viernes, 23 de agosto de 2024

Israel y las Naciones, por Raymond Chasles. Cap. VI. Israel y el Evangelio del Reino (III de V)

Creemos que el mundo no se convertirá, que las naciones no serán verdaderamente cristianas hasta el siglo venidero, después del regreso del Señor, cuando el reino de Dios se instaure en la tierra[1].

Volvamos, pues, al «Evangelio del Reino» (Mt. IV, 23), tal como lo anunció Nuestro Señor Jesucristo.

¿Por medio de qué signos podían reconocer con certeza los que tenían ojos para ver que por fin se acercaba la venida del Reino?

La respuesta es clara: por los milagros, por los signos de un orden particular y claramente determinados de antemano, que todo judío instruido en las Escrituras conocía.

El Profeta Isaías escribió: 

«Decid a los de corazón tímido: “¡Buen ánimo! no temáis. Mirad a vuestro Dios… Él mismo viene, y os salvará”. Entonces se abrirán los ojos de los ciegos, y serán destapados los oídos de los sordos; entonces el cojo saltará cual ciervo, exultará la lengua del mudo» (Is. XXV, 4-6). 

Comparemos este anuncio profético con la respuesta del Señor Jesús a los discípulos de Juan el Bautista, que le preguntaron si él era realmente «el que había de venir», es decir, el Mesías: 

«Jesús les respondió y dijo: “Id y anunciad a Juan lo que oís y veis: ciegos ven, cojos andan, leprosos son curados, sordos oyen, muertos resucitan, y pobres son evangelizados, y bienaventurado el que no se escandalizare de Mí”» (Mt. XI, 2-6). 

Cuando el Señor entró en la sinagoga de Nazaret el sábado, leyó un pasaje del Profeta Isaías: 

«El Espíritu del Señor está sobre Mí, porque Él me ungió; Él me envió a dar la Buena Nueva a los pobres, a anunciar a los cautivos la liberaron, y a los ciegos vista, a poner en libertad a los oprimidos, a publicar el año de gracia del Señor… Entonces empezó a decirles: “Hoy esta Escritura se ha cumplido delante de vosotros”» (Lc. IV, 16-21; Is. LXI, 1). 

Así fue como «recorría toda la Galilea, enseñando en las sinagogas de ellos, y proclamando EL EVANGELIO DEL REINO y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo» (Mt. IV, 23-25; ver también IX, 35).

A los Apóstoles enviados en misión les ordena: 

«Sanad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, echad fuera demonios» (Mt. X, 8). 

Las posesiones demoníacas, pero también el poder de expulsar a los demonios, eran de hecho un signo destacado de la llegada del reino (Mt. X, 1; XII, 28; Lc. IV, 40-44).

El Evangelio del Reino, caracterizado por la llamada al arrepentimiento, se confirmaba por lo tanto mediante milagros, signos visibles y el sometimiento de los malos espíritus. Al mismo tiempo, fue anunciado por la predicación de Jesús: el Sermón de la Montaña –verdadera carta de la proximidad del Reino– está enmarcado por signos y prodigios (Mt. IV, 23-25 y VIII-IX).

Pero tan pronto como, por la incredulidad de Israel, se pospongan la venida del Mesías en gloria, el regreso de Cristo y la instauración del Reino, estos milagros y señales, vinculados a «los poderes del siglo venidero» (Heb. VI, 5), dejarán de ser la regla y la manifestación externa del poder de la fe.

Ahora surge otra pregunta: ¿A quién iban dirigidos estos signos? ¿A quién debía anunciarse el Evangelio del Reino?

¿Es para todos, sin distinción, tanto para los gentiles de entre las naciones como para los judíos? No, ciertamente que no, sino sólo para aquellos que, si se arrepentían y se convertían, debían ser los predicadores del Evangelio entre las naciones. Era necesario, en primer lugar, llevar de nuevo a Dios a las «ovejas perdidas» de Israel para hacer de ellas los instrumentos de la evangelización del mundo.

Los textos sobre este tema son tan claros y numerosos que solamente una lectura del Evangelio demasiado superficial o impregnada de prejuicios puede obscurecer su sentido.

Cuando Jesús envió a los Doce, les dijo, ante todo: 

«No vayáis hacia los gentiles y no entréis en ninguna ciudad de samaritanos, sino id más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Y de camino predicad diciendo: “El reino de los cielos se ha acercado”» (Mt. X, 5-7). 

