Permítasenos insistir: hay aquí, entre la actividad privada y la piedad oficial, un punto de encuentro importante. La oración oficial modera en sí misma el lugar en que la oración de los fieles puede insertarse; hablamos de las respuestas de la misa, de los cánticos de la multitud, de los oficios y también, en un sentido especial pero muy elevado, de la comunión sacramental y espiritual. Nada como la intervención activa permite a los simples fieles hacer, ellos también, la oración litúrgica.
Pero, es preciso agregar
inmediatamente, para dar el espíritu litúrgico, esta intervención es todavía
insuficiente.
En primer lugar, porque, de
hecho, no puede ser sino muy rara. Además, porque en los momentos más augustos
de la liturgia, se reduce a poca cosa: en esos momentos, lo que se les pide
oficialmente a los fieles, es más su oración privada que respuestas o cánticos.
El canon se dice en voz baja. Excepto algunos cánticos, los fieles, en la
consagración, no tienen más que adorar en silencio, tener sus corazones en alto,
como se les ha pedido en el prefacio. En la comunión también: la liturgia, para
ese momento, no prevé más que pocas respuestas y pocos cánticos. La Iglesia
deposita en el corazón de sus hijos el Sacerdote principal y la Víctima única
del sacrificio cristiano; luego, casi inmediatamente, calla. ¿Qué quiere decir,
sino que la acción santa se transporta allí donde acaba de transportarse el
pontífice y que la liturgia no debe más que continuar, en el secreto del alma,
en oraciones privadas?
Por último, y ésta es la
última razón, la intervención, incluso activa en los oficios, no puede bastar
para hacer litúrgica nuestra piedad, porque no constituye todavía por sí misma
más que una unión exterior. No consiste sino en palabras, gestos, conductas. Está
muy bien, sin dudas. Pero no es todavía más que un acto del cuerpo.
Pero en la oración privada, el acto exterior, aunque sea necesario, y más importante tal vez que lo que se cree a menudo, es secundario. Lo esencial es lo interior; lo esencial es la adoración en espíritu y en verdad; lo esencial son las oraciones mentales, las oraciones místicas incluso; son las oraciones que hacemos, intentando olvidarnos a nosotros mismos y a los demás, las oraciones que hacemos en lo secreto, tal como lo aconsejó Jesucristo, allí donde únicamente puede alcanzar la mirada del Padre que ve en lo secreto.
No hay que creer que estas
cosas, porque sean interiores, no pueden ni deben tener nada de público. Sería
un individualismo refinado. No hay que creer que no pueden ser públicas sino
por alguna intención sobreañadida o por la elección de un tema de meditación o
por el lugar en el que se reza. Nuestro catolicismo no es solamente de
revestimiento; el catolicismo de nuestra oración tampoco. Afecta, en ella, lo
interior más recóndito y aquello mismo que en ella es más interior que ella
misma, queremos decir, la fuente de dónde proviene. Proviene de Cristo y va hacia
Cristo, busca la unión con Cristo o no es cristiana. Pero Cristo es en todas
partes el Cristo de la Iglesia y de la unidad. Así, de esta manera, al mismo
tiempo que nos hunde en el recogimiento, puede, por la misma operación, dilatarnos
en la catolicidad. Puede hacer que nuestra relación sea pública y universal por
aquello mismo que la hace interior y personal; pues es, al mismo tiempo, más
interior a nosotros que nosotros, y más católica, más mundial que la humanidad
que existe.
Es preciso decirlo y repetirlo,
por temor a que la exhortación -muy necesaria - al espíritu litúrgico no
desacredite la devoción privada. El espíritu litúrgico debe ser, antes que nada,
un espíritu. Que deba también manifestarse en los actos, nada más innegable.
Pero si no va más allá, no existe todavía.
El espíritu litúrgico es, antes
que nada, cuando se trata de los fieles, desde luego, cosa de alma y persuasión
individual. Reside en la voluntad, la voluntad de vivir y rezar en Cristo y en
la Iglesia. Esta voluntad será tanto más real y eficaz cuanto más profunda,
interior y privada. Y no dejará, sin embargo, de ser una realidad católica;
pues es sobre todo en el interior, en la substancia misma del alma donde nos
transfigura la gracia de Cristo, donde somos católicos.
