viernes, 28 de agosto de 2015

Prólogo de Jaime Eyzaguirre a La Salvación por los Judíos de L. Bloy (II de II)

I Parte

No es el solo tema de una obra de Bloy sino la idea síntesis de toda una doctrina que se encuentra insinuada o definida a cada paso en su variada producción intelectual, esta del Divino Pobre y el trágico y paradojal destino de Israel. Pero ha sido en “Le salut par les juifs” donde se ha agotado la explanación de este pensamiento audaz y vigoroso, no sin duda con la exactitud propia del teólogo, pero sí con la libertad vehemente y creadora del artista. Fué a mediados de 1892 cuando la pluma de Bloy, que gemía de impaciencia ante las expresiones del antisemita Drumont, se resuelve a oponer a su campaña de odio racial barnizado de Catolicismo, la frase lapidaria de Jesús a la samaritana: “La salud procede de los judíos" (Juan, IV, 22). Es el lema de la obra, desconcertante para muchos, que concluirá en tres meses de angustia espiritual y financiera y donde rehusará abrazar cualquier postura política, favorable u odiosa, respecto de Israel, resolviéndose tan sólo a mirar el destino de este pueblo bajo el ángulo incambiable y supremo de la eternidad. El día antes de iniciar la obra, estampa en su diario el programa que le animará en su redacción:

“Decir mi desprecio por los horribles traficantes de dinero, por los judíos avaros y venenosos de que el universo está emponzoñado, pero decir, al mismo tiempo, mi veneración profunda por la raza de que ha salido la Redención (“Salus ex Judaeis”) que porta visiblemente, como el mismo Jesús, los pecados del mundo, que tiene razón de esperar su Mesías, y que no fué conservada en la más perfecta ignominia sino porque es invenciblemente la raza de Israel, es decir, del Espíritu Santo, cuyo éxodo será el prodigio de la abyección."

Ha planteado así el tema "sub specie aeternitatis" y con razón puede escribir entonces a un amigo, a quien anuncia la aparición de este trabajo:

Los que me hallen del lado judío, se equivocarán, los que me hallen del lado antijudío, se equivocarán; los que me busquen entre los dos se equivocarán más burdamente todavía."

Pocas obras de Bloy vinieron al mundo como ésta en un parto de tan extremo dolor y abandono. La miseria le va entonces azotando implacable, con una fuerza impensada, acumulando sobre "El Mendigo ingrato" el peso de atroces humillaciones.

“Reviento de tal modo — apunta en su diario— que "Le salut par les juifs" se halla interrumpida desde hace diez días".

Y agrega poco después:

"Busco sin cesar el dinero. Cada mañana vuelvo a coger los temores de la muerte. ¿Cómo concluir mi opúsculo? Voy a la deriva en el río de sombra".


Ni aun los hechos de comicidad burlona se excluyen de esta cruel agonía. Se le anuncia la remisión postal de veinte francos salvadores y cuando se adelanta a cobrarlos al correo se niegan a hacer entrega de la suma, pues el giro por error ha sido hecho a nombre de Levy Bloy. "¿Qué pensar, exclama entonces en su diario, de ese nombre judío que me es hostil en el mismo instante en que glorifico a la Raza de los judíos?"

La aparición de esta obra escrita al respaldo de la cruz y en que las violencias y debilidades humanas de Bloy aparecen sobradamente cubiertas por un impulso de exaltación mística indudable y legítimo, no tuvo el eco que su autor esperaba en su noble propósito de apostolado. Entre los católicos, la indiferencia o el recelo, y entre los judíos, la incomprensión, fueron la respuesta recogida por la apasionada súplica de Bloy. Aun se le llegó a denunciar por pluma anónima y desde las columnas de "Université Catholique", de Lyon, como propagador de la vieja herejía de Vintras, que anunciaba una próxima encarnación del Paráclito. A ello respondió en carta al director de esa revista, carta a que se denegó la publicidad, no obstante reclamarla su honor ultrajado de cristiano ortodoxo.

"Esta vieja herejía —apunta allí, entre otras cosas- bastante anterior al miserable Vintras, siempre me ha causado horror, y de ella no dice mi libro ni una palabra. No puedo pues explicar la exorbitante acusación de que soy objeto sino por lo que los tipógrafos llaman un "almácigo". Algunas líneas y algunas palabras destinadas a figurar en otro artículo se han escurrido indebidamente en éste de M. Calamus. ¿Cómo imaginar, sin esto, la admirable ligereza de un hombre que se expresa con tan aparente gravedad y que no debe sin duda excusarse de leer con atención las obras que se digna juzgar?"

Del Gran Rabino de París, a quien había hecho llegar un ejemplar de la obra, nada logra obtener en una entrevista posterior. Siempre la misma prudencia de la carne, la contemporización cobarde, que a Bloy exasperaba.

