XVIII.- EL DEFENSOR DEL SANTO SEPULCRO
La historia del pueblo Judío detiene la historia del género humano, del mismo modo que un dique detiene el curso de un río para elevar su nivel. Este capítulo lo dedica el autor de “La Salvación por los judíos” a su amigo Raúl Simón.
León Bloy
¡Sí, del Santo Sepulcro! Y se trata de un Judío, de un poeta Judío, extraordinario, y que nunca se convirtió. Pero fue profundamente judío y por lo mismo el poeta más grande que haya tenido el Pobre, quedando así más cerca del Sepulcro de Jesucristo que la mayor parte de los cristianos.
Es cosa sabida que Godofreo de Bouillon no aceptó ser nombrado rey de Jerusalén sino sólo Guardián o Defensor del Santo Sepulcro, “no queriendo”, decían las Audiencias, “llevar una corona de oro allí donde el Rey de los reyes la llevó de espinas”. No se trata ahora de una cuestión dinástica ni de una corona de oro para el poeta Morris Rosenfeld; pero lo cierto es que nunca tuvieron los pobres un defensor como él. La Ciudad santa de sus padres, conquistadas por él, fue la poesía misma, que es la Jerusalén de los pobres y de los que sufren.
Poeta de los desgraciados, personalmente desgraciado y expresándose con el lenguaje propio de los desgraciados. “Arruinados y agotados por el largo destierro, arrojados de todas partes y dispersos en países extranjeros, hemos perdido nuestra lengua sagrada y nuestra dignidad de otros tiempos y hoy tenemos que contentarnos con exhalar suspiros en un dialecto pobre y ridiculizado que hemos ido apropiándonos mientras nos arrastrábamos por los pueblos”. Pero los poetas hacen lo que quieren. Esa jerga cosmopolita formada con guiñapos de todas las lenguas, la ha convertido en una música de arpa dolorida.
Morris (Moisés-Jacob) Rosenfeld nació en la Polonia Rusa. Allí, en las riberas de unas aguas tan pronto tranquilas como furiosas, su padre, pescador pobrísimo, le contaba historias de rebeliones y de sufrimientos para esponjarle el corazón. “No hemos sido siempre un pueblo hecho sólo para llorar…” Aunque condenado por su suerte a ser un eslabón más en esa cadena de sufrimientos y a ser más pobre aún que sus padres, fue para él un consuelo durante toda su vida el recuerdo de su humilde infancia, que pasó en las cercanías de la ribera, de los montes y de los bosques.
“El sol se pone detrás de las montañas… el agua corre, corre siempre y murmura unas palabras que nadie entiende. Una barca solitaria boga en la lejanía, sin barquero ni timón; se diría que los diablos la empujan. En esa barca está llorando un niño… sus largos rizos dorados caen sobre sus espaldas y la pobre criatura mira suspirando… Y la barca no cesa de avanzar. Agitando en el aire su blanco pañuelo, me saluda desde lejos y me dice adiós aquel niño pobre y encantador. Y mi corazón comienza a agitarse. Parece que algo llora en él… decidme, ¿qué es lo que me sucede? ¡Ah! Conozco a este pequeño. ¡Dios mío! ¡Es mi propia infancia que se aleja!”
Esta corriente limpia se convierte pronto en un torrente de amargas lágrimas. Pero aquel pobre desventurado no se rebela. Su naturaleza no le lleva a clamar venganza. Como verdadero Judío, canta sus “lamentaciones”, sin saber hacer otra cosa que llorar por sus hermanos más que por sí mismo. Pero sus lágrimas poseen más fuerza imprecatoria que las explosiones de la desesperación. Dudo mucho que se haya escrito en verso algo que cause más angustia que aquella pieza suya titulada: “A una nube”.
Detente nubarrón salvaje, detente. Y dime de dónde vienes y a dónde vas. ¿Por qué eres tan sombrío, tan pesado y tan negro? Siento miedo de ti, tú haces temblar mi alma…
Dime ¿es acaso el viento horrible de la negra Rusia el que te arroja aquí…?
