domingo, 15 de julio de 2012

La Mujer Eterna, cap. I, Primera Parte

Nota del Blog: continuando con este libro presentamos el Primer Capítulo
El Prólogo puede verse Aquí 





I. LA MUJER ETERNA

En donde quiera que aparece  la criatura bajo la idea de lo eterno, no se manifiesta ya la criatura misma, sino la eternidad de Dios, como único eterno. Sólo una época profundamente desorientada o mal dirigidas en sus instintos metafísicos puede atribuir a un ser creado la idea de la eternidad – ya se comprenda como valor absoluto, ya como continuidad absoluta-, sin percatarse de que, con ello, en vez de elevarla más bien la aniquila instantáneamente. La criatura reconoce su propia relatividad en la idea de la eternidad y sólo en esta confesión se le manifiesta también a ella la eternidad. La criatura en su limitación temporal se abandona por completo, sometiéndose a lo intemporal absoluto,  y dentro de ésta idea no aparece ya con su propio valor, sino como idea y reflejo de lo eterno; o sea, como  su símil o receptáculo. Este es el sentido de toda purificación y de toda devoción; es tanto el sentido  en el que puede uno arriesgarse a hablar de la “Mujer Eterna”. En manera alguna se trata de revelar ni aún cambiar de tono ciertos rasgos relativamente invariables de la imagen femenina empírica, o sea “eternos” en el sentido limitado terrenal, sino que se tata del aspecto cósmico metafísico de la mujer, de lo femenino como misterio, de su categoría religiosa, y en  último término de su imagen ideal  y final en Dios.
 Con ello queda claro que aquí se rechaza la hipótesis personal arbitraria. Ya vimos que lo religioso comienza donde termina lo subjetivo doctrinario. ¿Pero en qué lenguaje debe hablarse más allá de este final? Nosotros sólo podemos captar lo metafísico bajo el velo de la forma; o sea, sólo allí donde nos vemos otra vez empujados hacia el terreno de lo relativo temporal. Sólo el arte sublime, en sus momentos más excelsos de gracia, puede pregonar lo imperecedero dentro de la forma efímera. Pero tan pronto como lo examinamos detenidamente nos enfrentamos con otra afirmación. El gran arte occidental nunca podrá desligarse del dogma cristiano católico; en sus manifestaciones supratemporales se convierte en su representante sacerdotal. De la misma manera que la grandiosa Missa Solemnis de Beethoven reúne bajo el credo de la Iglesia a millares de personas que la Iglesia misma no logra reunir hoy, así las artes plásticas y la pintura, a través de los siglos, pregonan aún las figuras del drama de redención cristiano a los modernos paganos. Considerar estas artes no sólo estéticamente, sino religiosamente, significa entrar en plena conciencia en el terreno del dogma católico, que el fundamento supratemporal que rebasa el carácter personal sobre el que se funda toda la cultura de Occidente y al cual permanece adherida inevitablemente, aún en su negación.
 En primer lugar debe observarse que el dogma católico ha hecho las más vigorosas afirmaciones que jamás se hayan hecho sobre la mujer. Junto con estas afirmaciones se desvaneces todos los ensayos de interpretación metafísica de lo femenino como simple eco de la Teología o como carentes de contenido e importancia religiosos. La Iglesia no sólo ha comparado a la mujer, a toda mujer, consigo misma en la doctrina del Sacramento del matrimonio, sino que también ha proclamado como Reina del Cielo a una mujer y la ha llamado la “Madre del Redentor”, “Madre de la Divina Gracia”. Es cierto que con estas afirmaciones no se ha querido señalar en sí la encarnación de lo femenino y hemos de insistir sobre ello, sino que ha querido señalar a la Única de la cual se dice: “Bendita Tú eres entre todas las mujeres”. Sólo la Única, aunque es infinitamente mucho más que  el símbolo de lo femenino, es también símbolo de lo femenino; solo en Ella y por Ella se ha hecho concebible el misterio metafísico de la figura de la mujer.
 Intentaremos resumir aquí brevemente el contenido del Dogma. Si traemos a colación a los grandes maestros que representaron la vida de María, como por ejemplo Fra Angélico, deberemos comenzar con la última imagen, que es el fondo de la primera. El arte religioso del pasado refleja en la ordenación de las imágenes, como un presentimiento, el desarrollo de la constitución del Dogma. En la última imagen, María  coronada, se vislumbra a la Inmaculada. Considerado históricamente, su dogma fue proclamado  muy tarde; considerado metafísicamente, se encuentra al principio del misterio, completamente al principio. Por así decir, se remonta a la aurora de la Creación. El Dogma de la Inmaculada significa la proclamación de lo que era el hombre antes de su caída; significa el semblante puro de la criatura, la viva imagen divina en el hombre. De aquí irradia una luz extraordinaria sobre la época de su proclamación. Según el concepto temporal de la Iglesia, esta época se encuentra pues, pocos decenios inmediatamente antes del instante que el filósofo de la historia cristiano Berdiaeff designa como caída de la “imagen humana”, relación que hoy podemos reconocer en su pleno significado.