"En vano —cuenta él— he intentado hacerle sentir la importancia de mi conclusión. Más vanamente aun le explico la violencia de ciertas páginas por el intento de destruir la objeción, método famoso recomendado por Santo Tomás de Aquino. Se atiene absolutamente a no ver sino la letra de las violencias y a desinteresarse de la conclusión, de que no se ha dignado informarse. En fin, me opone los más abyectos lugares comunes: apaciguamiento, conciliación, etc. Este sucesor de Aarón me afirma: ¡Que hay de lo bueno en todas las religiones! ...".

Tan sólo una voz judía, la de Bernard Lazare, parece dispuesta a comprender el hondo contenido de la obra, en un artículo de revista que llena las aspiraciones de Bloy. Este no resiste a enviarle una carta de gratitud:

"Ud. —le dice —ha sabido ver que el Pobre era el fondo de mi pensamiento, el cautivo adorado de mi solitario torreón."

Y a continuación, desdoblando su postura paradojal ante la raza de Israel y encarando el sentido de humillación de Cristo repudiado por la ingratitud humana, le agrega:

"Pienso que hay que abandonarlo todo, venderlo todo para hacer la limosna a ese Señor que nada posee, que está enfermo de todos sus miembros, que se siente muy mal, que rae toda la basura de Oriente o del Occidente, y que grita de angustia desde las eternidades, en espera del toque del Séptimo Día. Por eso, señor, execro a los triunfadores y a los delicados. Si los judíos fueran oprimidos injustamente, todavía me interesarían, puesto que habría un faraón que cubrir de ultrajes; pero, felizmente, son oprimidos en la forma más justa del mundo, siendo ellos mismos los opresores más equitativos y más abyectos que jamás se haya visto. Ocasión maravillosa para mí de una ecuménica insolencia. Los amo, pues, por habérmela procurado, y, en este sentido, tenéis mil veces razón de llamarme un filosemita."

Todo un silencio de taladro, toda una ausencia fría y matadora, estrangula el propósito de Bloy y desvanece el ensueño de eficacia que ha forjado para su obra. La califica como el más considerable de sus libros y el único de ellos que se atrevería sin temor a presentar a Dios. Y sin duda, es el que más cuerdas supo robar al desborde de su amor, al través de un germinar dolorido y miserable en que las lágrimas lograron coger los brillos de divina paz y triunfo del arco iris.

"Esta obra de "pura glorificación" —le dice a un amigo— no ha tenido ningún éxito y no podía tener ninguno. Dios sólo fué testigo de mi combate y el único juez de las dificultades horrorosas que me fué preciso vencer para concentrar en tan pocas páginas y en una forma tan penetrante, el más vasto tema existente. En la época lejana en que los hombres no despreciaban estas cosas, una obra semejante habría sido destacada, sin duda. Parece que hoy es imposible, pues mis propios amigos la ignoran. Que ella sea pues tan sólo para glorificar a Dios, como una pobre y pequeña estrella perdida e indiscernible en las profundidades”.

Transcurrirían aún diez años desde la fecha de estas líneas hasta que Bloy lograra palpar el milagroso efecto de su libro en algunas almas y pudiera comprender que al través de conversiones inexplicables y de un eco extraordinario, seguiría repercutiendo su místico arrebato.


***

En junio de 1905, en el día de San Bernabé, llega a Bloy la carta de un admirador desconocido. Es un joven de familia hugonote que transcurre por inmensas inquietudes del espíritu y que en compañía de su esposa, una judía rusa de vena de artista, siguen con ansias en el "Collége de France" los cursos de Henri Bergson, el restaurador de la metafísica. Sus almas, estragadas por el hielo del positivismo y del mecanicismo, rastreaban el tesoro de lo absoluto aquí y allá en la noche de angustias, y las doctrinas del filósofo de la intuición les abrieron las primeras ventanas de la esperanza. Pero no habían de parar allí. El golpe interior más hondo lo acaban de recibir ahora que caen en sus manos "Le salut par les juifs" y otros libros de Bloy. Entonces se perfilan a su vista líneas ignoradas y un instinto de misterio los impulsa hacia ese hombre que hermana violencias con dulcedumbres inexpresables y que testimonia con su vida la grandeza del Dios de los miserables y doloridos. Y así, primero una carta y, en seguida, una visita, sellan la amistad de Jacques y Raissa Maritain con "El Peregrino de lo Absoluto". Varios años más tarde recordará Jacques la impresión de este encuentro decisivo:

"Nos sedujo, en cuanto entramos, la sencillez y la paz de aquella casa pobre, por encima de la cual parecían moverse sin ruido las alas del milagro. Fué la esposa de Bloy quien salió a recibirnos: de alta estatura, de rostro blanco y noble, con grandes ojos tranquilos y llenos de bondad. Sus dos hijitas, Verónica y Magdalena, estaban con ella. Bloy nos habló casi tímidamente; y siempre hablaba así, en voz baja, pues detestaba las vociferaciones orales. Se veía que sólo las almas le interesaban y que era con ellas que buscaba entenderse desde el primer momento. No había en él ninguna especie de celo proselitista, pero sí mucho amor y el sentimiento del misterio oculto en el menor suceso y en la menor coincidencia."