Tal vez llevas dentro de ti la paciencia contenida tanto tiempo, que pronto estallará sangrienta y salvaje…
Pero como estuviese mi cabeza levantada hacia el cielo, de pronto una gota cayó del nubarrón, una gota amarga y entró en mi boca, amarga, más amarga que la hiel, y me parece hermanos, ¡oh estoy seguro de ello, que es una lágrima judía, una lágrima de sangre. Una lágrima judía… ¡Qué cosa tan horrible! Tengo el alma destrozada y la cabeza se me va. ¡Una lágrima judía, Dios mío! ¡Yo me muero! ¡Es una mezcla de hiel, de sangre y de cerebro! ¡Una lágrima judía! La he reconocido enseguida porque huele a persecución, a desgracia y a muerte. La lágrima judía, ¡ah! Descubro en este olor la persecución blasfema de dos mil años… La lágrima judía… ahora entiendo de qué clase de nube se trataba.
Este hombre, aplastado en el fondo de las criptas parece haber experimentado más que ningún otro la tristeza espantosa y sobrenatural de esta Semana Santa que dura hace ya dos mil años y que resume la historia de los Judíos después de la Venta de su Primogénito. Pero también más que ningún otro alguno, ha sentido su belleza. Algunos de sus poemas son como ecos de la sublime liturgia del oficio de Tinieblas, tomado en su totalidad del Libro divino que los Judíos van llevando de un lugar a otro tratando de leerlo a través de la tupida trama de su Velamen.
Un libro roto y viejo. Sus tapas están llenas de sangre y de lágrimas. ¿Conocéis este libro? Sin duda, lo conocéis, estoy seguro de ello. Es el más santo de los libros santos. Hemos dado ya mucho por este libro tan pobre…
Oigamos el grito sublime que le arranca la vista de los Judíos emigrantes y sus miserables maletas sobre los muelles de Nueva York:
¡En sus casas, dentro de esos sacos, ¿no veis?, está el tesoro del mundo, su Torá! ¿Cómo puede decirse que semejante nación sea pobre? ¿Qué sea pobre un pueblo que sabe atravesar la noche y las tumbas; que sabe pasar por el horror, por el fuego y por la muerte, para salvar lo que ama y es santo para él? ¡Un pueblo que es capaz de sobrellevar tantos sinsabores, que tan bien sabe sufrir y derramar su sangre; que no teme a nada ni a nadie, que arriesga su vida por sus pobres páginas! ¡Un pueblo que se baña cada día en sus propias lágrimas, al que todos atropellan y torturan con placer, que anda errante durante miles de años por el desierto, y que no ha perdido todavía su entereza! Para pronunciar el nombre de un pueblo como este, es preciso que purifiquéis antes vuestros labios. ¡Arrodillaos, naciones, ante él!
El que así hablaba es a los ojos del mundo mucho menos que un gusano. Pero tenía toda la razón y ni Dios mismo podía hablar mejor. Los Judíos son los primogénitos y cuando todo quede en su lugar, sus orgullosos amos actuales se sentirán honrados de poder lamerles sus pies de vagabundos.[1] Dios les ha prometido lo mejor y mientras esperan hacen penitencia para todos. Ningún castigo, por riguroso que sea, puede anular su derecho de primogenitura, ni nada puede cambiar la palabra de honor que Dios les dio, porque “los dones de Dios y su vocación son sin arrepentimiento”. Estas palabras del más grande de los Judíos conversos las deberían recordar esos cristianos implacables que pretenden eternizar las represalias de aquel Crucifigatur. “Su crimen, añade San Pablo, ha sido la salvación de los gentiles”. ¿De qué pueblo ha podido decirse que Dios le haya pedido permiso para salvar al género humano, después de haber tomado su propia carne para poder sufrir más? ¿Será necesario recordar que no hubiese quedado satisfecho de su Pasión si no se la hubiese infligido su hijo predilecto, y que otra sangre distinta de la de Abraham, que corre por sus venas, no hubiese sido eficaz para lavar los pecados del mundo?