Por la piedad privada, la
exhortación al espíritu litúrgico es pues, por una parte, un llamado a la vida
interior, un consejo de profundización, en sí mismo, hasta Cristo, hasta el
Cristo de la unidad.
El esplendor de la vida cristiana
está en unir así actitudes que parecen opuestas, en Aquel que es, al mismo
tiempo, la explicación de aquello que hay de más universal en la Iglesia y de
lo que hay de más interior en nuestra alma.
La oración dominical, en este
sentido, es una importante lección.
El Salvador, así como quiso
que rezáramos, quiso que lo hiciéramos en plural. El Pater se dice “en
nombre de toda la Iglesia”, in persona totius Ecclesiae, asegura Santo
Tomás (S. Th., II-II, qu. 83, art. 16, ad 3). Cuando lo decimos, lo
hacemos con la multitud, no una multitud con la cual estaríamos mezclados desde
afuera, en asambleas tumultuosas, sino la multitud del pueblo cristiano, con la
cual vivimos dentro de nosotros mismos, en el silencio de la soledad.
El Pater también se
dice por todos. Este resumen del Evangelio, como ya lo dijo
Tertuliano (De oratione, 1. P.L., 1, 1153), representa la forma que debe
tener todo nuestro deseo (San Agustín, Sermón 55, P.L. 38, 379); debe
moldear todos nuestros sentimientos, como continúa diciendo Santo Tomás (l.c.,
art. 9, c). Debe hacernos desear “en plural”, con todo el género humano y por
todo el género humano.
El Pater también nos
enseña a rezar, no como individuos, sino como miembros. Lo decimos, no porque
haya sido creado, sino porque hemos sido instruidos por divinas enseñanzas, y porque
hemos sido encargados de decirlo, en virtud de una misión auténtica.
Los sacerdotes tienen el
breviario; los fieles, y los sacerdotes también, tienen el Pater. Todos
tienen la misión de decirlo. Sin duda, las delegaciones difieren. El sacerdote
está consagrado, tiene un mandato especial y oficial, tiene fórmulas más
desarrolladas. Los fieles ordinarios no tienen esto, pero no carecen de
vocación. Una orden auténtica del Salvador, que la Iglesia les recuerda, les
dice que recen y les dice cómo hay que rezar. Rezan a Dios, en nombre de Cristo,
con la Iglesia.
Después del Pater, quisiéramos
mencionar, en el mismo orden de ideas, no una oración, sino una asociación de
oraciones: el Apostolado de la oración.
Esta obra tiene también un
alcance teológico de importancia. Gracias a Dios no se la toma por un pequeño
asunto de devoción. Es la organización católica de la oración. Consiste en
hacer rezar a todos los fieles, todos juntos, en unión con la oración de Jesús,
por una intención designada por el Soberano Pontífice. De esta manera, irán a
Dios como enviadas, de alguna manera, junto con todo el pueblo cristiano, unidas
a Cristo, en nombre del Papa.
Es de tal forma un tipo de
oración católica, que esta asociación nos parece corresponder exactamente, en el
dominio de la oración, a lo que es, en el dominio de las obras, la gran obra de
la Acción católica. La Acción católica hace participar a los laicos en la
obra de la jerarquía; el Apostolado de la oración nos hace participar en la
oración de la jerarquía, en el sentido que les da, hasta en su vida
interior, cuidados y preocupaciones auténticamente universales y eclesiásticos
y que moviliza, de alguna manera, todo lo que tienen de deseo, de súplica, de
valor impetratorio y adoratriz en todos sus enfoques, en provecho de los
grandes intereses católicos. Exactamente de la misma manera, la Acción católica
moviliza todas las actividades en provecho de la gran cruzada católica.
Eso indica bastante cuál es
la importancia de este Apostolado de la oración y la necesidad de entenderlo
bien, en todo lo que tiene de interior y en todo lo que tiene de eclesiástico y
católico. Enseñará a los fieles cuáles son sus verdaderos intereses como
cristianos: los intereses de la cristiandad; los habituará a desear y pedir, en
cuanto miembros de la gran familia católica; les hará ver, en la jerarquía y en
el Papa, al jefe de la oración; les enseñará que, en la obra del apostolado
sobrenatural, la energía principal es la energía escondida de la oración, de la
caridad y del deseo interior; mostrará qué cosa formidable es ser católico, y
poner en acción, cuando se suplica a Dios, las energías de toda la humanidad
regenerada.