma épica, la
Crimilda de los Nibelungos, la figura más in-maternal de toda la literatura. En
la terrible venganza que prepara al esposo muerto, no solo sacrifica a sus
hermanos naturales, sino incluso a su hijo. La más poderosa figura de mujer en
la literatura alemana trae en grandeza poética estremecedora la demostración de
que no toda mujer que tiene un hijo natural ya es madre. Y aquí conducidos
por la literatura tropezamos con la cuestión decisiva. El problema de la mujer,
que nuestra época creía haber solucionado partiendo de la madre, se alza
precisamente en la madre – y justamente para nuestra época, que quisiera ver a
la mujer exclusivamente en la madre-; toda época encuentra finalmente el
problema de la mujer donde buscaba la solución. La respuesta que el arte da
como instancia intemporal a nuestra época dice así: la madre por la cual clama
con tanto anhelo la humanidad actual, no puede ser únicamente la mujer que
tiene un hijo natural. Bajar hasta las madres quiere decir buscar a la madre
misma en la madre. Con esta idea interviene la gran escritora Sigrid Undset
en su novela “Ida Elisabeth”.
Ya en las primeras páginas del libro
resuena el tema plenamente: “Cuando se ve, así se expresa allí una joven, lo
egoísta que mucha gente puede ser por los lazos de familia, puede pensarse que
Dios, por establecer el equilibrio, se lleva a algunos, para que sean el todo
para todos” Ida Elisabeth, la heroína del libro, que se debe completamente a la
maternidad, rechaza decididamente este “ser todo para todos”. Tiene la desgracia
de estar casada con un hombre infantil y tiene que responder por él con el
trabajo de sus manos junto con sus padres y hermanos. Ella dice: “Mujeres que
sienten que están aquí para tener hijos y odian y detestan que vengan hombres
adultos y las obliguen a ser también maternales con ellos”. Ida Elisabeth se
separa de su marido para asegurar a sus dos hijos pequeños una existencia
mejor, pues se siente únicamente obligada a ellos por ser madre. Ahora surge el
verdadero problema de su vida de madre. En sus hijos continúa arrastrando el
problema de su marido no resuelto, por los hijos comienza el rompimiento con el
hombre perfecto amado, al cual quisiera unirse en segundo matrimonio; los niños
llevan la herencia de su padre infantil. En el primer matrimonio la inferioridad
del esposo fue una cuestión decisiva, igualmente lo es ahora la perfección del
hombre amado; no se trata de si ella ahora pueda unir al hombre y a los niños,
sino si podrá armonizar a este hombre perfecto con los niños que llevan el
estigma de su padre infantil. O sea que el verdadero problema del libro es: ¿la
mujer maternal se debe al fuerte o al débil?
De este planteamiento de la cuestión
surge lentamente en Ida Elisabeth no precisamente la idea de sacrificar su
compromiso con el hombre amado en bien
de los hijos; es uno de los rasgos más delicados y más genialmente artísticos
de la novela el que se evite aquí la idea de sacrificio. La decisión de Ida
Elisabeth tiene lugar sin que pase por su cabeza ninguna reflexión, pues surge
de las profundidades de la misma naturaleza maternal, pero es una decisión
absoluta que arrostra todas las consecuencias. Esto se ve claro en el encuentro
con el primer esposo, que entretanto ha enfermado de gravedad. Ahora Ida
Elisabeth ya no se niega a él y a los suyos. La madre que hay en ella ha
vencido en toda línea; la decisión no es a favor del fuerte, sino del débil. Pues
ser madre, sentirse maternal, quiere decir inclinarse amorosamente hacia los
desvalidos, y estar dispuesta a ayudar a todo lo pequeño y débil que hay en la
tierra. El principio maternal es doble;
no depende sólo del nacimiento del niño, sino también del cuidado y
conservación del nacido. El ser madre natural significa sólo el primer
brote de las fuerzas maternales; sólo el gran símbolo conmovedor de algo mucho
más general. Precisamente los hijos propios llevan a Ida Elisabeth a este
reconocimiento: la mujer maternal no
puede permanecer sólo madre de sus propios hijos.
No sólo nace el hijo de la madre, sino
que la madre renace con el hijo. “Son los niños los que nos despiertan, los que nos
dicen: “¡qué dura eres, sé suave!”, dice Ruth Schaumann[1].
El hijo que con su nacimiento desgarra el seno de la madre, desgarra
también su corazón, lo ensancha y lo abre para todo lo pequeño y débil.
