Así, hemos llegado, poco a poco, a hablar ya no solamente de la unión a la oración del todo, sino de la unión a la oración de las otras partes. De esta segunda unión es preciso tratar al presente con mayor detalle.
Recordemos, pues, el
principio. La oración de cada cristiano es una oración de parte y, por lo tanto,
una oración parcial; una oración, pues, que no tiene su explicación ni verdadera
fisonomía más que unida a las otras oraciones.
¿No es cierto que esta verdad
se olvida muy a menudo y que semejante olvido es causa fecunda de
descorazonamientos y decepciones? Tenemos muchos deseos de rezar como se debe, tenemos
muchos deseos de hacer oraciones prácticamente decentes, oraciones que pudieran
encontrar en sí mismas la suficiente seguridad para intentar presentarse ante
Dios. Y no alcanzamos a elaborar más que oraciones distraídas y adormecidas,
meditaciones hechas con fervores momentáneos y divagaciones ridículas o
humillantes. La constatación repetida de un resultado tan lamentable termina
por cambiar la presunción en disgusto; acabamos por detestar estas oraciones
que ya no inspiran ningún orgullo y ya no se reza sino en la medida en que es
preciso hacerlo bajo pena de pecado.
Como si Dios nos
pidiera otra cosa más que nuestro corazón, nuestro corazón hecho de lodo, lo
sabe perfectamente; como si estas deficiencias no pudieran tener el resultado
de hacernos más humildes y suplicantes, más “orantes”, en otros términos; como
si, sobre todo, la insuficiencia de nuestras oraciones aisladas no debiera
hacernos perder el hábito de rezar solos.
Una oración aislada, ¿no tiene nada de presentable? Seguramente; ¿sucede de otra manera con un miembro arrancado del organismo? Nuestras oraciones, consideradas en sí mismas, ¿son parciales, inacabadas como oraciones, carecen de fervor, de atención, en una palabra, de aquello que es lo más esencial? ¿Pero hay que asombrarse que una oración de parte sea una oración parcial? ¿Hay que asombrarse que lo que hay de más necesario, su ardor y recogimiento, no le vengan sino por la unión con las otras oraciones?
En lugar de quejarnos
de estas deficiencias, podríamos y deberíamos acogerlas con un corazón alegre.
A unas, porque podemos, por medio de nuestros esfuerzos, disminuirlas y
suprimirlas y porque esta lucha será el homenaje que Dios espera de nosotros. A
otras, aquellas que dependen de nuestra mentalidad misma, de nuestra manera
especial y muy imperfecta de pensar y querer, porque tienen por autor al Dios
que ha hecho nuestro temperamento y nuestra alma y porque nos indican nuestro
lugar y nuestro rol en el conjunto de los hombres y en la oración que todos
juntos hacen a Dios.
No son obstáculos ni
lagunas sin compensación sino en la hipótesis individualista. En el sistema
católico son exigencias y medios de unión.
Todas las oraciones
cristianas se hacen en la unidad; todas juntas no hacen más que una oración total,
como una sinfonía colectiva.
En una sinfonía, ninguno de
los instrumentos toca la pieza entera. Cada uno tiene su parte, su partición.
Unos no hacen más que repetir algunas notas leves, siempre las mismas; otros
hacen sobre todo largos silencios, con bruscas expresiones de tiempo en tiempo
o algunos arpegios aislados; otros realzan por instantes, pero en sonoridades
veladas, el tema general; otros, finalmente, cantan lo que el resto hace
presentir: algunas notas límpidas cuya curva sinuosa domina al resto. Las dicen
y repiten y luego sus voces, después de haber resonado un instante, se callan y
otras se elevan en su lugar. La melodía pasa de uno a otro, retomando y
retomando sin cesar, desarrollándose y afirmándose y, en ella, produciendo el
todo. En ella todo se responde, todo se acaba y se corresponde y todas las
notas de todos los instrumentos se funden en un canto único. Y a este cántico
nadie lo dice solo, de tal manera es rico; pero todos, unidos a los demás, lo
dicen todo entero, de tal manera es uno.
Así sucede con la
oración cristiana. Cada miembro tiene su parte para hacer: le es indicada por
su temperamento, su carácter de espíritu, su capacidad de atención y de fervor.
Estas particularidades hacen de su oración una oración personal y única, pues
no hay dos individuos iguales. A causa de ellas, hay una manera de amar a Dios
que solamente él puede llevar a cabo, una nota de una cualidad especial que
solamente él puede dar. Así, estas particularidades, al mismo tiempo que son su
oración personal, le señalan el lugar que debe llenar, y que ningún otro puede
llenar por él, en la oración del todo.
Que rece pues a su
manera, haciendo todo lo posible contra sus divagaciones y adormecimientos,
pero sin sorprenderse ni desesperar si permanecen en sus súplicas muchas
lagunas. ¿Es preciso que en una orquesta todos los instrumentos
sean clarines, y que suenen sin cesar todos al mismo tiempo? ¿Es necesario que
cada uno haga una oración completa y que se baste a sí misma, mientras que cada
uno es, sin embargo, miembro y no puede rezar sino junto con el todo?
La oración es un coro integral.
Unos no producirán más que oraciones pesadas y monótonas; otros, esfuerzos
contra el adormecimiento; otros incluso, a pesar de toda su buena voluntad, no
tendrán más que somnolencias sobre un tema religioso; otros harán un poco mejor;
otros, mejor todavía; algunas, por instantes, tendrán una oración casi completa,
casi adecuada. Son probablemente almas
desconocidas a los demás y a ellas mismas; pero ellas también, hasta donde se
puede decir, se pierden en el todo: rezan, luego las distracciones o los
cuidados de la vida las cogen y otros continúan y luego otros todavía. La
oración va, desarrollándose sin cesar, pasando de uno a otro, pero siempre, lo
que cada uno dice, está acompañado, adquiere su significado, su fisonomía
incluso, por todo lo que dicen los demás. Y este significado es el del todo:
nadie dice por sí mismo la oración, pero cada uno, unido a los demás, ha dicho todo,
junto con los demás.
Esta oración no es solamente
la oración de los hombres: solos, los hombres no pueden nada. Es sobre todo la
oración de Cristo. De esta manera, siempre, la oración de Cristo permanece aquí
abajo, para suscitarla. Esta oración, es la misa que continúa la cruz. Y la
misa se prolonga en la liturgia y en la piedad cristiana. Ambas, liturgia y piedad
cristiana, son los dos aspectos de una misma realidad; una es la expresión
pública, otra es la continuación, en la vida interior de las almas, de la misma
religión del Salvador, que comunica a su cuerpo místico, en la unidad de su Iglesia.