Seguramente Rosenfeld, que era al fin y al cabo un obrero ignorante, no había leído a San Pablo, que suelen leer poco los Judíos. Pero su genio de poeta y el fino instinto de su raza le hicieron entrever todas estas cosas. Tan pronto empezó a cantar, comprendió que su lugar era, lo dije ya al principio, el lado derecho del sepulcro de Jesucristo. Aún sin saberlo, continuó las afirmaciones imperecederas del Apóstol de los pueblos, y sin haber sido nunca poeta más que para los pobres, vino a ser -en un sentido misterioso- el Defensor del Santo Sepulcro, aunque sin corona y sin manto, y un centinela aislado junto a la Tumba del Dios de los pobres que sus antepasados en buena hora inmolaron. Y así, de un modo natural y necesario, su judaísmo fue superado, desbordado por todas partes por un sentimiento de fraternidad universal con todos los pobres y con todos los que sufren en este mundo.
Su vida de perpetuo vagabundo, como correspondía a su condición de hebreo auténtico, le predispuso para ello. Bajo el reinado de Alejandro III y de su ministro Ignatief, la situación de los Judíos en Rusia se hizo insoportable. Aquel imperio salvaje que les ultrajaba, que les perseguía por todo el país, que los asesinaba, se había convertido para ellos en un infierno. Rosenfeld tomó en su mano el bastón del Judío errante y partió.
“Durante cuatro años”, dice uno de sus admiradores[2], “los vientos lo arrastraron de un lugar a otro; durante cuatro años, cada una de las olas de la miseria lo envolvía y lo arrastraba para dejarlo en seguida a merced de otra ola; durante cuatro años lo agitó esa especie de fiebre sólo conocida del pueblo Judío que produce la busca de un hogar. ¡Ah! ¡Qué bien conoció nuestro poeta esa fiebre implacable que desde hace veinte siglos está consumiendo a los hijos de Israel; esa vida de perro vagabundo, sin derechos y sin estima, sin patria y sin esperanza, caminando, caminando siempre de Oriente a Occidente y de Norte a Sur, atravesando montañas y cruzando mares, rogando y suplicando, llorando y luchando; esa vida innoble e inicua!”.
En su oda Sur le sein de l`Océan, nos habla de dos Judíos a los que por habérseles negado la entrada en América, regresan a Europa:
“¿Quiénes sois vosotros, desgraciados, decídmelo; vosotros que sois capaces de imponer silencio a la angustia que os devora; vosotros que no tenéis ni sollozos ni lágrimas a las puertas mismas de la Muerte afrentosa…?
- Teníamos un albergue, pero nos lo han destruido, han quemado lo que era para nosotros más sagrado; han reducido a montones de huesos a los más queridos y a los mejores de entre nosotros. A los demás se los han llevado con las manos atadas… Somos Judíos, Judíos desheredados, sin amigos y sin alegría, sin esperanza de consuelo… somos tan miserables como las piedras, a la que la misma tierra ingrata niega un lugar… aunque el viento sople, aunque haga estragos y silbe con furor; aunque hierva ,espume y se enrojezca el abismo, seremos siempre, pase lo que pase, unos pobres Judíos abandonados…”.
Si los Judíos son realmente dignos de un poeta semejante, le perdonarán sin duda el que haya llorado también sobre otros que no pertenecían a su raza. El alma universal de Rosenfeld percibía no solo el infortunio colosal del antiguo pueblo de Jehová, sino también el de otros pueblos, y no quiso ocultar que sus desventuras le desgarraban el corazón. ¡Había estado en una situación privilegiada para conocerlas tan admirablemente!
Había trabajado entre los obreros más pobres de todas las naciones, en Ámsterdam, en Londres, en Nueva York, en donde, durante diez años tuvo que vivir con lo que ganaba en una fábrica con su humilde oficio de sastre. Sus versos acerca de la esclavitud infame creada por las fábricas son tal vez los más dolorosos.
El obrero, embrutecido por el trabajo de toda la jornada, vuelve a su casa. Su mujer y su hijo lo esperan:
“El trabajo me arroja fuera del hogar muy temprano, y no me permite regresar sino muy tarde. ¡Ay! ¡Mi propia carne me resulta extraña, extraña la mirada de mijo!”
