martes, 17 de julio de 2012

Un prólogo para meditar

Nota del Blog: las siguientes líneas corresponden al prólogo del libro "Melquisedek o el Sacerdocio Real" de Fr. Antonio Vallejo O.F.M. En cuanto al autor confesamos no saber mucho pero de seguro el lector versado en Castellani recordará su nombre.
   En lo que respecta al libro en sí, creemos que es sencillamente una joya. El autor, gran políglota, maneja con mucha precisión los términos e incluso parecería que cada palabra deste libro ha sido meditada antes de ser plasmada por escrito. Con esta seguridad se atreve a contradecir (tentados estamos a escribir "a refutar") la clásica definición de sacrificio que nos legara el gran Doctor de la Iglesia San Roberto Belarmino y que fuera adoptada por muchos teólogos, entre ellos, incluso el eminente Cardenal Billot.  
   El prólogo que transcribimos  a continuación pone el dedo en la llaga al indicar a los malos Católicos como la causa principal de la crisis de la Iglesia. Pensamiento que compartimos por completo y al cual el mismo Castellani, por nombrar sólo uno entre tantos, le dedicara tantas páginas.

Abraham pagando el diezmo a Melquisedek



DEVOTAMENTE,
AL MEJOR DE LOS FRANCISCANOS ARGENTINOS:
EL SIERVO DE DIOS MAMERTO ESQUIÚ;
EVOCANDO SU FE, SU ESPERANZA, SU CARIDAD
Y SU DOLOR,
SACERDOTALES,
EN UNA ARGENTINA DESGARRADA
COMO LA QUE ÉL AMÓ Y PADECIÓ.


Introducción

Las grandes herejías son siempre, a la hora de nacer, como la localización de un mal difuso en todo el cuerpo de la Iglesia. Y el punto crítico de irrupción y ruptura se da en aquella zona precisa en que más se resienten la fe y la virtud del pueblo cristiano. Antes de objetivarse en la voz de un heresiarca y de adquirir las proporciones de una mutilación social, toda doctrina heterodoxa fue previsible, como en su causa, en alguna falla espiritual perturbadora del sentir y de las prácticas del pueblo fiel, en cuanto fiel.
La monstruosa herejía que hoy padecemos -el materialismo en sus dos formas (comunismo ateo, es decir, ordenamiento de la multitud y de sus bienes terrestres contra los derechos personales de Dios y de los hombres; y personalismo laicista, es decir subversión de los apetitos individuales contra los derechos de la comunidad temporal y de la Iglesia)- ya estaba presente, como una sutil impregnación de los pensamientos y acciones del pueblo fiel, antes que Carlos Marx y Federico Nietzsche elaboraran y proclamaran las dos oposiciones más perfectas a la práctica y al espíritu del evangelio.
No cabe poner en duda que la rebeldía del autor del Anticristo tuvo mucho de retórica; y que sus bellos arrobos dionisíacos más allá del bien y del mal fueron prenuncio de las llamaradas finales que calcinaron su inteligencia y derrumbaron su voluntad prepotente. Con todo, también es verdad que su postura irreligiosa fue una respuesta casi inevitable: la respuesta de un cierto heroísmo humano, de una cierta nobleza mental humana, a la falta de heroicidad y de nobleza sobrehumanas de un cristianismo adulterado por sus propios confesores. Tampoco se puede negar que el escándalo del siglo diecinueve, la apostasía en masa de grandes multitudes, fue mucho más una causa ocasional que un efecto de la eficacia proselitista del marxismo.
Ante una cristiandad profanizada, ante flacos rebaños de fieles incapaces de abnegación, ignorantes de la virtud y la belleza evangélicas, insensibles, de alma, a toda especie de belleza y virtud, muy pocos hombres lúcidos y honrados comprendieron y profesaron que aquella pésima cosa era la corrupción de lo óptimo, nada más; y nada menos.
Ciertamente, el revulsivo atroz de dos guerras mundiales consiguió desentumecer en alguna medida los miembros de la Iglesia. Pero aún nos parecemos demasiado a los peores enemigos de nuestra fe. A poco que examinamos la manera de pensar y el modo de vivir de un feligrés católico de las grandes urbes modernas, aparecen los rasgos negativos que la emparentan con los teorizadores y los practicantes del materialismo agresor: una idea numérica y localista de la comunidad cristiana, análoga a los conceptos de partido político y de clase social; una piedad egocéntrica, por causa de esa misma desatención a la presencia universal del Cuerpo místico; una fe inapetente de las verdades reveladas, y por eso mismo raquítica; una bondad parasitada de sentimentalismo y de cálculo, responsable de muchos crímenes contra la caridad; una esperanza de alas cortas, sin ambición de vida eterna, y sin bastante energía, consiguientemente, para instituir en este mundo el mínimum necesario de justicia y de concordia.
Cifra de ese conjunto de indigencias es nuestra falta de noción de lo divino y lo sagrado. Y esta falta se ha tornado más crónica, menos fácil de remediar, frente a los prodigiosos artilugios con que la técnica divierte, alucina y ensoberbece al hombre moderno.
Urge, pues, convencer a los futuros turistas de la luna, todavía adolescentes, de que en las tiendas de Abraham y de Moisés, como en los claustros de Cluny, había más cultura, es decir, mejor cultivo y desarrollo y elevación de lo mejor del hombre, que en las sesiones de la UNESCO. Urge enseñarles a discernir las diferencias de valor que median entre el placer y la felicidad; entre la ciencia y la sabiduría; entre la posesión y uso temporales del universo, y la amistad y posesión eternas de su Autor. Es deber apremiante, poner de nuevo a la cristiandad ante el misterio del ser; el cual, presente y obvio a las miradas de quienes quieran verlo, es la única ventana siempre abierta, en nuestra torre de enigmas, hacia el misterio de lo divinal y de lo sacro.
Contra un Oriente que diluye en mitos o que niega, sin más, la verdad de nuestro origen y nuestro fin sobrenaturales, y que legisla, destruye y construye en honra y defensa de esa negación; contra un Occidente egolátrico, terrenal, aferrado a una fe cristiana casi atea, es menester persuadir a todos los hombres de cuán sagrado es el hombre, con sólo ser; y de cuánto sobreelevan y trascienden la dignidad natural de la persona humana, (aún concebida sin culpa y sin defecto), el ser y el quehacer sacerdotales que se derivan de la capitalidad de Cristo, mediante el bautismo, la confirmación y el sacramento del orden.
Las reflexiones que ha continuación se consignan (emancipadas del estilo usual de la Escolástica, pero no enteramente de su fidelidad a los modos verídicos de ser y conocer) desean contribuir a esa persuasión de esa grandeza divina, evocando los designios  primordiales de la naturaleza y de la gracia.

A.V.

Agua de Oro, Córdoba (R.A.), marzo
de 1958 – Roma, 6 de Enero de 1959.