A la cananea de la tierra de Tiro y Sidón, Jesús le dijo: 

«No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt. XV, 24). 

Vino primero a salvar a «su pueblo» de sus pecados (Mt. I, 21).

La profecía de Miqueas, citada por los escribas (Mt. II, 6), lo expresaba claramente: 

«Pero tú, Belén de Efrata, pequeña (para figurar) entre los millares de Judá, de ti me saldrá el que ha de ser dominador de Israel» (Miq. V, 2). 

Durante la vida terrestre del Salvador, las naciones están completamente en segundo plano, aunque Jerusalén es «pisoteada» por ellas y «los tiempos de los gentiles» aún no se hayan cumplido (Lc. XXI, 24).

En los Evangelios, Israel aparece casi exclusivamente, quizá más que en ningún otro libro de la Biblia. Esto puede parecer «nuevo» para muchos, pero es importante conocer el plan de Dios y releer el Evangelio sin ideas preconcebidas y que no se pueden comprobar. El Evangelio es ante todo para Israel.

Antes de predicar a los demás, Israel tenía que recibir primero «la buena nueva» y convertirse a nivel nacional. De ahí las palabras de Jesús a la cananea: 

«Deja primero a los hijos (los judíos) saciarse» (Mc. VII, 27). 

Fue sólo después de su resurrección cuando Jesús dio a los Once el gran mensaje, con vistas al Reino: 

«Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos… enseñándoles a conservar todo cuanto os he mandado» (Mt. XXVIII, 16-20). 

En el Evangelio, Jesús es el «Rey de los judíos». Lo es desde la pregunta de los Magos: «¿Dónde está el Rey de los judíos que acaba de nacer?» (Mt. II, 2) hasta la pregunta de Pilato: «¿Eres tú el Rey de los judíos?» y la respuesta de Jesús: «Tú lo dices» (Mt. XXVII, 11).

Es así hasta la inscripción en la cruz: «Jesús Nazareno, el Rey de los judíos» (Jn. XIX, 19).

Es recién en el Apocalipsis, cuando el séptimo ángel ha tocado la trompeta, cuando «el imperio del mundo ha pasado a nuestro Señor y a su Cristo» (Apoc. XI, 15), que los vencedores de la Bestia pueden cantar el Cántico del Cordero, diciendo: 

«Grandes y sorprendentes son tus obras,

Oh Señor, Dios Todopoderoso;

Justos y verdaderos son tus caminos,

Oh Rey de las naciones» (Apoc. XV, 3). 

Pero, de acuerdo con la profecía, el Mesías debe ser SACERDOTE y PROFETA, además de REY. El ciclo de la Escritura puede representarse como una elipse, con la primera y la segunda Venida de Cristo ocupando los dos focos. 

Entre ambas, aparece como SACERDOTE;

Antes de la primera, aparece como PROFETA

Después de la segunda, aparece como REY. 

Cuando se muestra abiertamente la incredulidad de los dirigentes espirituales de Israel, cuando rechazan tanto el Reino como al Rey, entonces Jesús recuerda a los escribas y fariseos que une en su persona, y en grado supereminente, estos tres títulos: 

«Hay aquí algo más grande que el Templo». - Cristo SACERDOTE;

«Hay aquí más que Jonás (el Profeta)». - Cristo PROFETA;

«Hay aquí más que Salomón». - Cristo REY (Mt. XII, 6, 41-42). 

Y fue como mediador o sacerdote, y como profeta, que los judíos también rechazaron a Aquel que iba a ser su rey.

Entonces estaban peor que cuando fueron deportados a Babilonia. Cuando los cautivos habían regresado a Jerusalén, la idolatría, la adoración de dioses extranjeros, había desaparecido de entre ellos.

Pero ahora el Señor les declara: 

«Cuando el espíritu inmundo ha salido del hombre, recorre los lugares áridos, buscando reposo, pero no lo halla. Entonces se dice: “Voy a volver a mi casa, de donde salí”. A su llegada, la encuentra desocupada, barrida y adornada. Entonces se va a tomar consigo otros siete espíritus aún más malos que él; entran y se aposentan allí, y el estado último de ese hombre viene a ser peor que el primero. Así también acaecerá a esta raza perversa» (Mt. XII, 43-45). 

Esta es una terrible maldición para la generación que rechaza a su Mesías, 

más grande que el TEMPLO,

más grande que JONAS,

más grande que SALOMÓN,

Y que, al rechazarlo, completa su iniquidad.



 [1] Ver el final en el cap. La estrella de Jacob.