El gran día de la fiesta, cuando el sacerdote con vaso de oro hacía sobre el altar de los holocaustos la solemnísima libación del agua de Siloé, el pueblo penetrando el sentido de la ceremonia, recordaba el milagro del Éxodo (Ex. XVII, 5-7).
"Yo estaré delante de ti, allí sobre la roca de Horeb, dijo Dios a Moisés, y herirás la roca y saldrá agua y el pueblo beberá…". Y Moisés dio al lugar el nombre de “Masá y Meribá” porque los hijos de Israel se habían rebelado y habían tentado al Señor diciendo: "¿Jahvveh está en medio de nosotros o no está?".
Cristo Dios estaba allí, estaba de pie, dice el evangelista, y en medio del profundo silencio de la ceremonia levantó la voz y dijo:
"Si alguien tiene sed, venga a mí y beba. Quien cree en mí, según dice la Escritura, manarán de su interior ríos de agua viva" (Jn. VII, 37-38).
En la mañana del día siguiente (Jn. VIII, 3-11), los escribas y fariseos interrumpen la predicación de Jesús, presentándole para juicio una mujer sorprendida en adulterio. Pero él no la condena. En el momento de perdonar el pecado Jesús reconoce y afirma solemnemente la ley quebrantada. Con una acción más que simbólica, al estilo de los profetas antiguos, escribe con el dedo una vez y otra vez sobre las losas del templo, para significar que Él era aquel mismo Dios legislador y perdonador que en Sinaí escribió una vez (Ex. XXXI, 18) y otra vez (Ex. XXXIV, 28) el Decálogo transgredido sobre las tablas de piedra, dadas, en teofanía de misericordia, a Moisés (Ex. XXXIV, 5-8), cuya autoridad se invocaba.
Unos grandes candelabros áureos habían iluminado las solemnidades nocturnas y hasta parecerían convertir en luminosa la columna de humo que sobre el templo y la ciudad lanzaba el sacrificium juge (sacrificio perenne) del altar de los holocaustos. Debió de ser al pie de ellos o a la vista de ellos, que Cristo de nuevo les habló diciendo:
"Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz ele la vida" (Jn. VIII, 12).
Así Dios iluminó a Israel y le guió en su peregrinación por el desierto desde la columna de nube y de fuego en que residía, y que alguna vez, con dura expresión, es identificada con la Divinidad:
"Bajaba la columna de nube y se detenía a la entrada del tabernáculo y hablaba con Moisés a la vista de todos" (Ex. XXXIII, 9).
Cual si ella fuera el mismo Jahvveh revelándose visiblemente como la luz conductora de su pueblo. La referencia era tan viva y tan bella que San Juan la recogió para describir en su prólogo de una sola pincelada, descolorida en la Vulgata, todo lo que él había visto de la gloria de Jesús sobre la tierra:
"El Verbo se hizo carne y puso su tienda entre nosotros y vimos su gloria…".
La Schekina que llenaba gloriosamente la humanidad de Jesús como tienda del Tabernáculo de la nueva alianza.
“Cuando pongáis en alto al Hijo del hombre entonces conoceréis que yo soy" el Mesías (Jn. VIII, 28).
Si al decir Cristo tales palabras, estaba allí, como el día anterior, el discípulo y fariseo Nicodemo, debió recordar aquella tan expresiva figura del coloquio de la primera Pascua:
“Como levantó Moisés la serpiente en el desierto, así es menester sea levantado el Hijo del Hombre, a fin de que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga vida eterna… (Jn. III, 14; Núm. XXI, 9).
Bien podía Cristo contestar al preguntarle quién era:
“Yo soy desde los orígenes todo eso y, además, ahora expresamente os lo digo y os lo declaro" (Jn. VIII, 25)[1].
Mas, porque ni aun estas explicaciones bastaban con ser tan reiteradas y manifiestas, contrastando misericordiosamente la bondad del Señor con la obstinación de los judíos, ante los ojos que más y más se cierran, Jesús hace brillar finalmente en su persona, sobre el monte Sión, las claridades de la primera teofanía del monte Horeb:
“En verdad, en verdad os digo: antes de Abraham haber venido al ser, yo soy" (Jn. VIII, 58).
¿Quién no verá en estas palabras inefables la repetición exacta de las del pasaje super rubum cuando Moisés oyó la voz que le decía:
"Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob… Yo soy el que soy" (Ex. III, 6-14),
se prosternó y escondió su rostro; mas los judíos ahora se inclinan para tomar piedras, tal vez de la misma obra del templo, y tirarlas contra Jesús que se revelaba su Dios.
Cediendo a esta violencia, sacrílega hasta en los detalles y en los contrastes, Jesús hubo de salir del templo; pero, al retirarse, él, que había comenzado allí la gran jornada con una acción figurativa y mostrando que era la luz del mundo, quiere terminarla con la misma lección, y con la curación del ciego de nacimiento; milagro que es clara figura del iluminador y de la iluminación espiritual, y que hizo Cristo con lodo de su saliva, así, dice San Ireneo, como Dios formó al hombre del lodo de la tierra y con su boca le inspiró el aliento de la vida (Jn. IX, 1-7). En verdad que este día del "exodion", añadido por la liturgia al día séptimo, que era la fiesta mayor[2], resultó este año la fiesta máxima de la revelación de Cristo; fué día lleno de doctrina y colmado de incidentes que se cerraron con el apasionado proceso, cuyas diligencias como de expediente curial semeja San Juan haber recogido y unido a su Evangelio hasta el versículo 34 del capítulo noveno.
Aquí creemos queda terminada la perícopa de las fiestas, aunque Cristo permaneciese algunos días más en Jerusalén[3]; y por tanto, aquí acabamos nosotros el examen del texto y, dando una mirada retrospectiva, hacemos ya la conclusión de todo el argumento:
[1] Pensábamos dedicar un capítulo íntegro a apoyar la interpretación algo nueva que, como de paso, hacemos aquí del versículo discutidísimo. Ya que por premura de tiempo no es posible, vayan en la presente nota unas sumarias indicaciones.
Después de las parábolas del sembrador y de la cizaña, hizo Cristo una exposición de ellas; a la mayor parte de las acciones simbólicas, los profetas añadían una explicación verbal, introducida de ordinario con esos términos "dice el Señor"; a no pocos de los milagros contados por San Juan, que son milagros-figuras, añade Cristo unas palabras declarando las trascendentes realidades figuradas. Eso mismo Cristo ha hecho aquí con los milagros-figuras del principio (Τὴν ἀρχὴν), representados y actualizados durante la fiesta de los Tabernáculos por las lecciones y simbólicas acciones de la liturgia; ha declarado con expresas palabras su significado y trascendencia a su persona. Las palabras con que ahora contesta a los judíos incluyen, pues, un resumen doctrinal de todo lo dicho, y también la fórmula de lo que podríamos llamar intenso procedimiento pedagógico del divino Maestro: res et verba. Ellas distinguen y contraponen y unen con el καὶ (y) los dos elementos y los dos momentos.
[2] Así con Lagrange y Zahn.
[3] Cfr. Holtzmann, Zahn. Esta división
queda más apoyada si el encuentro del verso IX, 35, fué en el templo mismo,
como indica Zahn: "wahrscheinlicht" (probablemente) (Das Evang.
Joannes, p. 445).