Su esposa le habla de su hijo. Se porta muy bien y se pasa el día preguntando por su padre. Pero ahora duerme. El pobre obrero acercándose a la cuna de su hijo, le muestra una pequeña moneda y le habla para despertarlo, para que el niño le conozca.
Un sueño agita aquellos finos labios. ¡Oh! ¿Dónde, dónde está papá?
Continúo allí, lleno de angustia, de dolor, de amargura y pienso:
- Cuando tú, hijo mío, al hacerse de día, te despiertes, no me encontrarás ya aquí.
Un día, por fin, el poeta, habiendo sido reprendido, dejó la fábrica y unos protectores desconocidos le ofrecieron otro oficio aún peor, el de periodista, que pronto se le hizo insoportable: “¡Oh! Abridme de nuevo las puertas del taller. Voy a soportarlo todo. ¡Chupa mi sangre, fábrica, chupa mi sangre! Yo ahogaré mis quejidos. Me someteré a mi trabajo rudo y lo cumpliré sin protestar. Puedo alquilar mi tijera, pero mi pluma no debe pertenecer a nadie más que a mi”.
¡Su pluma! ¿Es esta la palabra que hay que escribir? El sastre Rosenfeld me ha recordado siempre a esos escultores de otros tiempos, a aquellos artistas bárbaros, pueriles y sublimes, que ayunos de toda ciencia y arte, por no haber tenido otro maestro que su dolor, trabajaban lo mejor que podían con toscos instrumentos al pie de una ventana alta, en un taller tan desmantelado que daba lástima.
Lo mismo cuando canta la pena de su pueblo errante, o los tormentos infernales de la fábrica homicida, o la queja de la doncella seducida: “¿Te acuerdas de aquella tarde en que me deshonraste?”, o la eterna belleza de la natura amable y terrible –le veo siempre esculpiendo, con fatiga, un leño muy duro, y poco apropiado, sin otros instrumentos que un pobre cuchillo que ha de afilar, veinte veces al día, en la piedra de los corazones impíos que nunca se desgasta. Y por esto sus obras no le salen siempre como quisiera. Está labrando una madera dura como el hierro, y el instrumento a veces se le mella al dar con un nudo duro e imprevisto que arruina su trabajo. Por otra parte, su arte es instintivo pero falto de técnica y no siempre le enseña a qué le obliga tal o cual figura comenzada; y entonces su cuchillo rechina con furor y la dificultad ocasiona en él intuiciones que estremecen.
En la obra de Rosenfeld, por variada que sea, aparece siempre el poeta de los proletarios. Rosenfeld lo es más que ningún otro, puesto que es además un Judío, y todo Judío es por esencia un proletario. Pero aunque el proletariado, lo mismo que las lágrimas, sea propio de todos los pueblos y de todos los tiempos, las lágrimas judías han sido siempre las más amargas. Llevan consigo el peso de muchos siglos. Las lágrimas preciosas de este poeta generosamente derramadas sobre los desgraciados, muchos de los cuales no eran de su Raza, están ahora en la balanza del Juez de los dolores humanos que no es aceptador de pueblos ni de personas.
Cuando el Padre disponga que el Primogénito ocupe de nuevo el lugar que le corresponde, me figuro que la más brillante de las noches iluminará el festín, que la suave luz de la luna creciente señalará el lugar del Santo Sepulcro, y que las lágrimas de todos los pobres brillarán sin distinción y de un modo inimaginablemente bello en lo más alto del cielo.
[1] Uno se pregunta si Bloy habrá tenido presente aquellas palabras de Zacarías, VIII, 23: “Así dice Yahvé de los ejércitos: “En aquellos días diez hombres de todas las lenguas de las naciones, se asirán, sí, se asirán de la falda (del manto) de un judío y dirán: “Iremos con vosotros, porque hemos oído que con vosotros está Dios”.
[2] Fainsilbor-Rusu. Conferencia dada a un grupo de estudiantes sionistas de Montpellier, junio de 1906.