domingo, 5 de mayo de 2013

La Salvación por los Judíos. Léon Bloy. Capítulo XXII


XXII

Oremos también por los pérfidos Judíos; para que Dios Nuestro Señor quite el velo de sus corazones, a fin de que reconozcan con nosotros a Nuestro Señor Jesucristo. ¡Oh Dios Omnipotente y Eterno, que no excluyes de tu misericordia ni a los pérfidos Judíos! Oye las plegarias que te hacemos por la ceguera de ese pueblo, para que, reconociendo la luz de tu verdad, que es Cristo, salga de sus tinieblas".
Tales eran y tales serán hasta el Fin las plegarias de la Iglesia por la asombrosa descendencia de Abrahán. Plegarias absolutamente solemnes que sólo son recitadas públicamente el Viernes Santo.
En ese momento, sin duda, los corazones de otros tiempos suspendían sus latidos y el silencio de la cólera era prodigioso, en la esperanza universal de oír llegar de los lugares subterráneos el primer suspiro de la conversión del Pueblo obstinado.
Se comprendía confusamente que esos hombres de mugre y de ignominia eran, a pesar de todo, los carceleros de  la Redención, que Jesús era su cautivo y su cautiva la Iglesia, que su consentimiento era necesario para la difusión de los gozos espirituales, y que a eso se debía  que un persistente milagro protegiera a su progenitura.

En cumplimiento de la más impenetrable de las leyes estaban poderosamente anclados en su perversa voluntad de adormecer la Fuerza de Dios y de aplazar implacablemente su Gloria, para que la una y la otra se mostraran inactivas en presencia de la desesperación de la humanidad, hasta la hora admirablemente secreta en que la Propiciación dolorosa del Verbo hecho Carne fuera consumada en todos sus miembros.
Y Jesús mismo había declarado que esa hora era secreta también para Él, afirmando que "nadie, excepto el Padre, la sabía...[1]".
Pero lo verdaderamente intolerable del misterio era la idea de que ese momento único deseado ansiosamente a través de todas las edades por la universalidad de las criaturas, dependía también de los judíos; que se oponían a la Sangre de Cristo.
Los siglos habían corrido como los ríos y las generaciones vivientes se amontonaban sobre las generaciones muertas. En vano se exhibían títulos y documentos rubricados con esa preciosa Sangre y refrendados con la sangre de todos los Mártires; el rostro odioso de los usureros del Consolador permanecía impasible, y la magnificencia de Dios no podía manifestarse.
He aquí cómo los Judíos, tan duramente oprimidos por los adoradores de la Cruz, hacían correr, en desquite, tantas lágrimas cristianas detrás de ellos, tan terribles lágrimas, que hubiera podido creerse que el Mar Rojo se había lanzado a perseguirlos. Y  he ahí por qué la Iglesia tenía el valor de rogar por ellos con el corazón destrozado.


[1] Mc. XIII, 32.