Ese individuo de purísima mirada azul, en cuya faz clareaban destellos de sobrehumana ternura, estaba llamado por providencial designio a revelar en el alma virgen y anhelosa de los Maritain los hondos secretos del Amor. Con qué delicadeza y suavidad va insinuando los surcos del corazón de Cristo en esas tierras gimientes de lo absoluto. Un día es una carta, otro una conversación lo que le permite perfilar anchos cauces de vida ante los ojos admirados de esos rastreadores de verdad. Pero, ante todo, es su transcurrir de dolor y sacrificio, de crucifixión humillante y entrega anonadada, lo que para los Maritain tiene el poder convincente del máximo argumento y la nitidez arrebatadora de la doctrina actualizada. Y si los libros de Bloy les habían empujado a metas admirables y desconocidas, la existencia de su autor acabaría por echarlos al cauce mismo de las Gracias.
Una vez Bloy, al término de la comida en casa de los Maritain, habla sobre el sufrimiento de tantos infelices idólatras que mueren con el hambre de Dios.

"Jesús — dijo entonces el escritor— tomará a estos infortunados a su cuenta. Ellos han buscado la verdad, pronunciará El, y Yo soy la Verdad".

Raissa, que escucha con indecible emoción, afirma breve y hondamente:

"Lo que Ud. dice es muy hermoso".

Y así cae la semilla de la Misericordia en la mente abierta, para acunar en breve los bellos ecos de la germinación.

En otra ocasión, después de recibir Bloy reiteradas muestras de afecto de los Maritain que se conmueven de su estrechez económica y de sus grandes sufrimientos, es-cribe a la joven judía estas líneas, llamadas a descifrar el misterio del dolor cristiano y las ansias de redención:

"Su deseo de verme menos desgraciado, buena Raissa, es algo que estaba en Ud., en su ser sustancial, en su alma que prolonga a Dios, mucho antes del nacimiento de Nacor, que fué abuelo de Abraham. Estrictamente en el deseo de la Redención acompañado del presentimiento o de la intuición de lo que ha costado al que podía pagar. Es el Cristianismo y no hay otra manera de ser cristiano… Arrodíllese Ud., pues, al borde de este pozo y ruegue así por mí: "Mi Dios que me habéis adquirido a gran precio, os pido humildemente que me halle en unión de fe, de esperanza y de amor con este pobre que ha sufrido en Vuestro servicio y que acaso sufre misteriosamente por mí. Libradle y libradme para la vida eterna que habéis prometido a todos los que estén hambrientos de Vos."

El entusiasmo de los Maritain por "Le salut par les fililí', cuya circulación por dificultades de orden editorial estaba prácticamente interrumpida desde hacía algunos años, les llevó a costear la reimpresión de la obra en formato y caracteres de lujo. Esta segunda edición, aparecida en enero de 1906, está dedicada a Raissa y tuvo del público una acogida más calurosa. Emil Godefroy la comentó favorablemente desde los "Cahiers de l'Université populaire" y Bloy recibió varias cartas que testimoniaban el efecto de su obra en nuevas almas.

"Cuando se tiene su libro ante los ojos -le dice uno de los lectores— si se está sentado, se levanta a pesar suyo, se pone de rodillas, junta las manos y no lee más: Reza."

Difícilmente almas de temple tan puro como Jacques y Raissa habían de mantenerse estáticas ante un clima de fe y de amor tan acentuados como el que les brindaba Bloy. Este, sin violentarlos, sin interponerse ante la acción de Dios, les conducía hacia la fuente de vida, con la seguridad de que su diaria oración y el ofrecimiento de sus dolores irían a rebrotar inesperadamente por entre los surcos de la tierra abierta y generosa. Tan honda era su intuición de las almas y tan fuerte su anhelo de verlas restauradas que, encontrándose cierta vez con Pierre Termier, uno de sus mejores amigos, se despidió bruscamente de él pues el corazón le decía que los Maritain le estaban en ese instante esperando para comunicarle algo de mucha importancia. Y no anduvo por cierto descaminado, pues, al llegar junto a ellos, le pidieron con vehemencia recibir las aguas del Bautismo de su propia mano. No podía, claro está, realizarse tal deseo y así lo explicó Bloy a esos dulces ignorantes de la ritualidad de la Iglesia, abrazados de impaciencia divina. Pero, con la consiguiente alegría, los puso en relación con un eclesiástico de la Basílica de Montmartre, que el exigente escritor definió a Termier como “un joven sacerdote en torno del cual parece flotar un aroma de amor divino; una especie de figura de niño y de mártir que Ud. amaría.” Al través de él debería el Espíritu Santo completar la tarea bellamente iniciada con el concurso de Bloy, imprimir las luces de la fe y de la esperanza en las frentes de Jaques y de Raissa y aún proyectarlas sobre la de una hermana de ésta, Vera.