 Ya se ve aquí claramente la enorme importancia, en general, del Dogma de María. Si la Inmaculada es la viva imagen divina de la humanidad, la Virgen de la escena de la Anunciación es su representante. En el humilde fiat con que responde al Ángel, vemos que el misterio de la Redención depende de la criatura. Pues para su Redención el hombre no tiene más que ofrecer a Dios la disposición a la entrega incondicional. La receptividad pasiva de la mujer, en la cual la  filosofía antigua veía lo puramente negativo, aparece en el orden de la gracia cristiana como  lo positivamente decisivo. Formulado brevemente, el dogma mariano significa la doctrina de la colaboración de la criatura en la obra de la Redención. El fiat de la Virgen es, pues, la manifestación de lo auténticamente femenino, se convierte en manifestación del espíritu religioso en el hombre. María es, pues, no solamente objeto de la veneración religiosa, sino que Ella misma es lo religioso por medio de lo cual se adora a Dios; es la fuerza de entrega del cosmos en la figura de la mujer virginal. Esto es a lo que alude la Letanía Lauretana cuando alaba en María en una de sus invocaciones tan altamente poéticas como dogmáticas, llamándola Stella matutina. La estrella matutina precede al Sol para sumirse en él. El Hijo de Dios en el pecho de María significa, referido a Ella misma, que el Hijo resplandece sobre ella. Sólo en ésta excelencia es “Madre de la Gracia”, pero también sólo en éste sentido es “Madre de la Cruz y de los Dolores”. De la misma manera que la gloria del Hijo resplandece sobre Ella, en las angustias de la muerte la cubre con su sombra.
 Tampoco en el sufrimiento es Ella misma, sino la abnegada, la que sufre con su Hijo. Pero al mismo tiempo que es Copaciente es  “Corredentora”. Esta palabra, que a menudo ha sido mal interpretada, en el fondo sólo significa la madre, la Madre del Redentor, la Madre de la Redención. Partiendo de aquí se comprende también la posición de María en la historia del Cristianismo. Sus elevados dogmas, mencionados sólo pocas veces por los evangelistas, pasados por altos en largos pasajes de la Historia de la Iglesia, urgen siempre en los momentos de máximo peligro para la fe cristiana; su dogma fundamental fue proclamado en el concilio de Éfeso y constituye una parte de la impugnación de la doctrina herética nestoriana con referencia a la Cristología[1]. María  en su propio dogma no se eleva por Ella misma, sino por el Hijo. Su imagen humana temporal en sus particularidades psicológicas no es accesible a ningún método histórico crítico, ni a ningún ensayo, por muy sutil e ingenioso que sea, ni a ningún amor por profundo que sea. Se halla velada, por decirlo así, en el misterio de Dios para  mostrarse precisamente por ello en su significado religioso. El velo es el símbolo de lo metafísico en el mundo. Pero también es el símbolo de lo femenino. Todas las formas elevadas de la vida femenina presentan la figura de la mujer velada. Así se ve claro por qué los grandes misterios del Cristianismo se introdujeron en el mundo creado, no por medio del hombre, sino de la mujer. La Anunciación del mensaje de la Natividad a María se repite en el mensaje de Pascua a Magdalena; el misterio del Pentecostés presenta al hombre en la posición femenina de recibir. La misma Iglesia expresa esta relación señalando a la mujer en los oficios divinos- y también en la ceremonia del Matrimonio- al lado del Evangelio.
 Entrega como misterio metafísico, entrega como misterio de Redención según el dogma católico, es el misterio de la mujer en una perfección infinitamente superior a toda criatura, plasmado en la imagen de la Bienaventurada Virgen y Madre, pero refractado como en una jerarquía de entrega, capaz de ser pre vivido o post vivido en múltiple figura. Igual que la Sibila precede a María, el misterio cósmico antecede al misterio de la Redención profetizado de la misma manera.

“Naturaleza, animales,
Aguas, plantas y piedras.
Vuestros sencillos trabajos
Son humildes plegarias.
Obedecéis.
Para Dios esto es suficiente.”[2]

[1] Nestorio negaba la unidad  de persona en Jesucristo.
[2] Paul Verlaine.