Así como en una solitaria capillita en la espesura del bosque aparece el rostro
de la Madonna del Manto, así en esta novela entre toda la espesura de
problemas, como lo mezclan los hombres modernos, surge esta idea: ¡la madre,
en el fondo es la madre de todos! Pues lo que cabe decir del esposo de Ida
Elisabeth y su familia –en ellos sólo se describe el caso extremo- tiene
siempre y en todas partes validez. El mundo necesita de la mujer
maternal, pues es un pobre niño desvalido. Así como el hombre viene al mundo
con profunda debilidad. A la madre que tiene al hijo en pañales corresponde la
compasiva mano que sostiene al anciano y enjuga el sudor de la frente del
moribundo. Entre el nacimiento y la muerte no sólo se encuentra la acción
realizadora del hombre triunfante, sino la infinita fatiga del camino, de la
vida cotidiana, siempre renovada; todo aquello que pertenece a las necesidades
del cuerpo y de la vida. La mujer maternal se ha colocado como administradora
de esta tremenda herencia interminable de necesidad y fatiga. Y aquí
como madre, la mujer no significa únicamente, como la sponsa, una mitad de la realidad, sino que probablemente su parte
es mucho mayor que la mitad. El pueblo sabe por qué el marido llama a su
mujer “madre”; con esto no sólo se dirige a la madre de sus hijos; la madre de
todos es en primer lugar la madre del propio marido. Es la madre la que prepara
la comida, pone su mesa, remienda su traje, la que soporta sus desazones, sus
preocupaciones y sus horas malas. “En ella confía el corazón de su marido,
y no le faltará ganancia”, dice la Biblia en la gran “Alabanza de la mujer fuerte”.
Y sigue: “Se levanta cuando aún es de noche y distribuye las raciones a sus
siervos”. La madre del marido es la madre de toda su hacienda. También la madre
del marido, la madre de la casa, es siempre la misma; también ella tiene como
la madre del niño su comparación con la amorosa tierra, que silenciosa da y
lleva, siempre dando y llevando, y que por fin por esta sumisa sujeción de la
tierra vence a la misma sujeción. La mujer maternal que está sumergida
por completo en las necesidades de la vida cotidiana es en el fondo la gran
vencedora de la vida cotidiana; la vence cada día haciéndola soportable;
alcanza su máxima victoria cuando parece mínima. El hombre que en el mundo
espiritual trabaja para vencer lo material, sólo puede obtener esta victoria si
la mujer maternal efectivamente aparta de su camino lo material. La sencillez de
esta victoria diaria, su completa falta de celebridad, es la gloria auténtica y
más profunda de la mujer intemporal, comparable sólo a aquel soldado
desconocido de la guerra mundial: ¡era el hijo de la mujer desconocida!
A la necesidad del cuerpo y de la vida se
añaden las enormes fatigas del hombre intelectual y espiritual, aquel gigantesco bagaje de dolor y cruz,
insuficiencia y culpa de toda clase, que nunca puede descargarse, sino que en
la mayoría de los casos sencillamente debe soportarse. De la misma manera que
la mujer maternal da de comer al hambriento, consuela también al triste. Los
débiles y culpables, los postergados y perseguidos, incluso los condenados,
todos aquellos que un mundo jurídico ya no quiere soportar ni proteger, todos
tienen su supremo derecho al consuelo y compasión de la mujer maternal; a ésta
siempre se podrán decir las palabras de la Antígona: “No estoy aquí para odiar,
sino para amar.” Esto no quiere decir que se eleve la debilidad contra la
fuerza; no es la alabanza de la mujer débil, sino de la fuerte la que canta la
Biblia cuando leemos el libro de los Proverbios: “La ley de la bondad gobierna
su lengua”; la paciencia es fuerza en su más elevada potencia.
Privilegio de la mujer maternal es
aquella función silenciosa, tan importante, del saber esperar y callar, aquella
facultad de pasar por alto, respetar y cubrir en ocasiones un agravio o una
debilidad; como acto de misericordia no es menos obra de caridad que cubrir la
desnudez corporal. Pertenece a los errores fatales del mundo, a los más
profundos motivos de su falta de paz, el creer que debe descubrir y condenar
cualquier agravio. Toda madre inteligente y bondadosa sabe que a veces
precisamente está bien lo contrario. A las
palabras de la Biblia: “La ley de la bondad gobierna su lengua” precede esta frase: “Abre
su boca con sabios discursos”. La “sabiduría” a menudo es sólo una pequeña
broma o una palabra amable; también aquí esta velada la mujer; su “sabiduría”
no se da como una cosa grande, sino insignificante; precisamente en ello está
la grandeza. Esto no significa que la sabiduría del hombre dominador y
justiciero pase a ocupar el segundo lugar, sino la confesión de que sólo es un
lado de la verdad terrenal. Precisamente para el hombre que discutiera esta
ley a la mujer maternal, el mundo se haría insoportable si la mujer lo
abandonara; justamente el hombre, aún el que está sometido de mala gana o que
es incomprensivo para esta ley, saca de ella su verdadera posibilidad de vivir,
aquel a menudo supremo refugio de paciencia, bondad e indulgencia sin el cual
toda existencia – tanto la del individuo como la de los pueblos- se ha de
convertir en un infierno. Este es el sentido general, es decir, aun no
cristiano, de la adorable leyenda del milagro de las rosas de Santa Isabel.
Decididamente, es la leyenda de la naturaleza maternal de la mujer.
[1] “Yves”.