miércoles, 15 de mayo de 2013

La Salvación por los Judíos. Léon Bloy. Capítulo XXVII


XXVII

¿Osaré yo ahora, corriendo el riesgo de pasar por un miserable fomentador de sofismas heterodoxos, hablar, así fuere con timidez de paloma o prudencia de serpiente, del conflicto adorablemente enigmático entre Jesús y el Espíritu Santo?
He hablado ya de Caín y Abel, del Hijo Pródigo y de su hermano, como lo había hecho del Buen y del Mal Ladrón, que tan extrañamente los evocan. Hubiera podido recordar asimismo la historia de Isaac e Ismael, de Jacob y Esaú, de Moisés y el Faraón, de Saúl y David, y cincuenta otros menos populares, donde la rivalidad mística entre el Primogénito y el Segundogénito, decisiva y sacramentalmente promulgada en el Gólgota, fue notificada a través de las edades a la manera profética.

Los hermanos anatematizados o perseguidores representan siempre al Pueblo de Dios contra el Verbo de Dios. Es una regla invariable y sin excepción que ni la misma Eternidad cambiaría.
Ahora bien, el Pueblo de Dios es el lamentable pueblo de los Judíos, particularmente condenados al Soplo del Sabaoth que tantas veces los hizo resonar como las arpas de los bosques seculares.
Israel esta, pues, por privilegio, investido de la representación y de no se sabe qué oculta protección de ese Paráclito errante, del que fuera habitáculo y encubridor. Para quien no se halla desprovisto de la facultad de contemplación, separarlos resulta imposible, y cuanto más profundo es el éxtasis, más unidos se muestran. Lo cual termina por parecer, en la perspectiva de los abismos, una especie de identidad.
Pero he aquí algo singular. La Cruz representa al Espíritu Santo. Más: es el Espíritu Santo mismo. "La Tierra sabrá un día, para agonizar de espanto, que ese Signo era mi Amor mismo, vale decir, el Espíritu Santo oculto bajo un disfraz inimaginable…”[1]
La Cruz es un Signo esencialmente Septenario.
En consecuencia, los judíos, tan prodigiosamente armonizados con el Espíritu Santo – cuya voz judía se escucha perpetuamente en el contrabajo de nuestra liturgia, pues ese Espíritu sopló sobre ellos como el huracán— ofrecen precisamente la Cruz al Verbo de Dios, para que el Amor implacable llegue a Él en su forma simbólica más perfecta y más dura.
En esa Cruz, donde los Siete Días se afligen, clavan fuertemente al mismo Verbo de Dios, que es el pobre Jesús, como los bárbaros campesinos clavan en la puerta de su casa al ave de la Sabiduría.
Lo clavan fuertemente para que no pueda descender sin que ellos lo permitan...
Siete golpes de martillo en la mano derecha, siete en la izquierda y siete más en el clavo que traspasa los dos Pies del Buen Pastor, los que suman veintiuno, número significativo, que es el de los años del insignificante Sedecías, el del nombre magnífico[2], aquel que "no se ruborizó en presencia de Jeremías" cuando subió al trono mancillado de Jerusalén[3], cuyo triste pueblo estaba condenado al cautiverio.
Pero eso no es todo.
La Cruz es innoble, y hace al Verbo de Dios innoble como ella.
La Cruz es locura, y el Verbo de Dios, por voluntad del pueblo hostil, se convierte en Esposo de su demencia.
La Cruz es débil, inmóvil, capaz sólo de torturar, y la omnipotente Palabra encarnada del "Dios de los Dioses", reclinada en sus brazos, tórnase débil como ella, inmóvil como ella, y se convierte en verdugo de sus predilectos, haciéndolos "configurarse" con su suplicio...
¡Ah, si fuera posible separarlos algún día! Pero sólo los Judíos tienen el poder de  abrogar la ley de tormento que dictaron, sin saber la que hacían, por una asombrosa impulsión del Abismo.
La gloria de esa Palabra que ellos desconocieron y el advenimiento del Amor, tan anunciado por sus profetas, no podrán llegar simultáneamente sino el día que Jesús haya dejado de estar crucificado, y eso depende exclusivamente de la Voluntad desconocida que suscitó su perfidia.
Pero era un millón de veces necesario clavarlos antes a ambos con crueldad, para testimoniar así milagrosamente, en el futuro, los imposibles esponsales de los dos Testamentos.
Algunos relámpagos más rápidos que la luz: he ahí todo lo que podemos esperar. La Revelación es un firmamento muy pálido, obscurecido por montañas de nubes tenebrosas de donde a veces sale, para ocultarse de inmediato, la extremidad del brazo del rayo.
En cuanto al Sol, no ha podido todavía reponerse de su emoción del Viernes Santo, y sabemos que las "iotas y los puntos" no perdonan, que son tan implacables e impenetrables como los apólogos y oraciones más grandilocuentes de esa Escritura sellada tres y cuatro veces y de la cual multitud de cristianos han imaginado tan cómodas interpretaciones.


[1] León Bloy, El Desesperado, pág. 271. Edición Mundo Moderno, Buenos Aires.
[2] Sedecías quiere decir "el Justo del Señor”.
[3] II Par. XXXVI, 11 s.