También se relaciona con la misa. La misa, en efecto, no es solamente un rito exterior; es, e incluso antes que nada, una realidad escondida. Las palabras del ministro sobre el pan y el vino no son más que el signo y la causa a la cual Dios ha unido un prodigio, o más bien una serie de prodigios invisibles a nuestros ojos. En las profundidades donde la fe sola alcanza, Cristo está presente y está presente como oblación y se ofrece a Dios como hostia y a los hombres como alimento, y ofrece, en él, todos los hombres a Dios.
De la misma manera que en su
aspecto exterior la misa tiene una prolongación, también la tiene en su aspecto
interior. La primera prolongación era la liturgia, oración
exterior, que se hace en la Iglesia, considerada como sociedad exterior y
visible. La otra es interior, se lleva a cabo en el interior de las almas, y es
la oración individual, la devoción cristiana.
Pues la realidad escondida de
la misa, el misterio sagrado en el cual consiste, no ha terminado cuando la
consagración ha tenido lugar. El sacrificio propiamente dicho ha acabado, pero
no se ha llevado a cabo más que haciendo presente a la víctima bajo forma de
alimento. Es preciso todavía que sea comida. La comunión, como dice la doctrina
cristiana, es parte integrante y necesaria del santo sacrificio. Es preciso que
al menos el ministro comulgue en cuanto ministro y en nombre de toda la Iglesia;
es preciso también que, a veces, los cristianos comulguen y es muy deseable que
lo hagan a menudo e incluso todos los días.
Pero toda comunión, incluso
si por buenas razones no tiene lugar en el momento litúrgico, es la comunión
del Cristo de la misa; no hay otras hostias para recibir más que las que quedan
de un sacrificio. La hostia, siempre y en todas partes, es la víctima de una inmolación
y cuando viene al fiel, es el sacrificio mismo que, de alguna manera, pasa a aquellos
que asisten a él y se establece en ellos.
En adelante, su existencia debe
ser una prolongación de lo que es y su oración una continuación de él mismo. Así,
la oración de la cabeza retoma en sí misma la oración de cada miembro, por el acto
mismo donde la cabeza retoma en sí misma y hace vivir en ella a su miembro. La
oración de un comulgante es la de Cristo y la suya propia al mismo tiempo y
mucho más de Cristo que suya.
Es también la de todos los fieles. Pues, lo que Cristo obra en uno, lo obra en todos. Al hacerlos a todos uno en él, hace a todas sus oraciones una en su oración. Incluso aquel que reza en mí, es absolutamente aquel que reza en todos los demás que lo han recibido. Ya no hay más cristianos separados, ya no hay más oraciones separadas. No hay más que un solo hombre, el hombre-Dios; no hay más que una voz que se eleva desde toda la superficie de la tierra, la suya, pero la suya que agrupa en sí misma y reúne a todas las voces. Y, qui vos audit me audit (el que a vosotros escucha, a mí me escucha); Dios mismo, al escucharnos, percibe la voz de su Hijo amado, de su Hijo que ha venido a habitar entre nosotros.
Nada demuestra tan bien como
la meditación del misterio eucarístico lo que son los miembros, precisamente en
cuanto miembros y lo que son las oraciones de los miembros, precisamente en
cuanto oraciones de miembros: oraciones que son reunidas todas por aquello
mismo que las hace brotar.
Pero no hay que creer que
esta unidad se borra cuando cesa en nosotros la presencia sacramental de
Jesucristo. El efecto, el sacramento es una unión permanente. Cristo,
por la virtud del pan celestial, quiere permanecer en nosotros y nosotros en él
y pasar a ser uno con nosotros, por el tiempo y por la eternidad.
Lo mismo con nuestra oración.
No es solamente en el instante de la comunión que vive por la de Cristo. Es
siempre. Todos debemos rezar siempre con él, en él y por él, si queremos que
nuestras oraciones sean saludables. Todos debemos rezar juntos, puesto que en
él estamos siempre juntos.
Por lo tanto, y éste es un
principio que es preciso asentar con claridad, no existen oraciones cristianas
aisladas: dejarían de ser oraciones cristianas; un cristiano no es cristiano y
no obra como tal más que por el lazo que lo une con todos sus hermanos
uniéndolo a Cristo. Lo que da su vida interior, hace que esta vida
sea universal y católica. Su oración, por lo tanto, es universal, católica,
pública, está unida a todas las oraciones cristianas y por aquello mismo que la
suscita en él y la hace oración cristiana.
