viernes, 3 de mayo de 2013

La Salvación por los Judíos. Léon Bloy. Capítulo XXI


XXI

Pero he aquí que la voluntad de esos  malditos era, precisamente, infernal. Se sabían poderosos y su abominable alegría consistía en retardar indefinidamente, eternizando a la Víctima, el Reino glorioso esperado por los cautivos.
La Salvación de todos los pueblos se veía así, por su perversidad, diabólicamente suspendida —en sentido figurado y en sentido propio— y el apóstol fariseo, que comprendía sin duda mejor que nadie estas cosas, no pudo menos que confesar que el mundo no estaba salvado sino "en esperanza", sólo en esperanza y que había que aguardar aún la Redención, exhalando, con el doliente Espíritu del Señor "gemidos indecibles”[1]
La negativa de esos canallas detenía espantosamente, por minutos y por segundos, los más rápidos episodios y todas las peripecias de la Pasión.

El fétido Judas besaba siempre a su Maestro en el jardín y Simón Pedro el lamentable hijo de la Paloma no cesaba ya de negarlo, mientras "se calentaba" los pies en el vestíbulo.
Salivazos, Bofetadas y Golpes llovían sin interrupción ni misericordia, al mismo tiempo que resonaban, más horriblemente que nunca, la batahola de las Injurias y el estrépito sobrenatural de los Cinco mil azotes mencionados por la tradición, acrecidos y multiplicados por todos los ecos del Dolor de la tierra, como el carrillón de los huracanes.
Bajo el alto pórtico de una colosal morada, de donde parecían salir las tinieblas, el taciturno Pilatos se lavaba las manos desde hacía mil anos, pensando sin dudas lavárselas otras mil más, para ver si conseguía de algún océano lo que en vano había esperado de todos los ríos.
Y ante ese juez hipócrita, la imperdonable Corona, la auténtica "Zarza ardiendo", seguía clavando sus espinas atroces en la Cabeza del divino Ajusticiado, que el trabajo de los flageladores había encendido como un tizón.
El enorme clamor de los asesinos de Dios rugía más fuerte que el bramido obstinado de una catarata, agravado por la voz lastimera de los Corderos destinados a la inmolación pascual, que llegaba a cada instante de la Piscina probática...
Y esa Cruz de demencia, el enclavamiento y el desclavamiento de Cristo, su extenuación indecible y las Siete Palabras que pronunció, la Estación de la Madre y esa Muerte entre las muertes, que espantó al sol durante tres horas, todos los detalles, en fin, de esa orgía escandalosa de torturas, cuyo solo presentimiento enerva a las extáticos, eran despiadadamente precisos, discernibles, fijos para siempre en el tiempo y en el espacio, anquilosados por una infrangible voluntad.
Descendat nunc de cruce… Que descienda ahora de su cruz y creeremos en él. Destructor del templo de Dios, sálvate a ti mismo". No debía descender. Nada terminaba porque nada podía terminar, y las cosas que iban terminando renacían de inmediato por todas partes.
Los fieles sangraban con Jesús, sufrían sus llagas, agonizaban con su sed, se sentían abofeteados al mismo tiempo que su sagrada Majestad por toda la canalla de Jerusalén, y hasta los niños que no habían nacido todavía se estremecían de horror en el claustro materno cuando se oía el Martillo del Viernes Santo.
Los labradores, sollozando, encendían entonces míseras antorchas en los surcos de la tierra, para que esta nodriza de los desgraciados no fuera esterilizada por la inundación de las tinieblas que se expandían desde lo alto del Calvario, a la manera de un largo Penacho negro, en el momento del Ultimo Suspiro.
Era el día del gran Interdicto de la compasión y del temblor. Las aves migratorias y las fieras que habitan en los bosques se asombraban de ver tan tristes a los hombres y los animales pacíficos sudaban de angustia en el fondo de los establos al ver llorar a sus pastores.
Los cristianos, imágenes de un Altísimo Dios que descendió tanto, se reprochaban amargamente haberlo hecho a su semejanza y no se atrevían a contemplar la bóveda de los Cielos...
Desde los Maitines del Jueves absoluto hasta el inmenso Aleluya de la Resurrección, el mundo estaba lívido y silencioso, trabadas las arterias, paralizadas las fuerzas, "lánguida la cabeza y el corazón doliente". Imperio absoluto de la Penitencia. Sólo una lúgubre puerta, rodeada de pálidos monstruos acusadores, se entreabría para acercarse a Dios. Los resplandecientes vitraux se amortecían y las buenas campanas dejaban de tañer. Se tenía apenas la audacia de nacer y casi no se osaba morir.
En vano se trataba de consolar a la Virgen de las Espadas, cuyos ojos quemados por las lágrimas se asemejaban a dos soles muertos. Ese Rostro maternal, que rechazaba todo consuelo, se convertía en un volcán de horror y obligaba a las multitudes a prosternarse...
¡Que descienda!, seguían aullando los chacales de la Sinagoga. ¿Y para qué, oh _Israel? ¿Acaso para devorar a ese nuevo José  engendrado en tu ancianidad, a quien hiciste una hermosa “túnica de varios colores", y que está allí, inmóvil en los brazos en cruz de esa Raquel  inconsolable?


[1] Rom. VIII, 24.26.