El 11 de junio de 1906, día de San Bernabé, justamente un año después del encuentro de los Maritain con Bloy, recibían ellos en la Parroquia de San Juan Evangelista las aguas bautismales. Era el octavo caso de Bautismo de adulto que León apadrinaba y que traía su origen de la lectura de sus libros. Maravillosa cosecha de los dolores reclinados en el corazón de Cristo y nueva y sorprendente ratificación divina al contenido de sus obras, tan disputadas por los prudentes del mundo. Esta vez era un protestante y dos judíos los que se abrazaban a la cruz de la esperanza en la dulce y confiada entrega de los niños.

“Podéis adivinar, comunicaba Bloy a Termier, lo que pasaría en mí. Me ha parecido que la iglesia podía estallar. De seguro, en ningún otro lugar del mundo ha podido cumplirse a la misma hora una cosa más grande. ¡Oh, la buena voluntad, el candor amoroso de estos tres seres amados de Dios! Mi mujer percibía los cantos y las arpas del Paraíso...".

Y este paso admirable iba a tener en el curso de los años un complemento de no menor emoción. El padre de Raissa y Vera, judío recalcitrante, enferma de muerte y la angustia de sus hijas por la suerte de su alma se ensancha ya sin medida. Todos los intentos de persuasión para que acepte el Bautismo se han doblado ante una dureza infranqueable. Pero la oración, que es lágrima taladradora de las piedras, continúa sin cesar elevándose y el milagro se produce un Miércoles de Ceniza. El tozudo israelita, después de hacer salir de la estancia a la familia, inquiere del médico la verdad sobre su estado. La respuesta, que anuncia un desenlace inevitable, es ofrecida con manos de caridad cristiana y el enfermo, tocado hasta lo hondo, exclama: “Debo prepararme. Debo hacer lo que piden mis hijos.” Los manda entonces llamar y con un semblante transfigurado recibe inmediatamente de manos de Jacques las aguas liberadoras.

“Después de esto —cuenta Maritain a Bloy, que ha colaborado con intensidad en la obra— la Gracia del Buen Dios se ha visto como con los ojos. Ha transformado por entero su alma. Ante todo ha pedido llevar en su cuello las medallas que tenía sobre sus almohadas. En seguida, dijo que quería ver un sacerdote que le enseñara la verdad. Por último, que quería tener todo lo que se da a los que van a morir. Le hemos copiado, en caracteres rusos, la Oración Dominical y el acto de caridad. Cosa admirable es verle y oírle deletrear penosamente esas divinas palabras, ayudado de su hija. Lleva sobre su corazón el papel en que están escritas esas plegarias con invocaciones a María. ¿Qué puedo decirte, mi querido amigo? Hoy, Bernabé-Judas, tal es su nombre, ha recibido el Santo Viático y la Extremaunción. Mañana, si Dios le da vida aun, el Obispo de Versailles vendrá a confirmarle. Tiene toda la fe. El sacerdote que le atiende está maravillado. No sabiendo las oraciones, durante la ceremonia de hoy no ha cesado de hacer grandes signos de cruz. Y, ¡hele ahí, con los ojos llenos de luz, una paz celeste y esa nobleza maravillosa de la Raza primogénita al fin iluminada!"

Bella y prolongada cosecha de una fe sostenida en oscuridad y afianzada en una auténtica caridad. Porque Bloy supo comprar almas con la moneda áspera de su dolor y cavar los corazones con el ariete de sus súplicas. Nada se malgastaba para él y ante ese maravilloso recuento y distribución de gracias de la comunión de los santos, acudía en esperanza con el fardo de sus pruebas para aliviar así de su carga a amigos e ignorados. Acaso pensando en sí, pudo él estampar en "La Femme Pauvre":

"Se acordaba de haber sentido la Dulzura misma y cuando se derretía en lágrimas, era como una impresión muy lejana, infinitamente misteriosa, un presentimiento anónimo de haber apagado sedes desconocidas, de haber consolado a Alguien inefable…".


Santiago de Chile, mayo de 1941.

JAIME EYZAGUIRRE.