No ciertamente que la piedad
privada sea pública de la misma manera que la oración oficial; lo es, pero de
otra manera; lo es a su propia manera, y corresponde a lo que tiene de propia
en su naturaleza. La oración oficial es la oración del todo considerado como
tal; está determinada por la autoridad que regula la operación del todo y está
dicha en nombre del todo. La oración privada es la oración de una parte del
todo y se dice en nombre de esta parte y por esta parte. La oración oficial es
la voz del cuerpo entero de Cristo; la oración privada es la voz de los
miembros de este cuerpo, la voz de los miembros que rezan, en cuanto miembros;
no en cuanto cuerpo: no son lo que son sino por su unión al cuerpo.
Pero, oficial o privada, toda
oración cristiana es esencialmente católica. Sea que hable el todo, sea que
hable una parte del todo, es siempre el organismo entero quien vive y tiende
hacia Dios.
Es importante que esto se
diga y repita a los fieles, pues este principio, en la doctrina espiritual, es
capital. Por su misma constitución, su piedad privada es una piedad de parte;
es “parcial”; reclama, para ser plenamente lo que es, estar unida a un todo.
Por lo tanto, nada de individualismo protestante, nada de presunción ignorante
y estrecha, nada de esfuerzo para hacerse su pequeña devoción aparte. Ut non
sit schisma in corpore (para que no haya cisma en el cuerpo). Separándose
de la oración de todos, la piedad individual pondría fin a la vida.
Así, y esta es la primera
consecuencia, entre la oración privada y la oración oficial, no hay
ninguna oposición, ni siquiera ninguna separación. Ambas son la prolongación de
la misma realidad. Ambas son la oración del Cristo de la misa, que se prolonga
en la Iglesia.
Entre ambas, el acuerdo no se
obtiene por medio de violentos esfuerzos, resulta de la naturaleza misma de las
cosas. Que la piedad cristiana sepa solamente lo que es, qué lazos la unen con
Cristo y con los demás fieles y entonces se practicará con el mismo espíritu
público, con el mismo cuidado por todas las almas, que la piedad oficial. Que
comprenda el espíritu que la anima, las aspiraciones que Cristo quiere suscitar
en ella y las encontrará formuladas en la liturgia. La liturgia, al ser la
expresión auténtica de la oración del cuerpo entero, es también la expresión
auténtica de la oración de los miembros. En ninguna parte éstos podrían encontrar
temas de reflexión que les convenga tanto como los ciclos de meditaciones tan adaptados,
fórmulas tan seguras y expresivas, modelos tan completos de la actitud que es
preciso tener ante Dios.
Esto no quiere decir
evidentemente que la piedad privada deba estar calcada sobre la piedad oficial
y que baste, para tener el espíritu litúrgico, recitar exactamente como los
sacerdotes las oraciones de la misa y los salmos del breviario. Los simples
fieles no tienen ni el deber, ni la misión, ni siquiera la posibilidad de hacer
una oración oficial: carecen de la delegación. Ni las fórmulas de la misa, ni las
del breviario han sido compuestas para ser una oración individual, una oración
de miembro. Sucede incluso a menudo que una fidelidad muy literal a la liturgia,
como por ejemplo el cuidado en un fiel de leer tan rápido como el celebrante
todas las oraciones del Santo Sacrificio, impide la piedad. Demasiadas
preocupaciones por la letra sofocan el espíritu; a fuerza de mover los
separadores de su misal, el fiel olvida de qué se trata y ya no piensa más en
unirse, con todo su corazón y con toda su alma, a Dios y a todos sus hermanos
en Cristo que se entrega.
Que se nos entienda bien: no
decimos que haya que prescindir del misal, lejos de eso; ¿dónde aprenderemos lo
que es la misa y lo que es la oración de la Iglesia y lo que deben ser las oraciones
de los miembros de la Iglesia? Pero decimos que los fieles deben servirse de
él, no como el sacerdote que dice la oración del todo, sino como los fieles que
son partes de este todo. Deben usar de él con una libertad que no tiene el
ministro oficial; deben usar de él como de un tema de vida interior católico,
usar de él meditándolo, deteniéndose allí según la necesidad, repitiendo las
oraciones y no esclavizándose a una fidelidad literal que, en ellos, no tendría
sentido.
La piedad privada debe unirse
a la liturgia, no considerarse como una liturgia, que no es, sino permaneciendo
ella misma. Debe unirse a ella, según su propia forma de ser, pues si dejara de
ser ella misma, ¿que le quedaría entonces para unirse a la liturgia?
Que sea ella misma y será piedad
de miembros, se formará en el todo y se unirá a la piedad del todo. Ser
litúrgico no es un deber agregado a otros deberes, no exige ni supresión, ni
modificación, ni molestias nuevas. Es, antes que todo, la obligación de formarse
en un espíritu católico, en comunión con el género humano.
Tal es el espíritu, que conducirá
a la letra. Penetrándose de él, los fieles desearán rezar junto con los otros
fieles, rezar junto con sus sacerdotes y en la oración de la Iglesia, asistir a
los oficios de su parroquia y participar allí activamente.